La Cuba revolucionaria que conocí

En octubre de 1987, comprobé personalmente que en el “Paraíso del Proletariado” y de la sociedad “sin clases” que pretende ser Cuba, había lugares estrictamente reservados a la elite gobernante. En los hoteles principales se les prohibía&#8230

La Cuba revolucionaria que conocí

En octubre de 1987, comprobé personalmente que en el “Paraíso del Proletariado” y de la sociedad “sin clases” que pretende ser Cuba, había lugares estrictamente reservados a la elite gobernante. En los hoteles principales se les prohibía&#8230

En octubre de 1987, comprobé personalmente que en el “Paraíso del Proletariado” y de la sociedad “sin clases” que pretende ser Cuba, había lugares estrictamente reservados a la elite gobernante. En los hoteles principales se les prohibía la entrada a los trabajadores y a los ciudadanos comunes y corrientes.

En el Hotel Comodoro, del antiguo barrio Miramar, donde estuve hospedado durante varios días, solo se les permitía el ingreso a turistas y extranjeros. Las lujosas residencias del sector, que en el período pre-revolucionario habitaba la burguesía, y otras aún más fastuosas construidas bajo el nuevo orden, se destinaban para alojar a invitados especiales. Muchos dominicanos que visitaban La Habana como huéspedes oficiales del gobierno cubano habían gozado de sus comodidades, con sirvientes de servicio a su disposición las 24 horas y flamantes Mercedes Benz con choferes en las marquesinas, para cualquier imprevisto, diligencia o capricho personal.

La escasez que uno podía palpar en los recorridos por las calles del centro de la ciudad, deterioradas por el abandono, no se veía en cambio en las recepciones oficiales, donde las mesas se llenaban de manjares en abundancia exagerada. A las dos recepciones oficiales que asistí se sirvieron comida para cuatro veces la cantidad de invitados.

No podía uno ver en ellas a gente común con quien hablar libremente. Los asistentes eran los mismos cubanos, funcionarios y delegados, que asistían en el día a las sesiones de trabajo.

Aquello del contacto de los dirigentes con el pueblo me pareció otro de los tantos mitos de la propaganda. La dirigencia vivía aislada de la gente de la calle, no se mezclaba con ella. A mi regreso a Santo Domingo, escribí en mi columna diaria que la segregación de clases que había visto en La Habana era entonces, a treinta años del triunfo de la Revolución, más pronunciada que en cualquiera de las sociedades del hemisferio regidas entonces por gobiernos retrógrados y oligárquicos. Los delegados a la asamblea no fuimos hospedados en un hotel alejado del centro para facilitar nuestro acceso al Palacio de las Convenciones, donde los debates tenían lugar, sino para mantenernos alejados del público, de las intromisiones de cualquier impertinente.

Cuando me tomé la libertad de recorrer la ciudad en un taxi con un chofer oficial que tenía, según me dijo, un hijo en el Ministerio del Interior y otro en el Ejército, y decidí conocer el Habana Libre, antiguo Habana Hilton, en la calle 23, la más animada de la ciudad, me percaté enseguida que una reunión en ese sitio equivalía a exponer a los funcionarios y a los miembros de la elite gobernante a un contacto inconveniente.

Había allí muestras inequívocas de la prostitución y la homosexualidad que la Revolución no había desarraigado a pesar del éxodo del Mariel, “en el cual se fue toda la crápula existente”, según me dijera un funcionario, realidad aquella contra lo cual probablemente carecerían de respuestas en el caso de una pregunta inesperada de un intruso extranjero sorprendido, como era mi caso.

En la Cuba revolucionaria que conocí en 1987, había privilegios para una clase dirigente de los que se beneficiaban también los amigos externos del régimen. Las diferencias entre un ciudadano común y un miembro de la nomenclatura, el famoso aparato oficial que abarca desde los ministros y jefes del Partido hasta los funcionarios y dirigentes medios, los artistas, deportistas y la burocracia intermedia, que incluye también a los denominados “visitantes distinguidos”, eran demasiado notorias.

Fue en ocasión de un viaje con motivo de la asamblea anual del Grupo de Países Latinoamericanos y del Caribe Exportadores de Azúcar (GEPLACEA), celebrada en La Habana. Yo era el jefe de la delegación dominicana en mi condición de director ejecutivo del Instituto Azucarero.

Mi compañero de viaje Nicolás Casasnova y yo habíamos confrontado problemas con el visado que los cubanos prometieron colocar en México, donde llegamos un sábado en la tarde, con la necesidad de abordar el único vuelo hacia la isla del día siguiente para estar a tiempo en la ceremonia inaugural del lunes en la mañana. Un amigo influyente en América Latina—más si es en Cuba, México o República Dominicana—vale más que el dinero. Y Jesús González Gorecachar (Chuchú), diputado al Congreso mexicano y dirigente destacado del Partido Revolucionario Institucional (PRI), quien se dirigía esa tarde con el mismo propósito a La Habana, despertó al embajador cubano de su plácida siesta dominical y después de una no muy larga espera, que en un tris colma nuestra paciencia, de Cuba dieron la aprobación para que Aeroméxico nos permitiera abordar el avión, porque las visas estarían esperándonos en el aeropuerto José Martí.

Estaba lloviendo fuertemente sobre Cuba, debido a una depresión atmosférica sobre el área de la península de Yucatán. Los últimos 45 minutos del vuelo de más de una hora parecieron interminables, con una sacudida tras otra. Cuando por fin llegamos, nadie nos esperaba y tampoco encontramos quién nos diera los visados. Tuvimos que aguardar en aquella pequeña, maltrecha y maloliente terminal de llegada, atestada de gente (nuestro vuelo coincidió con uno charter de Iberia con 250 españoles), por espacio de tres horas.

El mal tiempo hizo creer a los organizadores que se había suspendido nuestro vuelo. Se estaban desviando aviones hacia Camagüey, donde una comisión de recibo fue a esperar a los delegados. Mientras esperábamos por un funcionario que diera información sobre los visados, observados siempre por miembros uniformados del Ministerio del Interior ubicados en todas partes de la terminal aérea, me dediqué a estudiar el lugar. Plafones destruidos, dañados por la lluvia, paredes que no veían pinturas en años, divisiones artificiales de madera demandando a gritos reparación, rostros cansados de mujeres trapeando el piso con escobas deshilachadas y militares y paisanos por doquier, tropezando entre sí en aquel reducido salón.

Tras comprobar nuestra identidad nos hicieron abordar un autobús que nos trasladó a otro lugar vecino en el aeropuerto. ¡Qué diferencia! Era lo que allí se llamaba Salón de Protocolo, por donde pasaban los visitantes distinguidos. Con un simple vistazo podía darme perfecta cuenta de la igualdad en el tratamiento hacia los hombres de una revolución forjada para eliminar supuestamente las desigualdades sociales y étnicas y establecer una sociedad sin clases.

Lo que acortó la espera, ya más tolerable en este amplio salón con aire acondicionado donde servían café, daiquiri y batidos de frutas naturales, fue la partida del vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, en medio de aquel aguacero, y la llegada simultánea de un dominicano importante, Alfredo Ricart, secretario de la Organización Internacional del Azúcar (OIA), a quien el poderoso ministro de Comercio Exterior, Ricardo Cabrizas, había ido a despedir y a recibir aquella noche, próximo ya a la madrugada.

En el trato, Cabrizas era todo lo bueno y simpático que puede ser un cubano. Cuando nos vio dispuso inmediatamente todo para que se nos otorgaran los visados. Hizo un par de chistes, se interesó por algunos amigos dominicanos mutuos y nos deseó una buena estadía en La Habana. Nos veríamos al día siguiente porque, me recordó, estaba pendiente una discusión que se inició el año anterior en Maiceó, Brasil, con respecto a las ventajas de un sistema y otro, por las observaciones suyas a un comentario mío acerca de las “diferencias sustanciales” en las posiciones de fondo entre nuestros dos países, a pesar de las coincidencias aparentes en materia de intereses azucareros.

El viaje terminaría fortaleciendo mis convicciones democráticas. Si lo que pude ver en La Habana y lugares aledaños era cuanto podía enseñar una revolución al cabo de tres décadas de dominio totalitario, ella nada podía ofrecernos. Conmigo se necesitaban más que algunas estadísticas amañadas por la propaganda.

Cuando el avión de Cubana aterrizó en el aeropuerto de Ciudad México, días después, sentí como si pudiera respirar de nuevo. La sensación de amplitud a mi alrededor me dio entonces la seguridad de que la opresión interior que sentía en La Habana no era más que el producto de creerme observado por todas partes. 

(El autor es periodista y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Historia).

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En octubre de 1987, comprobé personalmente que en el “Paraíso del Proletariado” y de la sociedad “sin clases” que pretende ser Cuba, había lugares estrictamente reservados a la elite gobernante. En los hoteles principales se les prohibía la entrada a los trabajadores y a los ciudadanos comunes y corrientes.

En el Hotel Comodoro, del antiguo barrio Miramar, donde estuve hospedado durante varios días, solo se les permitía el ingreso a turistas y extranjeros. Las lujosas residencias del sector, que en el período pre-revolucionario habitaba la burguesía, y otras aún más fastuosas construidas bajo el nuevo orden, se destinaban para alojar a invitados especiales. Muchos dominicanos que visitaban La Habana como huéspedes oficiales del gobierno cubano habían gozado de sus comodidades, con sirvientes de servicio a su disposición las 24 horas y flamantes Mercedes Benz con choferes en las marquesinas, para cualquier imprevisto, diligencia o capricho personal.

La escasez que uno podía palpar en los recorridos por las calles del centro de la ciudad, deterioradas por el abandono, no se veía en cambio en las recepciones oficiales, donde las mesas se llenaban de manjares en abundancia exagerada. A las dos recepciones oficiales que asistí se sirvieron comida para cuatro veces la cantidad de invitados.

No podía uno ver en ellas a gente común con quien hablar libremente.  Los asistentes eran los mismos cubanos, funcionarios y delegados, que asistían en el día a las sesiones de trabajo.

Aquello del contacto de los dirigentes con el pueblo me pareció otro de los tantos mitos de la propaganda. La dirigencia vivía aislada de la gente de la calle, no se mezclaba con ella. A mi regreso a Santo Domingo, escribí  en mi columna diaria que la segregación de clases que había visto en La Habana era entonces, a treinta años del triunfo de la Revolución, más pronunciada que en cualquiera de las sociedades del hemisferio regidas entonces por gobiernos retrógrados y oligárquicos. Los delegados a la asamblea no fuimos hospedados en un hotel alejado del centro para facilitar nuestro acceso al Palacio de las Convenciones, donde los debates tenían lugar, sino para mantenernos alejados del público, de las intromisiones de cualquier impertinente.

Cuando me tomé la libertad de recorrer la ciudad en un taxi con un chofer oficial que tenía, según me dijo, un hijo en el Ministerio del Interior y otro en el Ejército, y decidí conocer el Habana Libre, antiguo Habana Hilton, en la calle 23, la más animada de la ciudad, me percaté enseguida que una reunión en ese sitio equivalía a exponer a los funcionarios y a los miembros de la elite gobernante a un contacto inconveniente.

Había allí muestras inequívocas de la prostitución y la homosexualidad que la Revolución no había desarraigado a pesar del éxodo del Mariel, “en el cual se fue toda la crápula existente”, según me dijera un funcionario, realidad aquella contra lo cual probablemente carecerían de respuestas en el caso de una pregunta inesperada de un intruso extranjero sorprendido, como era mi caso.

En la Cuba revolucionaria que conocí en 1987, había privilegios para una clase dirigente de los que se beneficiaban también los amigos externos del régimen. Las diferencias entre un ciudadano común y un miembro de la nomenclatura, el famoso aparato oficial que abarca desde los ministros y jefes del Partido hasta los funcionarios y dirigentes medios, los artistas, deportistas y la burocracia intermedia, que incluye también a los denominados “visitantes distinguidos”, eran demasiado notorias.

Fue en ocasión de un viaje con motivo de la asamblea anual del Grupo de Países Latinoamericanos y del Caribe Exportadores de Azúcar (GEPLACEA), celebrada en La Habana. Yo era el jefe de la delegación dominicana en mi condición de director ejecutivo del Instituto Azucarero.

Mi compañero de viaje Nicolás Casasnova y yo habíamos confrontado problemas con el visado que los cubanos prometieron colocar en México, donde llegamos un sábado en la tarde, con la necesidad de abordar el único vuelo hacia la isla del día siguiente para estar a tiempo en la ceremonia inaugural del lunes en la mañana. Un amigo influyente en América Latina—más si es en Cuba, México o República Dominicana—vale más que el dinero. Y Jesús González Gorecachar  (Chuchú), diputado al Congreso mexicano y dirigente destacado del Partido Revolucionario Institucional (PRI), quien se dirigía esa tarde con el mismo propósito a La Habana, despertó al embajador cubano de su plácida siesta dominical y después de una no muy larga espera, que en un tris colma nuestra paciencia, de Cuba dieron la aprobación  para que Aeroméxico nos permitiera abordar el avión, porque las visas estarían esperándonos en el aeropuerto José Martí.

Estaba lloviendo fuertemente sobre Cuba, debido a una depresión atmosférica sobre el área de la península de Yucatán. Los últimos 45 minutos del vuelo de más de una hora parecieron interminables, con una sacudida tras otra. Cuando por fin llegamos, nadie nos esperaba y tampoco encontramos quién nos diera los visados. Tuvimos que aguardar en aquella pequeña, maltrecha y maloliente terminal de llegada, atestada de gente (nuestro vuelo coincidió con uno charter de Iberia con 250 españoles), por espacio de tres horas.

El mal tiempo hizo creer a los organizadores que se había suspendido nuestro vuelo.  Se estaban desviando aviones hacia Camaguey, donde una comisión de recibo fue a esperar a los delegados. Mientras esperábamos por un funcionario que diera información sobre los visados, observados siempre por miembros uniformados del Ministerio del Interior  ubicados en todas partes de la terminal aérea, me dediqué a estudiar el lugar. Plafones destruidos, dañados por la lluvia, paredes que no veían pinturas en años, divisiones artificiales de madera demandando a gritos reparación, rostros cansados de mujeres trapeando el piso con escobas deshilachadas y militares y paisanos por doquier, tropezando entre sí en aquel reducido salón.

Tras comprobar nuestra identidad nos hicieron abordar un autobús que nos trasladó a otro lugar vecino en el aeropuerto. ¡Qué diferencia! Era lo que allí se llamaba Salón de Protocolo, por donde pasaban los visitantes distinguidos. Con un simple vistazo podía darme perfecta cuenta de la igualdad en el tratamiento hacia los hombres de una revolución forjada para eliminar supuestamente las desigualdades sociales y étnicas y establecer una sociedad sin clases.

Lo que acortó la espera, ya más tolerable en este amplio salón con aire acondicionado donde servían café, daiquiri y batidos de frutas naturales, fue la partida del vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, en medio de aquel aguacero, y la llegada simultánea de un dominicano importante, Alfredo Ricart, secretario de la Organización Internacional del Azúcar (OIA), a quien el poderoso ministro de Comercio Exterior, Ricardo Cabrizas, había ido a despedir y a recibir aquella noche, próximo ya a la madrugada.

En el trato, Cabrizas era todo lo bueno y simpático que puede ser un cubano. Cuando nos vio dispuso inmediatamente todo para que se nos otorgaran los visados. Hizo un par de chistes, se interesó por algunos  amigos dominicanos mutuos y nos deseó una buena estadía en La Habana. Nos veríamos al día siguiente porque, me recordó, estaba pendiente una discusión que se inició el año anterior en Maiceó, Brasil, con respecto a las ventajas de un sistema y otro, por las observaciones suyas a un comentario mío acerca de las “diferencias sustanciales” en las posiciones de fondo entre nuestros dos países, a pesar de las coincidencias aparentes en materia de intereses azucareros.

El viaje terminaría fortaleciendo mis convicciones democráticas. Si lo que pude ver en La Habana y lugares aledaños era cuanto podía enseñar una revolución al cabo de tres décadas de dominio totalitario, ella nada podía ofrecernos.  Conmigo se necesitaban más que algunas estadísticas amañadas por la propaganda.

Cuando el avión de Cubana aterrizó en el aeropuerto de Ciudad México, días después, sentí como si pudiera respirar de nuevo. La sensación de amplitud a mi alrededor me dio entonces la seguridad de que la opresión interior que sentía en La Habana no era más que el producto de creerme observado por todas partes.

(El autor es periodista y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Historia)

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