El juez español Baltasar Garzón es, probablemente, el más global de los magistrados de la Audiencia Nacional de España, no porque tenga más credenciales jurídicas que los demás, sino por la trascendencia de sus decisiones, algunas de las cuales rebasaron el ámbito del país ibero.

Una de esas decisiones allende las fronteras consiguió poner en arresto domiciliario en Reino Unido a uno de los seres humanos más despreciables que han vivido en este planeta. Me refiero al dictador chileno Augusto Pinochet.

Este sanguinario personaje de las cavernas—que por cierto e inexplicablemente, murió en su cama—fue arrestado en Gran Bretaña por diligencias de Garzón, al imputarle crímenes de lesa humanidad en ocasión de su larga y lúgubre “Caravana de la muerte”, que exterminó a cientos de opositores en Chile.

Aunque eran conocidas las atrocidades de Pinochet, el factor político prevaleció para que varios meses después el malvado fuera regresado a Chile, a pesar de que gobernaban en Reino Unido los laboristas y no los conservadores.

¿Qué sucedió luego con Garzón? Su popularidad le llevó a convertirse en un juez mediático y sobrepasar ciertos límites que le condujeron a la pérdida de su condición y a la inhabilitación por 10 años para desempeñar funciones judiciales.

Si bien en otra dimensión menos pretensiosa, otro juez, el brasileño Sergio Moro, está trillando el mismo camino que Garzón, y su populismo judicial eventualmente le conducirá al mismo destino que al español.

Ese talante, el señor Moro se ha creído que de verdad es un perdonavidas y ha enfilado sus cañones contra el expresidente Lula da Silva, y como ha denunciado el líder del Partido de los Trabajadores (PT), su intención es sacarlo de la carrera presidencial de 2018, a lo cual se resiste el antiguo dirigente sindical de izquierda.

La persecución del juez Moro se ha acentuado en la medida en que todas las encuestas vienen marcando a Lula puntero en todos los escenarios, incluyendo frente al propio Moro, a quien sectores de la derecha brasileña han incluido en las mediciones como un eventual candidato, a falta de una figura que pueda disputar al PT con alguna posibilidad.

La embestida contra Lula—algo similar ha sucedido en otros países en condiciones similares—evidencia que la lucha contra la corrupción es un traje que se acomoda a circunstancias propias para reventar liderazgos establecidos y para tratar de apuntalar pretensiones subyacentes en egos más o menos bien disimulados.
Y también sirven como plataforma a sectores que no alcanzarían el poder por vías del voto popular, caso Brasil donde la derecha sólo gobierna mediante la conspiración y la sedición adornada de “procesos institucionales”.

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