Cadencias y decadencias (2 de 2)

Disertación sobre “Artistas veganos”, dentro del Ciclo de Conferencias “Orgullo de mi Tierra”, auspiciado por el grupo empresarial González Cuesta con la finalidad de exaltar los valores y las usanzas regionales de la República Dominicana.&#823

Disertación sobre “Artistas veganos”, dentro del Ciclo de Conferencias “Orgullo de mi Tierra”, auspiciado por el grupo empresarial González Cuesta con la finalidad de exaltar los valores y las usanzas regionales de la República Dominicana. (Fórum Pedro Mir de la Librería Cuesta, 27 de julio del 2012)

Alrededor del año 1900, la benemérita sociedad La Progresista derribó su casa de mampostería e inició la construcción de un teatro basado en la planta y la fachada del teatro de la Comedia de París. El ingeniero Zoilo Hermógenes García, graduado profesionalmente en Francia, se encargó de la realización de la obra. En la ejecución material de los ornamentos y detalles de esta edificación participaron activamente don José Bosch Subirats, padre del Profesor Juan Bosch, y don Samuel Mendoza Ponce de León, tronco de una distinguida familia vegana. El teatro de La Progresista fue escenario, en la primera mitad del siglo XX, de numerosas representaciones teatrales, operáticas, musicales y de ballet clásico, a cargo de artistas y de grupos internacionales que llegaban al país a través del puerto de Sánchez, desde donde se trasladaban en ferrocarril a La Vega para sus presentaciones en tan noble ámbito. Luego de cumplir con el programa de funciones artísticas, estas compañías retornaban a su puerto de origen, sin visitar otras ciudades cercanas del Cibao como tampoco la capital del país.

Estas rápidas menciones tienen el propósito de transmitir a ustedes, acaso en lo esencial, una noción acerca de la determinación de progreso y de la pasión artística que estimuló a los veganos de la primera mitad del pasado siglo.

Hubo en La Vega, asimismo, quizás uno de los centros de enseñanza artística más preclaros de la historia del país. A su llegada de Europa en los años 30, el maestro Enrique García-Godoy fundó allí una academia en la que el joven Darío Suro, su sobrino, recibió de aquel maestro los primeros saberes y los recónditos impulsos iniciales de una vocación que lo llevó hasta la cúspide de la plástica nacional, junto a Jaime Colson, Gilberto Hernández Ortega y Paul Giudicelli. De aquella academia surgieron, junto a Darío, muy buenos pintores. Recuerdo a don Bolívar Berrido, a Violeta Espaillat Brache y a Elías Delgado Castro, mi tío paterno.

Las artes declamatorias, literatura y poesía, encontraron también una fértil heredad en La Vega de aquellos años. La tertulia de don Federico García-Godoy en el parque Duarte, en los primeros decenios del siglo XX, congregaba una élite de intelectuales como Manuel Ubaldo Gómez, Narciso Alberti Bosch, Manuel Casimiro de Moya, los sacerdotes Adolfo Alejandro Nouel y Armando Lamarche, un Juan Bosch adolescente, y visitantes ilustres como Fabio Fiallo y el poeta español Francisco Villaespesa.

Años más tarde (en 1937) surge en la ciudad la generación poética del grupo “Los Nuevos”, integrada, entre otros, por Darío y Rubens Suro, Luis Manuel Despradel, Alberto Rincón, Arturo Calventi, Mario Bobea Billini, Ramón Van Elder Espinal y Julio César Martínez. A “Los Nuevos” se incorporan, luego, oriundos de otras poblaciones, Manuel Sánchez Acosta (músico y compositor), Tulio Lora (poeta), Yoryi Morel (pintor), José Rijo y Francisco Domínguez Charro (poetas). Dentro de todos sobresale la voz de Rubens Suro, cuya lírica social lo caracteriza como uno de los más importantes rapsodas dominicanos de siempre.

El baile clásico, el ballet de las zapatillas de punta y del pas de deux, encontró en La Vega su mayor protectora: la profesora Rhina Espaillat Brache. Miss Rhina, quien nació en el 1901 y viajó extensamente por Europa y los Estados Unidos, formó parte del grupo de jóvenes que se reunía en Santo Domingo con don Pedro Henríquez Ureña, durante su breve estancia en el país como Superintendente de Educación de 1931 a 1933. Rhina, quien fue una suerte de tía-abuela nuestra, creó una escuela de ballet dentro de su Instituto Montessori. Recuerdo que allí se destacaron bailarinas como Aída Espaillat Franco y la muy recordada Eladia Rodríguez de Cuello, cuya descendencia ha constituido una notable dinastía de maestras y bailarinas de la danza clásica.

Con la fuerza que dimana de estos ejemplos he querido expresar tan sólo una idea, apenas la misma idea que formulé al principio de esta conversación. Digámoslo de nuevo: nací en un lugar, en un punto del espacio que ya no existe.

Cabrían entonces las preguntas: ¿Qué fue realmente La Vega de aquellos años y qué fuerzas la hicieron notablemente otra, radicalmente individual y distinta? ¿Dónde, digamos, residían sus potencias de sociedad progresista e ilustrada? ¿En qué lugar se esconden ahora los impulsos que fraguaron, en un pueblo de acaso seis o setecientas familias, el eco palpitante de una minúscula Atenas? ¿Cuáles serían los factores que ocasionaron el descenso, tal vez el ocaso, de ese espléndido brote de civilización que caracterizó a La Vega en la primera mitad del siglo XX?

Las respuestas a tales interrogantes no son sencillas, como tampoco parecerían agradables. Es larga y universalmente triste la historia de las decadencias. En nuestro caso, sin ir más lejos, podría pensarse en un cambio psicológico en los grupos sociales que fueron en aquel momento los forjadores de la cultura.
Posiblemente el poder y la energía fundadora se extinguen. Los hombres se cansan, pierden interés en la creación y dejan de valorarla. Están, digamos, desencantados. Su vida no es ya un esfuerzo hacia el ideal creador en beneficio de los demás. Se hace el vacío y otras materias, otras ideas y otros individuos llenan aquel hueco. El cometido social del arte desaparece, así, del mundo de las formas palpables; y a muy pocos les importará, entonces, su función pedagógica de registro, análisis y expansión de la realidad. El ministerio artístico ya no cumple con el oficio de modelador de la sensibilidad, como tampoco existirá la misión estética y ornamental de aquellos frutos del conocimiento y del ensueño.

En su circunstancia, los griegos imaginaron que el destino de la poesía era, en definitiva, la salvación del hombre. Proclamaban ellos: Orfeo nos enseña a luchar contra el homicidio; Museo, contra la enfermedad; Hesíodo, contra la perversa indolencia; Homero, contra la flaqueza y el temor.

Aunque más tarde, en la comedia Las Ranas, de Aristófanes, Dionisos recupera a Esquilo de las tinieblas del inframundo y le pide: “Salva a la ciudad con sanos consejos y educa a los necios, que son infinitos”.

No creo, de esta suerte, poder encontrar una mejor invocación que ésa, ni un mejor final para esta plática, antes de agradecer a todos ustedes su generosa paciencia al escuchar estoicamente estas ideas yermas y apenadas, al tolerar este montón de espejos rotos que son mis recuerdos.

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