Gabriel García Márquez: El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad

Vuelvo a  García Márquez y vuelvo a Monterrey, Nuevo León, México –el de los años sesenta- y a una de las etapas más felices de mi vida. Más de cien dominicanos  becados y no becados estudiaban en el entonces Instituto de Estudio Superiores&#82

Vuelvo a  García Márquez y vuelvo a Monterrey, Nuevo León, México –el de los años sesenta- y a una de las etapas más felices de mi vida. Más de cien dominicanos  becados y no becados estudiaban en el entonces Instituto de Estudio Superiores de Monterrey (ITESM). Era la mejor etapa de la juventud.

Hoy, el clan de Monterrey, los Dominicanos Exatec (como los bautizó Gil Mejía) está entrando en plena viejutud, saltando la barrera de los setenta, y un correo reciente de Francisco Villalba, el mismo que leerán a continuación, desató un avispero de inquietud y un proceso de angustiosa reflexión. Estamos pasando el Rubicón, pero no es hacia Roma donde nos dirigimos. Ninguno de mis compañeros se ríe cuando les digo que debemos prepararnos para abordar la barca de Caronte. Hay uno que le tiene terror a la palabra  y otro que disimula su terror argumentando que no le gusta mojarse los pies. Y otros que no le temen porque son amigos íntimos del cónsul Agripino y tienen visa para la eternidad. Algunos están tan ocupados que no piensan en eso. Pero la Parca hará lo suyo cuando se le antoje. Como dice Roa Bastos en “El otoño del Patriarca”, “La muerte no nos exige un día libre para morir.”

Según pasan los años

Nos hemos acostumbrado a no llamar a las cosas por sus nombres. Preferimos el eufemismo antes que la denominación correcta. Decimos “negociado” cuando debiéramos decir “robo” y “estafa”. Decimos “faltó a la verdad” cuando lo correcto sería decir “mintió”. Y preferimos hablar de “edad avanzada” o “tercera edad” cuando realmente tendríamos que hablar de “ancianidad” o “vejez”.
¿Por qué ese temor a la palabra “vejez”? ¿Por qué el ocultamiento de la edad se estima como una manifestación de coquetería? ¿Cuál es la razón del miedo a las arrugas, las canas o la calvicie? Somos una sociedad que le teme a la vejez.

El ideal de nuestro mundo es el hombre joven de músculos firmes, atlético y vigoroso. Todos los medios difunden esa imagen y toda la sociedad parece convencida de su pertinencia. Pero, sin darnos cuenta, estamos haciendo una regresión histórica y volvemos a las concepciones paganas -griegas y romanas- en que el hombre era fundamentalmente cuerpo y el ideal era el dios Apolo.

Cuando las empresas necesitan emplear buscan jóvenes de menos de 30 años, a los que, absurdamente, se les pide “experiencia”. Contra esta corriente ni siquiera las estadísticas, a las que somos tan afectos, han podido hacer nada. Es en vano que demuestren que un hombre mayor de 40 o 50 años es más cumplidor en su trabajo, falta menos, toma menos vacaciones, rinde en forma pareja, etc. Todo esto parece no tener importancia en una sociedad que ve con temor todo lo que signifique vejez.

El sabio Salomón decía hace tres mil años: “La hermosura de los ancianos es su vejez”. Seguramente la sentencia es incomprensible para hombres y mujeres del presente que intentan continuamente borrar todas las marcas del paso de los años en su cuerpo, aún a costa de lucir esas ridículas máscaras de pómulos como pelotas de tenis y ojos con la expresión de “yo no fui”, que suelen proporcionarles los cirujanos plásticos.

En el pasado el anciano era el que acumulaba la sabiduría y se constituía por derecho propio, en el consejero natural de cada comunidad. El anciano era la memoria colectiva decantada por la serenidad que otorgaba el tiempo vivido. Por eso las nuevas generaciones encontraban en ellos respuestas a los problemas de la vida.

El mundo presente ha privilegiado el mercado, la competencia y la productividad. Se busca el conocimiento, pero se desdeña la sabiduría.

Volvimos a dar vigencia a una despiadada sentencia de Cicerón que calificó a los ancianos como “superfluos”, justificando su desatino con el argumento de que consumían sin producir.

La ética judeo cristiana nos rescató de esa insensata forma de pensar, para hacer que en occidente se valorizara y respetara al anciano. Hoy, en este proceso de desacralización de todas las cosas, volvemos a reflotar los conceptos decadentes que habíamos desechado. Cuando vemos la forma en que se trata a los ancianos, las magras pensiones con que se los quiere sostener, la postergación constante de sus derechos, etc.-no podemos menos que espantarnos ante una sociedad enferma de canibalismo.

Todos, quien esto escribe y usted estimado lector, vamos inexorablemente hacia la vejez. Todos estamos, como decía Heráclito de Efeso, colocados en la corriente del río del tiempo. No solo ocupamos un lugar en el espacio, sino que nos deslizamos por esa otra dimensión inasible que contabilizamos con relojes y calendarios, pero que no podemos dominar.

En el pasado, con un sentido trascendente de la existencia, se miraba a la vejez como una etapa de realización plena. Hoy, frivolizados y empobrecidos por la óptica humanista, carentes de sensibilidad espiritual, sumidos en una visión intrascendente de la existencia, la vejez ha pasado a ser la antesala de la nada. Por eso asusta y se pretende conjurar de cualquier forma.

¿No sería más sensato recapacitar acerca del sentido que tiene la existencia y entender al hombre como un ser espiritual y trascendente? En ese rumbo encontraríamos la respuesta a un problema que ninguno puede sentir como ajeno.

Salvador Dellutri

Otras reflexiones sobre la vejez son motivo de reflexiones más  optimistas:
“Que buen pacto y que honrado sería por parte de todos. Si la vejez (la estoy viviendo en mi propia casa), fuese honrada consigo misma y con su soledad, llegaría a dejar de ser soledad, para convertirse en su mejor aliado y amigo. Parece ser que cuando se llega a la vejez, olvidamos que detrás nuestro, hay más vidas que deben seguir, igual que lo hicieron en su día, los que llegan a la vejez (a Dios gracias). Hay muchos que se están quedando en cunetas, en bombardeos y atentados, esos no tendrán oportunidad de saberse queridos, esperados e incluso solos algún día. La soledad creo yo, a veces es nuestra mejor aliada e incluso necesaria, pero para ello supongo, (como hacen García Márquez y tantos otros), habrá que pactar con ella y seguir disfrutando de lo ya vivido y de lo que aún nos ofrece la vida.”

 Gustav Siebenmann propone una variante que no deja de ser inquietante: 

Acerca de la soledad en García Márquez

“Ni siquiera el personaje principal, el coronel Aureliano Buendía, llega a comprender que ‘el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad’, porque es la voz del autor quien enuncia este comentario, y no el personaje (…) Acaso sea Amaranta quien ante la muerte realiza esa moderación de las expectativas y la templanza hacia sí misma (…) La ya inconmensurable comprensión de lo que es la soledad la lleva con tranquila disposición a aceptar el propio destino  ¿Nos hallamos ante una reminiscencia de Séneca? ¿O se trata acaso de esa sabiduría que sólo llega (y sólo tiene sentido) en la vejez?”

Gustav Siebenmann. “Fabulación sobre lo fabuloso. Acerca de Gabriel García Márquez”, en Ensayos de literatura hispanoamericana, Madrid: Taurus, 1988, p. 287.

Brice Echenique distingue entre dos formas de soledad, la masculina y la femenina, a las que atribuye características específicas:

Universo femenino o de nostalgia

“En la más famosa de las novelas hasta hoy escritas por Gabriel García Márquez, la soledad y la nostalgia son dos temas importantísimos, pero que actúan en forma diferente según se trate de los personajes masculinos o femeninos. En los hombres, la soledad y la nostalgia llegan de improviso con el amor, no así en el caso de las mujeres en que, sobre todo la soledad desempeña un papel mucho más complejo, un elemento constitutivo del juego (…) Los tipos de soledad entre los Buendía constituyen pues un sistema triangular bastante evidente.”

Alfredo Bryce Echenique. «Universo femenino o de nostalgia», en El Mundo, La Esfera, Madrid (18 julio 1992), p. 7.

Que “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad” es un pensamiento que me seduce, me alimenta y me acompaña.
Lo que importa, en fin de cuentas, no es la vida, sino la calidad de vida.

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