Hace un tiempo asistí a una reunión en la que otro invitado, quejándose de la mala reputación de la justicia, indicó que un cambio de administración nos daría oportunidad de superar esa “terrible deficiencia”, enviando a la cárcel a quienes el ojo escrutador de la opinión pública señale como autores de actos indecoros contra el patrimonio nacional. Por lo general esas reuniones son aburridas y sacan de concentración. Pero viniendo de un abogado, la observación me sacudió.
Me asusta que alcancemos un nivel de desconfianza tal en la independencia de los poderes, cuya única posibilidad de ganarle terreno a la corrupción consista en vulnerar el principio de independencia de los poderes. Sea el actual o el que le reemplace, en las elecciones de mayo, la responsabilidad del Gobierno es cuidar que los bienes públicos sean religiosamente guardados y de reunir las pruebas necesarias para llevar a la justicia a los responsables de violar las normas de un pulcro ejercicio de las funciones públicas. Determinar la culpabilidad final es una tarea de los tribunales. Son estos los que deben dictar las sentencias, sean de culpabilidad o de absolución.

Resultaría tan costoso como la impunidad misma, que un gobierno asuma el papel asignado por la Constitución al Poder Judicial. Por eso entiendo incorrecto enfrentar la corrupción, sentando precedentes que al final sólo lograrían quebrar la estabilidad democrática, debilitando aún más las bases que sostienen el sistema político bajo el cual vivimos. La responsabilidad del Ministerio Público, es decir del Gobierno, es entregar a la justicia un expediente lo suficientemente documentado para que esta haga la parte del trabajo que le concierne.

El peor de los caminos hacia la dictadura sería reconocerle a un gobierno tareas que corresponden a otro poder del Estado.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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