En nuestro país, es muy común escuchar a alguien decir que, “si fulano mejora es porque se va a morir” o “si duerme con la cara para la pared, es porque se está despidiendo”, son muchas las cosas que oímos sobre la hora de partir de una persona, pero es poco lo que se sabe al respecto.

Desde la época de Hipócrates los médicos consideraban que el alma permanece básicamente intacta mientras el cerebro se ve afectado por un mal funcionamiento físico o perturbaciones de la mente.

Hay varias hipótesis que intentan explicar qué sucede, pero ninguna de ellas ha sido probada hasta el momento.

Entre ellas están las oscilaciones normales en pacientes críticamente enfermos, una reacción química en el cuerpo que funciona como instinto de supervivencia.

Para los médicos, la idea de examinar a un paciente en su lecho de muerte y de este modo saber exactamente qué pasa con el cuerpo humano les causa fascinación, pero también entienden que esto afectaría su ética profesional.

Un galeno cuenta a elCaribe que es raro que un médico no haya tenido una experiencia como esta durante sus años de servicio, pero que no tienen una explicación del por qué esto sucede.

“Una explicación solo no las puede ofrecer un examen post mortem que nos brinde la información de cuál fue la posible causa de la muerte, que puede de ser desde una complicación aguda de la enfermedad por la cual estaba internado hasta una nueva entidad clínica que le afecte”, explica.

Manifiesta que muchas veces les ha dado el alta médica a pacientes y luego por cualquier causa fallecen en su hogar o hasta en la emergencia.

Para muchos especialistas esta mejora repentina no siempre ocurre en vísperas de la muerte.

En ocasiones, aquellas personas que se “recuperan” aprovechan esa energía para resolver algunos asuntos y dejar cada cosa en su lugar y de este modo no dejar cabos sueltos cuando ya no estén en este mundo.

Un hombre de 63 años que murió una semana después de “sanarse”

«Yo me siento bien, a mi no me duele nada, no sé porque se preocupan tanto»

Siempre recordaré a mi abuelo como un hombre fuerte y lleno de vida, ese “animo campeona, todo saldrá bien”, siempre estará ahí sin importar los años que pasen.

Cuando llegó la pandemia, decidimos traerlo a casa por su condición de diabético e hipertenso, para cuidarlo y que no se fuera a infectar con el coronavirus.

Lo que no sabíamos es que esos “mareos” que le daban y que pensábamos que era por las enfermedades ya mencionadas, eran algo más grave y no tan simple como lo veíamos.

A medida que fueron pasando los meses, su situación empeoró, se había puesto un poco más delgado y ya no era el hombre fortachón que había conocido cuando pequeña.

Una enfermedad silente lo estaba consumiendo poco a poco y no teníamos idea de que estaba pasando. Ni los médicos habían descubierto que era lo que estaba pasando con su sistema.

De marzo a noviembre, mi abuelo estaba totalmente irreconocible, se le olvidaban las cosas, caminaba arrastrando los pies y tuvo que empezar a usar un caminador.

La preocupación en mi hogar era tal que ya no sabíamos qué hacer.

Un día, una tos nos alertó de que posiblemente podía ser COVID-19, pero ¿cómo era posible? Si él no salía de mi casa. A pesar de que erra imposible un supuesto contagio, al no saber qué pasaba exactamente con su cuerpo, todo y nada nos llegaba a la mente.

El tiempo fue pasando y en diciembre, la historia estaba llegando a su final sin nosotros imaginarlo.

Una recaída hizo que tuviéramos que llevarlo al hospital, duró una semana interno, muchos estudios y aún no sabía exactamente qué era lo que tenía.

A la semana, una especie de milagro sucedió, mi abuelo empezó a hablar con coherencia, tenía ánimos para usar su teléfono móvil y le decía a todos que saldría de esta, que se volverían a ver.

Al otro día de salir de la clínica, dijo que tenía que ir a resolver unos pendientes, un amigo fue a la casa a buscarlo. Nos enojamos mucho porque no entendíamos como una persona con su condición podía pensar en salir y más como estaba la situación con el virus.

Cada día, tenía una salida nueva. El mismo amigo lo venía a buscar y se lo llevaba. Dejó de usar el andador porque sentía que podía caminar y hasta de casarse nuevamente hablaba.

Me contaba que quería tener una vida estable con una mujer que lo quisiera y que se quedaría con ella hasta que Dios lo mandara a buscar.

Esa semana se sintió eterna.

Un viernes, mi abuelo pidió una sopa de pescado con muchos víveres, y recuerdo como si fuera ahora, como se la comió, con el gusto que saboreaba cada cucharada como si fuera su último bocado, y lo fue.

Al otro día, tuvimos que llevarlo de emergencia, su mano había empezado a temblar descontroladamente, empezó a olvidar las cosas de nuevo y recuerdo como me apretaba la mano fuerte cuando estaba en su cama.

El domingo, fue trasladado a otro lugar, pidió un sacerdote y el lunes entró en un estado de coma.

Durante cuatro días no volvió a despertar hasta que un viernes, abrió nuevamente los ojos, yo creía que lo habíamos recuperado y empecé a rezar.

A los pocos minutos volvió a cerrar los ojos y ahí me di cuenta de que mi abuelo había fallecido.

Dios me dio la oportunidad de ser la última en verlo con vida, en estar ahí, en orar por él y en decirle lo mucho que lo quería.

Luego de varias semanas nos dimos cuenta de que esas diligencias que hacía todos los días, eran para dejar cada cosa en su lugar, incluyendo un plan funerario que tenía desde hace varios años

Mi abuelo siempre será recordado como el hombre fuerte, alegre y amoroso que siempre fue y que, en sus últimos días, cuando estaba lúcido, no dejaba de animarnos para que hiciéramos todo lo que teníamos pendiente.

En mi caso, uno de sus anhelos era que aprendiera a conducir y que me comprara un carro. Esa fue la última promesa que le hice. Hace pocos meses la cumplí.

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