Pandillas haitianas intentaron asaltar, hace unos meses, las instalaciones (propiedad de empresarios dominicanos) de una industria de zona franca situada en la línea fronteriza. Nuestro ejército debió intervenir para sofocar el propósito de gavillas que, vociferando, gesticulaban y exhibían una hostilidad y un odio similares al de 1791, cuando los haitianos instigados por Dutty Boukman (un oficiante de vodou de origen jamaiquino) quemaban las casas de las haciendas con las familias de raza blanca dentro de ellas. A la luz de la candela brillaban, en aquella hora lejana, los machetes ensangrentados, colorados y vengadores.

Si juzgamos por este reciente desafuero, la intención oculta, subyacente, parecería encaminada a justificar –acaso a urgir– el retorno de aquella comunidad a su tibio hábitat africano. Aunque penoso el reconocerlo, Haití parece sobrar en América, un continente que por más de dos siglos no contemplaba una escena tan primitiva y atroz como la ocurrida hace poco en nuestra línea fronteriza.

¿Qué ocurrió, entonces, con el vigoroso Haití, aquel airoso gobierno de esclavos manumisos, dueño de un poderoso aparato militar y de ciertos pujos imperiales, que fieramente ocupó nuestro suelo durante veintidós años? ¿Cuál fue la vicisitud de aquel pueblo, otrora pudiente y generoso, que a través de Alexandre Petión entregó a Simón Bolívar pertrechos militares, barcos y dinero para apoyar su lucha contra España?

Culpas del tiempo son, podrá decirse. Lo innegable es que Haití constituye hoy el pueblo más indigente de América y uno de los grupos humanos más desarticulados de todo el planeta. Setenta de cada cien haitianos son analfabetos y ocho de cada diez viven dentro del nicho de la pobreza absoluta. En su territorio apenas sobrevive un 2% de los bosques primarios. La explotación irracional de los suelos y la tala forestal han provocado el deterioro de sus cuencas hidrográficas. Las tierras agrícolas alcanzan a menos de tres tareas por habitante rural. Quince de cada cien niños haitianos mueren a los pocos días de nacer. Todo esto en un conglomerado carente de instituciones políticas y sociales.

Se ha repetido miles de veces: Haití es inviable como nación. Lo reconoce la comunidad americana de naciones; lo sabemos nosotros, sus vecinos; lo perciben, inclusive, los propios haitianos. Mucho menos aflicción nos causara el envilecimiento físico y social de la vida haitiana si esa epidemia se detuviera al oeste de nuestra precaria línea fronteriza. Si tal azote no transitara libremente por nuestras calles y avenidas, si los signos visibles de esa calamidad no se aposentaran en nuestras barriadas. Si acaso la desdicha haitiana no inficionara de modo tan bestial la vida y el ethos de la ya suficientemente postrada comunidad dominicana.

Es innegable que la realidad de Haití espanta al mundo civilizado. Como nave que extraviara las amarras, el triste pueblo de Toussaint L’Ouverture chapotea y da tumbos dentro de un inacabable pozo de miseria. Ahora, el colapso de los frágiles organismos de gobierno ha impedido deshacer la urdimbre que culminó en el asesinato del presidente Moise. Nada ni nadie, asimismo, es capaz de sujetar las pandillas armadas que asesinan, secuestran y extorsionan, a la luz del sol, en las esquinas de Puerto Príncipe. Un designio que también amenazó a las industrias dominicanas emplazadas en la frontera.

Parecería útil recordar que, tras algo más de un siglo de trágica vecindad, el destino marcó la separación efectiva (digamos, la disociación ontológica) de los dos pueblos asentados en la ínsula Hispaniola. Con todo, y al costado de aquella realidad ominosa, más de un millón de haitianos deambula hoy en territorio dominicano. Empresas de zona franca, grandes plantaciones cercanas a la frontera y construcciones diversas en nuestras principales ciudades facilitan millares de empleos a esa muchedumbre extraviada. Miles de madres haitianas alumbran en nuestros hospitales y millares de haitianos jóvenes estudian, con apacible familiaridad, en escuelas y universidades dominicanas.

Hemos desplegado, hasta el momento –solos, sin ayuda—, un esfuerzo desmedido para atenuar la penuria de aquella comunidad sin futuro. En una intensa oratoria ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente Luis Abinader reclamó la participación internacional en el salvamento haitiano. Las palabras del mandatario, con justeza, han vivificado una irrebatible noción: “No hay, ni habrá jamás una solución dominicana a la crisis de Haití”.

Lo cierto es que tampoco existe una obligación auténtica que fundamente, siquiera, lo que hoy hacemos en beneficio de un vecino, como lo demuestra la historia –y asimismo parece ratificarlo el presente–, hostil, salvaje y sanguinario. Así los hechos, y según palabras del mandatario dominicano, nos asiste pleno derecho para reclamar la solidaridad colectiva a favor de una Alianza Transnacional que proporcione el socorro humanitario –o acaso el regreso voluntario a su madre tierra– de un pueblo trastornado, ahora en los límites del abismo.

Dada la magnitud del trance, es imperativo que el diseño y la gestión de este pacto corran por cuenta de la Organización de Naciones Unidas. No existe otra posibilidad. Ninguna más.

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