Un adiós irónico, feroz y compasivo
Al punto en que se extingue en El Escorial la vida de Felipe II (el 13 de septiembre de 1598, hace 425 años), ‘Rey Prudente y Católico’, ‘Príncipe del Renacimiento’, algunos avispados lo anuncian: la decadencia está ahí…

Fernando de Aragón (imagen fiel del Príncipe, esbozada por Maquiavelo) ha fundado el Estado moderno y mercantilista. La Castilla de los Reyes Católicos conquista Granada, irrumpe en África y desenmascara el Nuevo Mundo. España tiene tesoros, tierras y una mano de obra servil. Aquella grandeza, no obstante, perdura escasamente un siglo.

En el ‘Guzmán de Alfarache’ (de 1599), Mateo Alemán expresa: “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”. Así, la moneda castellana naufraga a partir de 1625, la unidad ibérica en 1640 y la ‘famosa infantería’ en los bosques pantanosos del Rocroi de 1643. La plata de las Indias llega con más dificultad y es más cara. Con menos moneda buena para pagar las deudas, España crea una moneda mala para uso interno (vaciados en cobre, aquellos maravedíes circulan como un espurio dinero asustadizo).

Después de 1609, a la calamidad económica se añade el infortunio social: la expulsión de los ‘moriscos’. Residuo del moro vencido, convertido por la fuerza, mas no asimilado por la colectividad; carretero o tendero o campesino que vegeta en coto cerrado, servidumbre del gran señor de la Reconquista, el morisco deviene víctima propiciatoria en unos tiempos de tribulación. Falso cristiano, mala casta, espía, merodeador, traficante que acumula ducados: el moruno es un ser ‘demasiado prolífico’ a quien le es posible ‘vivir de la nada’, relata Cervantes en el ‘Coloquio de los perros’.

De esta suerte, la ‘decadencia’ avanza: exceso de manos muertas, plétora de limosnas y de vocaciones eclesiásticas, deforestación y aridez y descenso agrícola, vagabundeo y desprecio al trabajo, manía nobiliaria, flaqueza de los privilegiados y de los reyes, emigración y expulsiones.

La España de 1600, desvinculada de la realidad, prefiere soñar. Para vivir mejor, para enterrar en el olvido los desalojos y la peste bubónica, los españoles divagan. Las Indias son un espejismo y brota un huracán de literatura en el Madrid de Felipe III, ‘El Piadoso’ (1578-1621). Están ahí: el más excelso de los poetas ‘puros’: Góngora; el más grande de los novelistas ‘negros’: Mateo Alemán; la más feraz de todas las plumas: la de Lope. Y está Cervantes.

España es rica y es pobre; España se atiborra de banquetes, bien que se muere de hambre; España retiene un imperio, pero carece de hombres. El teólogo Martín González de Cellorigo lo apunta: “Y ansí rica es por serlo; haziendo dos contradictorias verdaderas en nuestra España, y en un mismo subjecto… No parece sino que se han querido reducir estos reynos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural”.

Esas palabras son del 1600 y en ellas se presagia la gran crisis de duda, la pasión por inquirir, la agonía y el sentimiento de inseguridad vital del español ante España; efusiones más tarde reclamadas por don Américo Castro y vueltas carne dolorida en Unamuno y los de la ‘Generación del 98’. Con otras palabras: en el memorial de Cellorigo nace el ‘irrealismo’ español. Y a ese ‘hombre encantado que vive fuera del orden natural’, Cervantes, en 1605, habrá de darle una dimensión y un sobrenombre inextinguibles.

La España de 1600 es una nación consumida por la historia. El vividor ocioso, el rentista arruinado, el bandolero seductor, el pordiosero y el holgazán recorren calles y caminos. Pero en aquella sociedad gastada, pobre, grotesca y afligida, surge como prodigio un libro de razón ilimitada y perenne: Don Quijote de la Mancha.

Un texto que acaso simbolizará el ademán de un adiós –irónico, feroz y compasivo– a la España feudal y devota, de fulgores y tinieblas, que junto a Felipe II ha expirado dentro de los pétreos y hechizados muros de El Escorial.

El ensueño sin límites

Con Don Quijote, España se encumbra hasta sí misma y reencuentra la ardiente religión del Campeador, la fe numinosa de Fray Luis… Don Quijote es la España infinita que, al escarbar en sí misma, combate por ideales muertos. La España eterna que, impasible, se entrega a la andanza descabellada y gloriosa.

Pero Don Quijote no es sólo un personaje de ficción literaria, sino muchas y más graves entidades: será un mito español, un ideal irónico, la silueta de una concepción del mundo, el origen de un adjetivo encomiástico o descalificativo, el último héroe y el primer antihéroe. Don Quijote es más un paradigma, un arquetipo, que un individuo. Quizás el novelista de Alcalá de Henares soñó a su criatura –al menos en un principio— como caricatura más jocosa que ilustrativa. Pero lo cierto es que ensanchó el mundo con una alegoría oscura y ambigua: con la representación de un anhelo.

Una cierta paráfrasis inspirada por el Romanticismo alemán del siglo XIX (principalmente por Herder, los hermanos Schlegel, Schelling y Hegel) interpretó al Quijote como enlazado con el espíritu caballeresco que aguijoneaba la épica española medieval (“La más profunda novela”, como escribió Hegel), y que, como tal, era expresión honrada del espíritu romántico y heroico de los españoles.

Desde esa traza, podríamos ver a Don Quijote como el sujeto valeroso, enfermo de alma, idealista heroico, sublime, fantástico, flaco y maltrecho, producto de ocho siglos de contiendas y de sueños exaltados. Y que, al representar uno de los personajes eternos de la historia humana, nos brinda el reflejo del mundo fabuloso que España creó, creándose al mismo tiempo. Don Quijote, ha dicho Ortega y Gasset, es “el vencido esencial”, el vencido sin remedio —ya desde su primera aventura—, tanto por el impulso fatal del destino, como también porque no podría vencer en sus quiméricas empresas sin dejar de ser lo que él es.

Pensemos, pues, que existe el Quijote de la literatura, el de Cervantes, pero que existe también el Quijote del espíritu, de lo eterno, de la supervivencia: el Quijote de la humanidad. Prometeo bizco, ineficaz, alucinado y sibilino, que no atina en sus culminaciones; justiciero espontáneo, sencillo, ascético, que nos permite imaginar a Cristo y a Platón a lomos de Rocinante. Simón Bolívar, el Libertador, tendría razón entonces al haber dicho: “En este mundo, los tres imbéciles más grandes hemos sido Jesucristo, Don Quijote y yo.”

En el extremo opuesto, Sancho, dice Unamuno, viene a ser la otra mitad de Don Quijote, como éste es la otra mitad de aquel. Ambos constituyen ejemplos persistentes del discernimiento de la vida. Uno, el soñador indomable, excelso, deslumbrado; el otro, el aldeano sensato, materialista y vulgar. Pero Sancho y Don Quijote devienen víctimas de una fusión rara y mordaz: el rudo escudero se hace de las locuras y fantasías del ideal quijotesco. El caballero andante, de su lado, asimila porciones del sentido común que le transmite su palurdo adarguero.

Lo cierto es que, a través de Sancho y Don Quijote, desde el espíritu de su pueblo, Cervantes mira en lontananza el alma de la humanidad entera.

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