Ensueños
La ingeniería española se asoma a nuestra historia en el instante mismo en que zarpan de Moguer los tres navíos, cuando aún están calientes los céfiros del Mare Nostrum. En aquel inicio, la encomienda es de marchar al océano y regresar. Descifrar los enigmas de la brisa y las corrientes. Viento de popa y velas cuadradas, con soplos del suroeste para la ida; viento de popa y velas cuadradas, con soplos del noreste para el retorno.

Será preciso, más tarde, dominar el espacio. Hollar el suelo y levantar paredes y fortines, traer el agua dulce y retirar los despojos. Adecuar el espacio habitable constituirá el próximo paso. Caseríos y senderos de tierra, techos para pugnar contra el clima, muros de resguardo contra la fiereza del indígena y templos que refrenden la cristiandad en el mundo flamante.

Antes de hacerse a la mar, el Almirante ha visto el mapa con la ruta secreta de Paolo del Pozzo Toscanelli. Atraviesa entonces el mar de lodo en que Platón ha disuelto la Atlántida. En su alucinada cabeza de judío genovés bailotean la literatura caballeresca y el mundo de las siete esferas transparentes. Por Marco Polo ha sabido de hombres con un solo ojo y nariz de perro. Leyó a Pierre d’Ailly y su Imago Mundi está anotado ochocientas noventa y ocho veces, de puño y letra. Han transcurrido diez semanas y, de repente, asoman los indicios del Paraíso Terrenal.

El encuentro

El grito viene de La Pinta. Son las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre de 1492. Un marinero divisa el horizonte inmóvil. Sólo distinguen figuras embadurnadas de negro y bermellón. Al cerrar el diario ese día, el Almirante escribe: “Ninguna bestia, de ninguna manera ‘vide’, salvo papagayos”. Ahora está frente a Guanahaní, el islote de las iguanas.

La carabela Santa María, nao capitana de la expedición, naufraga el 24 de diciembre de 1492 en la costa norte de aquel territorio aún sin apelativo. El Almirante decide levantar, con los restos de la nave, una fortificación de defensa contra los indígenas. La tripulación excava trincheras, en donde instalan casetas de madera y una garita protegida. Esta obra, la primera que se alzara en el territorio recién descubierto, la bautizan como Fuerte de la Navidad. Dirá el Almirante a Luis de Santángel y a Gabriel Sánchez: “Como me apoderé de un trozo de ella, y sea Isla no digna de desprecio, a pesar de haber tomado posesión solemne de todas las demás…, Tomé, no obstante, en sitio mas proporcionado, como de mas ventaja y de mas comercio, posesión especial de una ciudad grande, a la que puse nombre de Natividad del Señor, y mandé al punto edificar un alcázar o fortaleza, que ya debe estar concluida, en la que dejado cuantos hombres se me han parecido necesarios…”

Treinta y nueve de los marineros varados por el naufragio de la Santa María quedarán aquí, expuestos al avatar de la naturaleza y de lo incierto. La ingeniería española, en este trance inaugural, despliega una ingenua y apremiada incursión en el espacio recién tocado.

El 27 de noviembre de 1493, en su segundo viaje, el Almirante encuentra las ruinas calcinadas del Fuerte de la Navidad y los despojos del grupo de marineros a cargo de su custodia. El poderoso cacique Caonabo, un indígena taíno de origen caribe, ha consumado el estrago.

El 2 de enero de 1494, cerca de la desembocadura del río Bahabonico, a unos 100 kilómetros en línea recta al este del fortín destruido, el Almirante crea la primera villa cristiana amurallada en ese territorio para Europa revelado.

Alguien relata: “Un buen puerto, aunque descubierto para el viento noroeste, pero para lo demás bueno, donde acordó saltar en tierra, en un pueblo de indios, que allí había… determinó de poblar allí e así mandó luego desembarcar toda la gente que venía muy cansada y fatigada y los caballos muy perdidos, bastimentos y todas las otras cosas de la armada, lo cual todo mandó poner en un llano, que estaba junto a una peña bien aparejada para edificar en ella su fortaleza”.

Don Cristóbal bautiza el poblado con el nombre de Isabela, en tributo a la Reina Isabel I de Castilla. El 6 de enero de 1494, el delegado apostólico Fray Bernardo Boil celebra aquí la primera misa del mundo nuevo.

La Isabela, la Concepción de la Vega, Santiago de los Caballeros y la villa del Bonao son los poblados primitivos, levantados tras el arribo de la expedición colombina. La Concepción de La Vega, fundado en 1495 por el propio Almirante en tierras del cacique Guarionex, floreció como un importante caserío, con fortificación, viviendas, acueducto, iglesia y una fundición de metales. En esa capilla pronuncia Fray Bartolomé de las Casas su Misa Nueva al ordenarse sacerdote. El terremoto de 1562 (que también destruye el poblado de Santiago de los Caballeros) echa por tierra las edificaciones de este asiento originario.

Santo Domingo de Guzmán

Bartolomé Colón erige en 1497, con el nombre de Nueva Isabela, el más importante de los asentamientos iniciales en La Española. Pero un huracán en 1502 hace trizas las casuchas de paja y argamasa edificadas en el lado oriental del río Ozama por el hermano menor del Almirante. Frey Nicolás de Ovando, comendador mayor de la Orden Militar de Alcántara, quien arriba como gobernador de la isla el mismo año del siniestro, ordena la reconstrucción del poblado al otro lado del río. Ahora con casas de piedra y un nombre distinto: Santo Domingo de Guzmán.

Y ha de ser éste el solar en que España edifica la primera ciudad del Nuevo Mundo: el recinto amurallado que acoge la Catedral Primada, la primera Fortaleza, el primer Monasterio, el primer Alcázar, el primer Hospital, la primera Universidad y la más antigua Corte de Leyes del ámbito recién descubierto.

Nicolás de Ovando permanece durante siete años en la isla (1502-1509). En ese período organiza una ciudad de, poco más o menos, un kilómetro cuadrado, con planta ortogonal y calles rectilíneas, dotada de un sistema de alcantarillado pluvial que, algo más de cinco siglos después, cumple todavía su cometido. Admirado como uno de los grandes gestores del período colonial americano, Ovando erige también un puñado de monumentos y edificaciones con diseños inspirados en el gótico tardío de influencia renacentista. Iglesias, conventos, monasterios, casonas y fortines realizados por el Comendador de la orden de Alcántara: garbosos todavía –gran parte de ellos– en aquel otrora dominio colonial.

La ingeniería española trazaba las calles “a cordel” y armaba cuadrículas como en una ciudad romana. El plano de Nicolás de Ovando traía la escala del manual militar: dos a tres como regla de latitud a longitud en el terreno habitable. Al mundo nuevo asomaba el ardor imperial de Isabel y Fernando. Y el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo, en el ‘Sumario de la Natural y General Historia de las Indias’ de 1526, lo dice con verbo encendido: “De Santo Domingo más particularmente hablando, digo que cuanto a los edificios, ningún pueblo de España, tanto por tanto, aunque sea Barcelona, la cual yo he muy bien visto numerosas veces, le hace ventaja generalmente… El asiento mucho mejor que el de Barcelona, porque las calles son tanto y más llanas y mucho más anchas y sin comparación más derechas; porque como se ha fundado en nuestros tiempos… fue trazada con regla y compás y a una medida las calles todas, en lo cual tienen mucha ventaja a todas las poblaciones que he visto”.

Días oscuros

Entre los años intermedios del siglo XVI y la segunda mitad del siglo XVII, una suma de adversas ocurrencias contribuye al declive de la colonia española de Santo Domingo. El agotamiento de las minas de oro, las Encomiendas de indios, el descenso de la población española, los Corsarios y el contrabando en el Caribe, las despoblaciones ordenadas por el Gobernador Antonio Osorio, los Bucaneros y Filibusteros, y (como apunta el historiador Frank Moya Pons) “la marginación de Santo Domingo de las rutas oceánicas al perder su importancia económica y al ser sustituido estratégicamente por Cuba y Puerto Rico como los puntos claves de la defensa española del Caribe”.

Un interludio de progreso, empero, habrá reanimado someramente la vida colonial en Santo Domingo durante el reinado de Carlos III, un hijo de Felipe V con Isabel de Farnesio que gobernó España de 1759 a 1788. El mandato de Carlos III aparece como un periodo de raro equilibrio y, por tanto, de excepcional esplendor, que se manifiesta tanto en la racionalización administrativa como en la expansión territorial: así en el desarrollo económico como en el auge del pensamiento, la ciencia, la literatura, la arquitectura, el urbanismo, las artes plásticas y la creación musical. Un equilibrio fugaz, empero, que habría de sucumbir a causa de su propio éxito, ya que las élites criollas habían alcanzado la madurez y la conciencia suficientes como para reclamar para sí la América, es decir su verdadera patria. Más tarde, la Revolución Francesa (1779), el alzamiento de esclavos (1791) y el Tratado de Basilea (1795) cerrarán el capítulo inaugural de la presencia española dentro del primer territorio que pisara Europa en el continente recién emergido.

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