En los albores del siglo XIX, cuando los imperios se desmoronaban como castillos de arena y las ideas de la Ilustración cruzaban el Atlántico con la arrogancia de quien se sabe heredero de una nueva fe, América —esa palabra que no define un territorio sino una promesa— comenzó su largo, tumultuoso y contradictorio camino hacia la independencia. Fue una empresa heroica y trágica, empujada por hombres que, en nombre de la libertad, levantaron ejércitos, cruzaron cordilleras, derramaron sangre. Y que, a menudo, fueron devorados por el monstruo que crearon.
La independencia, esa bella palabra
Los primeros en romper las cadenas no fueron los criollos ilustrados de Caracas o Buenos Aires, sino los esclavos de Haití. En 1804, después de una guerra espantosa, fundaron la primera república negra libre del mundo. Louverture, Dessalines… nombres que no suelen figurar en los libros que escribieron las élites blancas del continente, tal vez porque recordaban que la libertad no es siempre un asunto de buenos modales ni proclamas retóricas, sino de insurrección, machete en mano y cuerpo mutilado.
Después vinieron los nombres célebres, esos que adornan avenidas, plazas, estatuas ecuestres: Simón Bolívar, José de San Martín, Miguel Hidalgo, Morelos, Sucre, O’Higgins, Artigas. En el norte y en el sur, los virreinatos se agrietaban. El orden imperial, corroído por las guerras napoleónicas y la codicia de los burócratas peninsulares, se derrumbaba. Los criollos (ricos, ilustrados, impacientes) vieron su oportunidad. Querían autonomía, sí, pero también conservar el poder. Libertad, pero sin igualdad. República, pero sin indios ni negros en la asamblea.
El drama se desató: San Martín cruzó los Andes con una hazaña que parece novela, liberó Chile y fue a Perú. Bolívar, ese Quijote trágico, venció en Boyacá, en Carabobo, soñó una Gran Colombia que se disolvió como agua entre los dedos. En México, Hidalgo y Morelos alzaron la voz por los pobres y los marginados, pero fueron decapitados. La independencia llegó, finalmente, por obra de un militar pragmático: Iturbide, que se hizo emperador y terminó fusilado por sus propios compatriotas.
De la victoria a la desilusión
El precio de la emancipación fue alto. Pueblos arrasados, economías deshechas, analfabetismo endémico. La libertad proclamada en los congresos de Tucumán o Angostura no se tradujo en un orden nuevo, sino en un desorden fértil para el caudillismo. Surgieron los hombres fuertes: Rosas, Santa Anna, Páez, Carrera. Gobernaban con sable y con látigo. Decían amar la patria mientras la vendían, la troceaban, la humillaban.
Las nuevas repúblicas —como tantas veces Vargas Llosa ha narrado— no fueron el triunfo de la razón ilustrada, sino una prolongación disfrazada del despotismo colonial. Una clase dominante sustituyó a otra, conservando intacta la estructura de privilegios. El indio siguió siendo bestia de carga; el negro, un fantasma sin voz; el mestizo, sospechoso por naturaleza. El sufragio era restringido; la justicia, decorativa; y la república, un teatro donde los mismos actores cambiaban de uniforme.
El espejo del norte
Mientras América Latina se desangraba en guerras civiles y pactos espurios, los Estados Unidos vivían su propio bautismo de fuego. Habían ganado la independencia casi un siglo antes, pero la contradicción de su historia —libertad y esclavitud— estalló en 1861 en una guerra brutal. El Norte industrial y abolicionista se enfrentó al Sur esclavista. La Guerra de Secesión fue una carnicería, sí, pero también un punto de inflexión: al final, ganó la unidad y se abolió la esclavitud.
El contraste con América Latina no puede ser más elocuente. Mientras en el sur del continente las repúblicas se disgregaban, en el norte surgía una nación moderna. Es cierto que no todo fue progreso: el racismo persistió, la segregación se institucionalizó, y los derechos civiles tardaron un siglo más en llegar. Pero allí, a diferencia de nuestros países, el Estado se consolidó. El capitalismo floreció, la ciencia se promovió, la educación se convirtió en política de Estado.
El fantasma autoritario: una maldición repetida
Y mientras el siglo XX avanzaba con sus guerras mundiales y su bipolaridad ideológica, América Latina seguía tropezando con la misma piedra: el poder absoluto. La tentación del caudillo salvador, del redentor de uniforme, del tribuno que promete pan, justicia y dignidad… para luego sembrar miedo, hambre y servidumbre.
En Cuba, la revolución de 1959 deslumbró al mundo: barbudos en la Sierra Maestra, alfabetización masiva, dignidad frente al imperio. Pero la promesa se volvió dogma, y el dogma, represión. Un régimen de partido único, sin libertad de prensa, sin elecciones, con presos políticos y delaciones cotidianas. La revolución devoró su espíritu, y hoy es una triste caricatura de sí misma.
En Venezuela, Hugo Chávez sedujo a millones con su verbo ardiente y su cruzada contra la oligarquía. Pero el bolivarianismo, en lugar de liberar, sofocó. Bajo Nicolás Maduro, el país se convirtió en una distopía: inflación demencial, éxodo bíblico, represión de estudiantes, elecciones amañadas, violencia como norma. El petróleo, que pudo financiar el desarrollo, terminó en manos de una casta corrupta.
Y en Nicaragua, donde alguna vez un poeta (Ernesto Cardenal) soñó una república socialista y tierna, el sandinismo derivó en una dictadura grotesca. Daniel Ortega, que luchó contra Somoza, se convirtió en Somoza: reprime, encarcela, perpetúa su poder con pactos vergonzosos. Hasta la Iglesia calla o huye.
Estas derivas autoritarias no son anomalías. Son síntomas de una enfermedad crónica: instituciones débiles, educación precaria, ciudadanía pasiva o humillada. Vargas Llosa, en tantas novelas y ensayos, ha denunciado esa pasión triste del latinoamericano por delegar su destino a un padre severo que lo proteja y lo castigue al mismo tiempo.
El futuro que asoma: 2050
Y sin embargo, hay luces. Hay países que han avanzado: Chile, pese a sus crisis, logró una modernización notable. Uruguay ha consolidado una democracia estable. Colombia, tras décadas de conflicto, intenta una paz duradera. México, con sus contradicciones, posee una vitalidad cultural y económica innegable. Y Brasil, pese a su caos, sigue siendo una potencia viable.
La juventud latinoamericana ya no cree en los mesías. Sale a las calles, exige derechos, cuestiona lo heredado. Las mujeres, los pueblos indígenas, los ambientalistas, los nuevos movimientos cívicos están creando una ciudadanía distinta. Si esa energía se traduce en reformas estructurales —educativas, judiciales, fiscales—, es posible que el 2050 no sea un déjà-vu del pasado, sino un punto de inflexión real.
Pero para eso hará falta algo que aún escasea: cultura democrática. Una educación que forme ciudadanos libres, no súbditos. Una economía que distribuya sin destruir. Y una política que no prometa el paraíso, sino que administre con decencia este mundo imperfecto.
Epílogo: la república pendiente
La historia de América es la historia de una república que aún no se funda del todo. Tuvimos independencia, pero no emancipación. Tuvimos constituciones, pero no justicia. Tuvimos elecciones, pero no democracia profunda.
La tarea es ardua, pero no imposible. Porque si algo enseña la literatura es que el ser humano puede elegir. Puede resistir, puede cambiar, puede negarse a obedecer. Puede, en suma, ser libre de verdad.
Y tal vez, si esa libertad deja de ser un eslogan y se convierte en una práctica cotidiana, entonces América —esa palabra maltratada y gloriosa— merezca al fin su nombre.