La Ciudad-Estado griega (la polis) se organiza en torno a la jerarquía del diálogo entre hombres. Como no sea la vida pública, ninguna otra forma de existencia es importante a los ojos masculinos. En contraste, las mujeres libres y honorables permanecen en el gineceo, y sólo dejan el hogar para asistir a un rito religioso, a una festividad o acaso a una diligencia personal. La hembra está excluida de la vida cívica e intelectual. Hasta los papeles femeninos en el teatro son representados por varones.

La moral masculina es una deontología cívica, un convenio ciudadano. La mujer, al contrario, pertenece al mundo privado. No se rige ella por la “ley del día” o la del ágora. La mujer obedece tan sólo a la “ley de la sombra”: al código de la familia. El matrimonio se decide entre los padres y raras veces la novia está presente en la ceremonia de compromiso. En las orillas de la sociedad existen mujeres descocadas, si bien son de escasa importancia las relaciones de los hombres con estos seres marginales.

La moral clásica griega es de acento colectivo. “El principio espiritual de los griegos no es el individualismo, sino el humanismo”, señala Jaeger en su Paideia. También es humanista la idea griega del amor. Allí no hay morada para el amor individual. Se ama el amor en tanto valor absoluto. Lo único valioso son “las alas que el amor otorga al alma cuando se separa de la baja y fría sensualidad”.

Los filósofos helénicos teorizan acerca de la inferioridad femenina. Aristóteles define la mujer como un “macho inválido” que ha sufrido un accidente en el período de gestación. “El amor es un anhelo de engendrar en la belleza”, ha dicho Platón. Pero la idea griega de “belleza” está cerca de lo que hoy entendemos por “perfección”. El silogismo es evidente: sólo el varón contiene la “perfección”; ergo: únicamente el varón resulta digno de amor.

De ahí que el amor griego de la época clásica sea una adhesión entre muchachos, o acaso entre adultos y adolescentes en la “edad divina”. Y aunque el pueblo griego, en general, estimaba la belleza femenina, los más eminentes ciudadanos no disimulaban su preferencia sexual hacia los varones.

Los grandes pensadores, los filósofos y los hombres de fama (Solón, Sófocles, Alcibíades, Sócrates y, acaso, Platón antes de condenar esta práctica en su último libro) tenían sus jóvenes amantes, algo admitido y respetado socialmente. Allí se concebía que el maestro (con el papel activo, masculino) enseñara y quisiera al alumno (en el papel pasivo, intersexual). El deseo y el apetito carnal estaban íntimamente asociados a la inclinación pedagógica y a la emoción estética.

En el Banquete, Platón afirma: “Para el joven no hay felicidad mayor que un hombre valiente que le quiera, y para el hombre no hay felicidad mayor que un efebo valiente de quien esté enamorado”. Más adelante confiesa que tales relaciones “provocarían vergüenza si sirviesen a otro fin que no fuera el cariño casto a lo espiritual y bello”.

Aristóteles, más realista, considera que las uniones con efebos provocan una simple satisfacción sexual, a la vez que son efectivas para evitar el exceso de población. Platón, en cambio, las justifica tan sólo por su pureza, pulcritud y espiritualidad.

En el extremo opuesto habría de situarse al gran Pericles, a quien consideraban como un caprichoso, un excéntrico, al preferir la compañía, la conversación y las caricias de Aspasia de Mileto, su amante y confidente.

En la cima de la civilización griega, en la aristocracia, se consolida una homosexualidad de naturaleza cultural, ajena a cualquier tipo de trastorno fisiológico o emocional. Los hombres maduros se reúnen en el gimnasio (gymnos quiere decir desnudo) para mirar la “desnudez deportiva” de los atletas y, muchas veces, elegir compañero de habitación.

En tanto ideal amoroso, la atracción entre varones se instala durante un período relativamente definido de la vida griega. Acaso desde el siglo VII a.C. hasta alcanzar los decenios finales del siglo IV a.C.; con mayor énfasis a lo largo del siglo V a.C. (el Siglo de Pericles), después de las victorias de Maratón y Salamina.

Hay pocas referencias a este hábito en Homero (siglo VIII a.C.), fuera de la amistad amorosa (erotiké) desarrollada entre Aquiles y Patroclo. Ya en las décadas medias del siglo IV a.C., los grandes artistas aprecian con mayor ardor la belleza femenina. Praxíteles multiplica sus estatuas de Afrodita y, del mismo modo, en la cerámica de esos años son más frecuentes el desnudo femenino y las escenas de familia. Dado que casi surge y desaparece junto a ella, habría que entender el erotismo de la Grecia clásica a manera de fruto cultural de la polis.

El dominio de Alejandro Magno, la instauración de regímenes autoritarios y, al final, la dominación del imperio romano fomentarán los valores de la vida privada, la familia y la mujer: su centro ineludible. La homosexualidad griega, entendida como ideal erótico aristocrático, prácticamente se extingue en el siglo III a.C.

Pero Aristóteles, el poderoso Estagirita, ha dicho que la mujer es un macho deteriorado –un mass occasionatum–, y hasta el siglo XIII todos murmuran y acatan esa frase desoladora. Los corazones feudales están turbados de obediencia (o de pavor) ante lo divino. Tan sólo el mundo heroico de los caballeros armados –el desafiante universo ceremonial de Amadís de Gaula y Tirant lo Blanc– será capaz de burlar la prescripción aristotélica y plegarse a la pasión de “muchachas tan blancas que se ve correr el vino por su garganta”.

Aristóteles desapareció hace algo más de veintitrés siglos y el tiempo ha desgastado sus palabras ultrajantes. Es obvio que el griego no conoció a Golda Meier, a Benazir Butto ni a Angela Merkel. El arbitrio femenino rige hoy en la fábrica, en el arte, en la oficina, en la política. Toda la mitología masculina de nuestra época cabecea entre la voluntad de la mujer-sujeto y el paroxismo por la mujer-objeto. Nos bamboleamos de la sesera de Simone de Beauvoir a las ancas inextinguibles de Marilyn, de la tirante energía de la señora Tatcher a la lascivia tersa de Madonna, de la impasible potestad de Hillary a los belfos turbadores de Angelina Jolie…

Aristóteles erraba. La mujer no es un macho averiado o inconcluso. De un modo u otro, Freud lo demostró. El gran Pericles, felizmente, no pasaría hoy por un atolondrado. En nuestro mundo ha germinado la simiente de su Aspasia. Y nada, de verdad, se me ocurre como más placentero.

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