Antes de conocer la carta ‘Mundus Novus’ de Américo Vespucio, ningún europeo lograba intuir la felicidad como privilegio inherente a la condición humana. Puesto que la Iglesia enseñaba, desde muchos siglos atrás, que la existencia era un interminable valle de lágrimas, y que toda la felicidad posible –seguramente la única posible– residía en el otro mundo.

Américo era hombre joven, perspicaz e ilustrado, y en su cabeza no rondaban aflicciones. Conocía los clásicos griegos y latinos, tanto como la poesía de Dante y los cuentos de Bocaccio. El Renacimiento y Vespucio no rastreaban caminos nuevos hacia el Cipango. Poco importaban entonces los unicornios o esos hombres con nariz de perro descritos por Marco Polo en ‘Il Millione’.

En aquella misiva (fechada el 18 de julio de 1500 y dirigida desde Sevilla a Lorenzo di Pierfrancesco de Médici, en Florencia) Américo habla de un lugar donde existen individuos diferentes a los europeos; seres que viven en paz, que no tienen armas ni conocen la propiedad privada, que se aman entre sí y son felices. La carta ‘Mundus Novus’, y otras cinco epístolas menores de Vespucio, se traducen a diferentes idiomas y provocan una revolución intelectual en el Viejo Mundo.

De esta suerte, Martín Waldseemüller, un cartógrafo y clérigo alemán que preparaba en 1507 una nueva edición de la antigua cosmografía de Ptolomeo, bautizará el nuevo continente y sobre el mapamundi grabará las siete letras insólitas: América.

Más tarde, Tomás Moro (entonces Canciller de Enrique VIII), persuadido por el relato de Vespucio, publica en 1516 un pequeño volumen, ‘Utopía’: el libro más revolucionario que en cualquier época haya creado Europa. Dado que este ensueño de Moro preludia las magnas fantasías de Jean-Jacques Rousseau y Carlos Marx, Germán Arciniegas lo llamará el “Incunable del comunismo”.

Las frases de Américo Vespucio poseen aún, como en aquellos días retornantes, la virtud de transmitir su asombro iluminado ante el espectáculo del Mundo Nuevo. Acaso el fulgor capaz de deshacer una tiniebla de mil años.

Fragmentos de la carta ‘Mundus Novus’ de Américo Vespucio

Vuestra Magnificencia sabrá cómo por comisión de la Alteza de estos Reyes de España partí con dos carabelas a 18 de mayo de 1499, para ir a descubrir hacia la parte del occidente por la vía del mar Océano; y tomé mi camino a lo largo de la costa de África, tanto que navegué a las islas Afortunadas, que hoy se llaman las islas de Canaria; y después de haberme abastecido de todas las cosas necesarias, hechas nuestras oraciones y plegarias, nos hicimos a la vela de una isla, que se llama la Gomera, y pusimos proa hacia el lebeche, y navegamos 24 días con viento fresco, sin ver tierra ninguna, y al cabo de 24 días avistamos tierra, y encontramos haber navegado al pie de 1300 leguas desde la ciudad de Cádiz.

(…) Y avistada la tierra, dimos gracias a Dios, y echamos al agua los botes, y con 16 hombres fuimos a tierra, y la encontramos tan llena de árboles, que era cosa maravillosa no sólo su tamaño, sino su verdor, que nunca pierden las hojas; y por el olor suave que salía de ellos, que son todos aromáticos, daban tanto deleite al olfato, que nos producía gran placer.

(…) Y andando con los botes a lo largo de la tierra para ver si encontrábamos disposición para saltar a tierra, y como era tierra baja, trabajamos todo el día hasta la noche, y en ninguna ocasión encontramos camino ni facilidad para entrar tierra adentro, porque no solamente nos lo impedía la tierra baja, sino la espesura de los árboles; de modo que acordamos volver a los navíos e ir a tentar la tierra en otra parte.

(…) Lo que aquí vi fue que vimos una infinitísima cosa de pájaros de diversas formas y colores, y tantos papagayos, y de tan diversas suertes, que era maravilla: algunos colorados como grana, otros verdes y colorados y limonados, y otros todos verdes, y otros negros y encarnados; y el canto de los otros pájaros que estaban en los árboles, era cosa tan suave y de tanta melodía que nos ocurrió muchas veces quedarnos parados por su dulzura. Los árboles son de tanta belleza y de tanta suavidad que pensábamos estar en el Paraíso Terrenal, y ninguno de aquellos árboles ni sus frutas se parecían a los nuestros de estas partes. Por el río vimos muchas especies de pescados y de diversos aspectos.

(…) Después que dirigimos nuestra navegación hacia el septentrión, la primera tierra que encontramos habitada fue una isla, que distaba 10 grados de la línea equinoccial, y cuando estuvimos cerca de ella, vimos mucha gente en la orilla del mar, que nos estaba mirando como cosa de maravilla; y surgimos junto a la tierra obra de una milla, y equipamos los botes, y fuimos a tierra 22 hombres bien armados; y la gente como nos vio saltar a tierra, y conoció que éramos gente diferente de su naturaleza, porque ellos no tienen barba alguna, ni visten ningún traje, así los hombres como las mujeres, que como salieron del vientre de su madre, así van, que no se cubren vergüenza ninguna, y así por la diferencia del color, porque ellos son de color como pardo o leonado y nosotros blancos, de modo que teniendo miedo de nosotros, todos se metieron en el bosque, y con gran trabajo por medio de señales les dimos confianza y platicamos con ellos.

(…) En aquellos países hemos encontrado tal multitud de gente que nadie podría enumerarla, como se lee en el Apocalipsis: gente, digo, mansa y tratable; y todos de uno y otro sexo van desnudos, no se cubren ninguna parte del cuerpo, y así como salieron del vientre de su madre, así hasta la muerte van. Tienen cuerpos grandes, membrudos, bien dispuestos y proporcionados y de color tirando a rojo, lo cual pienso les acontece porque andando desnudos son teñidos por el sol; y tienen los cabellos abundantes y negros. Son ágiles en el andar y en los juegos y de una franca y venusta cara, que ellos mismos destruyen, pues se agujerean las mejillas y los labios y las narices y las orejas, y no se crea que aquellos agujeros sean pequeños, o bien que tuvieran uno sólo, pues he visto muchos, los cuales tienen, en la cara solamente, 7 agujeros, cada uno de los cuales tenía el tamaño de una ciruela; y cierran ellos estos agujeros con piedras cerúleas, marmóreas, cristalinas y de alabastro, bellísimas y con huesos blanquísimos y otras cosas artificiosamente labradas según su costumbre; y esta costumbre es sólo de los hombres, pues las mujeres no se agujerean la cara sino sólo las orejas.

(…) Otra costumbre hay entre ellos muy atroz y fuera de toda credulidad humana, pues, siendo sus mujeres lujuriosas, hacen hinchar los miembros de sus maridos de tal modo que parecen deformes y brutales, y esto con un cierto artificio suyo y la mordedura de ciertos animales venenosos; y por causa de esto muchos de ellos lo pierden y quedan eunucos. No tienen paños de lana ni de lino ni aun de bombasí porque nada de ello necesitan; ni tampoco tienen bienes propios, pero todas las cosas son comunes. Viven juntos sin rey, sin autoridad y cada uno es señor de sí mismo.

(…) Toman tantas mujeres cuantas quieren, y el hijo se mezcla con la madre, y el hermano con la hermana, y el primero con la primera, y el viandante con cualquiera que se encuentra. Cada vez que quieren deshacen el matrimonio y en esto ninguno observa orden. Además no tienen ninguna iglesia, ni tienen ninguna ley ni siquiera son idólatras. ¿Qué otra cosa diré? Viven según la naturaleza, y pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna.

(…) Como te he dicho, las mujeres andan desnudas y son libidinosas, a pesar de ello sus cuerpos son hermosos y limpios, ni tampoco son tan feas como alguno quizá podría suponer, porque aunque son carnosas, sin embargo no se aparece la «fealdad», la cual en la mayor parte está disimulada por la buena complexión. Una cosa nos ha parecido milagrosa, que entre ellas ninguna tuviera los pechos caídos, y las que habían parido, por la forma y estrechura del vientre no se diferenciaban en nada de las vírgenes, y en las otras partes del cuerpo, las cuales por honestidad no menciono, parecían lo mismo. Cuando con los cristianos podían unirse, llevadas de su mucha lujuria, todo el pudor manchaban y abatían. Viven 150 años y pocas veces se enferman, y si caen en una mala enfermedad a sí mismos se sanan con ciertas raíces de hierbas. Éstas son las cosas más notables que conocí acerca de aquéllos.

(…) El aire allí es muy templado y bueno y según pude saber por relación de ellos mismos, nunca hubo allí peste o enfermedad alguna, producida por el aire corrompido, y si no se mueren de muerte violenta, viven una larga vida, creo porque allí siempre soplan vientos australes y máxime aquel que nosotros llamamos euro, el cual es para ellos lo que para nosotros el aquilón. Se deleitan pescando, y aquel mar es muy apto para pescar, porque es abundante de toda especie de pescados. No son cazadores, pienso porque habiendo allí muchas generaciones de animales silvestres, y máxime leones y osos e innumerables serpientes y horribles y deformes bestias, selvas grandísimas y árboles de inmenso tamaño, no se atreven a exponerse desnudos, y sin defensa alguna ni armas, a tantos peligros.

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