Cuatro países de Hispanoamérica albergan gobiernos estables, democráticos y confiablemente regidos por economías de mercado: Uruguay, República Dominicana Panamá y Costa Rica. Los demás, con angustia, van y vienen por las calzadas retorcidas del ensueño utópico o del más insano autoritarismo.

La América que hoy conocemos es una fábula escrita por Germán Arciniegas. La saga del continente precoz y diverso, la mítica analogía de nuestros pueblos no es sino una ardorosa ficción de este gran pensador colombiano. La utopía de Arciniegas es visceral y tajante. Su visión de América, como matriz de un nuevo hombre, vuela más allá del onirismo mexicano de José Vasconcelos. Dando validez al paracronismo, bien le habría ajustado un prólogo arielista de José Enrique Rodó. Arciniegas confió siempre en el alto destino de nuestro continente. Aún más: dio crédito a la organización, admitió los Estados y creyó rabiosamente en la entidad americana.

La realidad, sin embargo, nos ha devuelto ajenas verdades. La América de hoy es un juego de espejos rotos, un retozo de intertextualidades. Desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego, y desde los albores de aquel 12 de octubre hasta hoy, tan sólo hemos sabido jugar al barroco. El barroco —apuntó Eugenio d’Ors— apela a lo ingenuo, a lo primitivo, a la desnudez. Barrocos fueron el descubrimiento y la conquista, barroco fue Francisco de Miranda, barrocos sucedieron los combates de la independencia; como barrocos, por igual, concurrían Porfirio Díaz, Juan Vicente Gómez y Trujillo.

La fe bolivariana —laica, civilizada, progresista— alzó plegarias a Inglaterra. Dijo el Libertador: “Bajo la sombra de la Gran Bretaña podremos crecer, hacernos hombres, instruirnos y fortalecernos para presentarnos entre las naciones en el grado de civilización y de poder que son necesarios a un gran pueblo”.

Era el siglo XIX y en el crisol hispanoamericano las naciones se fundían a imagen y semejanza de nuestras carencias, de nuestras tribulaciones. Los Santander, los Páez, los Flores, hicieron de Bolívar el desterrado de Santa Marta (al propio Arciniegas le oí decir que fue Bolívar el más infausto gobernante que hubo alguna vez en Colombia; semejante, por lo tenebroso, decía él, a los Colón en la Hispaniola).

Pero, en tanto jugábamos a la revolución —acto supremo del barroquismo—, la gente del Norte desafiaba y domeñaba el progreso. Ellos, los rudos y prosaicos Calibanes, construían las fábricas y los ferrocarriles; nosotros, los Arieles sublimes y clarividentes, mientras nos rajábamos el pecho a plomazos, aspirábamos el efluvio turbador de la tierra gloriosa. Allá nacían Abraham Lincoln y Benjamin Franklyn; al Sur, en contraste, crecían y se multiplicaban criaturas estrafalarias como Juan Manuel de Rosas, Juan Vicente Gómez y Lilís. Ellos, los egoístas y toscos, hicieron del espacio patrimonial un factor de progreso y libertad; nosotros, los eminentes e inspirados, apenas logramos formular, en nuestra anchura, una grotesca alegoría de salvajismo. Así lo gritó Sarmiento, hace siglo y medio, y nadie quiso escucharlo.

El lenguaje del hispanoamericano aún está lleno de artificios, de permutas, de parodias. Nuestras verdades son trivialidades pomposas, que nada revelan y tan sólo nos degradan. Vivimos todavía en las tinieblas del eclipse medieval. Somos los hijos excepcionales —los supervivientes— de la Contrarreforma. El vigoroso árbol del Norte se nutrió de albedrío, de igualdad, de trabajo. El flaco ramaje de nuestro carácter, por lo contrario, se alimentó de cerrazón, de autoridad, de parasitismo.

En la cúspide social de nuestro subcontinente sobresale hoy quien ofrece, quien atemoriza o quien recauda. Nuestras efemérides, nuestros anales y nuestros mausoleos están repletos de tonsurados, de belicosos y chupatintas. Jamás supimos honrar al decente y útil: al maestro, al caritativo, al magistrado, al forjador de riquezas. Hicimos la apoteosis de lo infecundo, la glorificación del artificio, el panegírico de la vacuidad. De ahí que cinco siglos más tarde (cientos de generales, millares de penitentes y miríadas de amanuenses después) a nadie sorprenda que Hispanoamérica, como Gregorio Samsa, después de un sueño intranquilo, despierte convertida en escarabajo.

Ante el arribo, hoy, de una impensada revolución tecnológica, hemos de mirar el futuro con ávida esperanza. De aquel espejismo que fue nuestra independencia apenas perduran el arrebato, la candidez, la desdicha, el loco fogonazo (con la dignidad, en silencio, detrás, velada de rubores). Entretanto, nos tragamos, crudos, un puñado de mitos, para descubrir, quizás demasiado tarde, que de poco nos sirvió aquel hartazgo.

Ahora, nuevamente, habremos de intentarlo. Compartimos una lengua y una amarga indigestión. No somos blancos, no somos negros, no somos indios: quizá seamos ese “pequeño género humano” que señalaba el Libertador. Por la ruta que regresa de Utopía —y sin Rodó, sin Vasconcelos, sin Arciniegas— podríamos tal vez encontrar un lugar propicio para la fecundidad material.

Nada hacen, nada aportan quienes hoy día se adueñan de la cima y de la dignidad de nuestros pueblos. Es preciso encumbrar y dignificar a los que enseñan, a los que curan, a los que administran justicia, a los innovadores y productores de riqueza. Si construimos una ética cimentada en el trabajo creativo, en la libertad y en la justicia, ciertamente, brindaremos reposo al angustiado Bolívar de 1830.

Con más facilidad cruza un camello por el ojo de una aguja que la Hispanoamérica de hoy asciende al reino de los cielos. La mítica arcilla de Germán Arciniegas no endureció. Dudosa la organización, inciertos los Estados, precario nuestro albur de hispanoamericanos. Don Germán, como la paloma de Rafael Alberti, por ir al Norte fue al Sur, creyó que el trigo era agua; y se equivocaba…. Aunque muchos todavía no lo adviertan. He ahí la tragedia.

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