En el prólogo de uno de sus libros, escribí hace cierto tiempo: “Ramón Colombo es un viejo, entrañable e irrepetible prodigio de nuestro periodismo. Cabal prosista, con cicatrices de poeta, salta en él la greguería pintada de sarcasmo, la realidad armada de jitanjáforas”.
El tiempo circular, el eterno retorno nietzscheano nos colocó, de nuevo, frente a frente; o, mejor dicho: lado a lado. Él, como ese lince de reportero y periodista (discípulo en México del gran Julio Scherer) que destripa verdades y quimeras, ahora a mi costado haciendo preguntas y clavando su índice provocador en las intuiciones de mi vida y en las de mi generación.
Todo aquello en un atardecer del verano de 2015…
¿Por dónde arrancar con esta entrevista a un personaje que es un montón de cosas, todas en una o combinadas de distintas maneras, no importa el momento ni el lugar, sea en reunión tecnocrática o en el bar; sea en las alturas ministeriales o en el piano afinado y vamu’arriba, que la noche es larga; un hombre (ingeniero, poeta, músico e intenso gozador de la vida) que te desgrana los versos de Rimbaud o Saint-John Perse sobre la total frialdad de un plano constructivo, o viceversa?
Sí. ¿Por dónde arrancar a hablar con Pedro Delgado Malagón, acomodado en el ángulo más tenue de la tarde, en una sorprendente sala de arte (¡lo mejor de las artes plásticas dominicanas!) disfrazada de oficina, Tecnoamérica, empresa dedicada a hacer y revisar ingenierías de cálculos infinitesimales, situada en el piso equis de un vidriado edificio inteligente del Evaristo Morales, a pocos metros del insoportable tráfago de la Winston Churchill?
Memorioso y verboso, Pedritín (no hay otra manera de llamarlo) se envuelve en la nube del primero de los diez marlboros de la tarde y, para empezar por fin, se va lejos, bien lejos, al primer recuerdo de la infancia, cuando tuvo su primer contagio incurable con el arte…
Pedritín, el músico
“Mi bisabuela, su pequeña guitarra y su canto, y yo, quizá con cinco o seis años. La vi tocar y ella susurró: ‘¿Te gusta?’. Entonces me copió algunos tonos en un papel. Toqué la guitarrita… Me dibujó las posiciones de las manos, cómo se ponían las dedos: Do Mayor, Sol Mayor… Es una de las viñetas que tengo en el recuerdo más hondamente grabadas. Y su hija, mi abuela, después me ofreció las primeras lecciones de solfeo”.
Habla de Isabel Brache, hermana de Elías Brache, el político, y esposa de Pedro de Castro, venezolano que vino a La Vega por el tren, desde Sánchez. Le gustó el ambiente de La Vega y se quedó. Tuvieron una hija, su abuela.
“A mi bisabuelo no lo conocí, murió joven, y mi bisabuela se quedó a vivir con la familia. Vestía de blanco siempre, porque hizo una promesa, para que no mataran en las guerras de la Montonera a su hermano Eliíta, que fue quien sucedió a Juan Isidro Jimenes, cuando éste se fue del país y él se quedó como jefe de Los Bolos”. (Pedrito Guzmán, duende incontrolable, toma la primera del millón de fotos de la entrevista).
Entonces, naciste entre la música…
“Sí, definitivamente”.
¿Y don Pedro, tu padre?
“Mi padre tocaba un poco de guitarra, no mucho, pero amaba la música”.
“Vengo de una casa en donde había… Bueno, mi tío Elías Delgado, que era profesor de pintura, tenía una de las mejores colecciones de óperas que yo conozca, más de doscientas óperas, y se pasaba el día entero oyendo a todo volumen a Wagner y a Mozart con dos amigos entrañables (mientras se ejercitaban en el arte del florete) que eran Hipólito Cordero y Manlio Bobadilla. Hipólito era un prodigioso caricaturista. Manlio, tiempo después, se exilió y murió en Cuba, en un campo de entrenamiento, preparándose para una expedición contra Trujillo. Le explotó muy cerca una granada que lo hirió de muerte”.
Atrás queda aquella infancia. Pedritín entra a la Universidad de Santo Domingo, la única que había.
“Me tocaron los años duros, justamente después de la muerte de Trujillo, en el ‘61… La destrujillización, la lucha contra los remanentes del régimen, el golpe de Estado a Bosch, la Guerra de Abril y la lucha por el medio millón…”
Pedritín, en la literatura
Detente, Pedritín… En el período de lucha contra los remanentes de la dictadura nacen Fragua (la izquierda) y el BRUC (la derecha) en la Universidad. ¿Por dónde te fuiste, Pedritín?
“No, yo no me fui. En esa época estaba en el camino, estaba en la literatura. Terciaba y bebía tragos y hacía vida intelectual en esos días con Andresito Avelino, que había llegado de París en el ‘62 y que sería decano de Humanidades después de instalarse el Movimiento Renovador”.
Entonces a ti en la literatura, con Avelino, te impactan el existencialismo y los llamados Poetas Malditos (Rimbaud, Mallarmé y Verlaine)…
“Al principio sí, pero antes que nada los griegos, que convocaron siempre mi atención. En el primer momento, por su intelección del Ser y las virtudes educadoras de la Paideia. Después, como una vía de interpretar y aprehender la realidad y la existencia. En ese trayecto, llegué a la convicción de que Platón era la más alta conciencia poética de la humanidad”.
En aquellos años duros del postrujillismo, cuando empiezas a descubrir el mundo, ¿quiénes eran los cómplices de tus sueños?
“Muchos y diversos. Compañeros de aula, incondicionales de tertulia, aliados musicales. Ya te hablé de Andresito Avelino. Un caro amigo lo fue siempre el poeta Enriquillo Sánchez. Nelson Lugo, médico y extraordinario pianista, fue uno de mis grandes ‘cuates’ en esos años. Recuerdo a los pintores José Ramírez Conde (el ‘Condesito’) y Norberto Santana, con quienes compartía en El Dragón y en la cafetería Sublime. Me reunía frecuentemente con el actor Rafael Villalona y con Marcio Veloz Maggiolo, quien es un gran amigo desde esos años…”
Y hablando como los locos, Pedritín, ¿estuviste allá abajo en la Guerra de Abril?
“No, entraba y salía, pero yo no tengo vocación belicista, no sé tirar, nunca he tirado; no hacía ningún papel ahí, con riesgo de que me alcanzara un balazo, por estar de intruso”. (Estalla la risa en la gradería).
“A mi tío Alberto Malagón, que tampoco había tirado un tiro nunca, le dijeron; “Alberto, coge un fusil, pa’ retratarte ahí”. Y se puso un fusil y un casco, y lo retrataron, y ya. Pero claro, Alberto nunca disparó un tiro”.
Pero tú guardas luto de esa guerra, por supuesto. ¿Cuáles son los amigos que tú extrañas de esa generación?
“De mi generación, todos los que murieron… Un hermano de Pedro Conde Sturla, Amadeo, que fue un gran amigo… El hijo de don Isidro Santana, Oscar Santana. Y en la guerrilla del ‘63 perdí más amigos, gente que estaba en la universidad en esos años, como Danielito Fernández, que vivía frente a casa y estudiaba medicina; Alfredo Peralta Michel, que era novio de mi hermana…”
¿Nunca estuviste afiliado al 14 de Junio, al Partido Socialista Popular, el MPD u otras de las organizaciones de la izquierda de entonces? ¿Tu vocación intelectual-artística no te aproximó a ellas?
“No me aproximó, ni creí nunca en la literatura comprometida; me pareció siempre una aberración. Yo pienso que el arte habita en espacios propios, intrínsecos, y vale tan sólo por lo que puede significar y trascender ‘per se’, tanto como por el aliento del lenguaje en que está formulado.
“Yo creo que la utilización de muletas políticas ideológicas es una forma de indigencia. Pienso que los grandes artistas se bastan por sí mismos”.
En esa época de tus primeros impulsos en el campo de la cultura, ¿no te parecía un poco chiquito el medio, estrecho, aprisionante?
“Hubo cosas interesantes que comencé a descubrir entonces. Comencé por exhumar a los postumistas, que en cierto modo me sorprendieron… Fui vecino del viejo filósofo Andrés Avelino; inclusive, el último libro que él escribió, yo lo ilustré. Era una conferencia que don Andrés había pronunciado y que se transformó en ensayo, defendiendo la teoría de don Osvaldo García de la Concha, refutando nada más que a Albert Einstein. Obviamente que quien tenía razón era Einstein, no García de la Concha, ni Avelino, y la historia y la vida lo demostraron.
“¡Pero, hay que entender el arrojo de Avelino de desmontar la Teoría de Einstein para defender a su maestro…!
“A los veinte años de la muerte de Avelino, en el ‘94, se realizaron diversos actos en la Biblioteca República Dominicana, y uno de ellos fue una conferencia en la que hablé largamente sobre la poesía, la obra filosófica y la vida académica de don Andrés. Esta conferencia la recogí en un ensayo que se ha publicado en varias ocasiones.
“La posición de los postumistas era esencialmente nacionalista e iconoclasta; negaban casi todo y proclamaban un credo sencillo, poco menos que aldeano, que a mí, en aquella circunstancia, me parecía un hermosísimo alegato; sobre todo en 1920, dentro de un país cerrado e intervenido militarmente…”