Introducción
Vivimos tiempos en que la Tierra, nuestra casa común, como ha proclamado con tanta fuerza el Papa Francisco en Laudato Si’, levanta su voz. Y lo hace con signos visibles: climas extremos, especies desaparecidas, tierras infértiles, comunidades desplazadas por el agua o por la sequía. Frente a este clamor de la creación, la indiferencia no es una opción cristiana. La crisis ecológica, además de ser un problema técnico o político es, ante todo, una cuestión espiritual, una prueba de la calidad de nuestra fe y de nuestra caridad. En esta columna quisiera reflexionar sobre cinco dimensiones de este desafío ecológico, que interpelan profundamente nuestra conciencia de creyentes y nuestro compromiso como discípulos del Señor.
1-La creación como don de Dios
Toda la Sagrada Escritura está atravesada por una profunda conciencia de que el mundo no es fruto del azar, ni una materia inerte para ser explotada. Es creación: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno” (Gn 1,31). El universo es obra de un amor desbordante que ha querido compartir la existencia, la belleza, la armonía. Así lo reconoce el salmista cuando proclama: “Señor, ¡cuán variadas son tus obras! Todo lo hiciste con sabiduría” (Sal 104,24).
Este reconocimiento no es una poesía piadosa. Es la raíz teológica de toda actitud ecológica auténtica. Si el mundo ha sido creado por Dios, y no por nosotros, entonces no somos dueños, sino administradores. El Génesis nos recuerda que fuimos puestos en el jardín “para cultivarlo y cuidarlo” (Gn 2,15), no para destruirlo. La creación es una herencia confiada a nuestras manos, pero también una hermana. San Francisco de Asís, patrono de la ecología, lo expresó bellamente llamando al sol “hermano” y al agua “hermana”. Esta mirada fraterna y contemplativa transforma completamente la forma en que vivimos sobre la tierra.
Desde esta perspectiva, el daño a la naturaleza es también una herida al corazón del Creador. Cuando contaminamos, agotamos o malgastamos los recursos, estamos rechazando el don que Dios nos ha confiado. Por eso, proteger el medio ambiente no es opcional para el cristiano, ni una moda ideológica. Es una expresión de gratitud, de fidelidad y de amor a Dios.
2-El grito de los pobres y el grito de la tierra
Uno de los aportes más profundos del magisterio reciente ha sido vincular inseparablemente el cuidado del medio ambiente con la justicia social. La devastación ecológica no golpea a todos por igual. Son los más pobres quienes sufren primero y más gravemente sus consecuencias. Son ellos quienes viven en zonas vulnerables al cambio climático, quienes no tienen acceso al agua potable, quienes deben emigrar cuando sus tierras se vuelven estériles o inundables.
La ecología auténtica es siempre una ecología integral, como lo ha enseñado insistentemente el recordado papa Francisco. No podemos proteger los árboles y al mismo tiempo olvidar a los niños desnutridos. No podemos defender las especies en peligro mientras aceptamos que millones vivan en condiciones infrahumanas. Todo está conectado.
Esto nos obliga a superar visiones fragmentadas. El cristiano no puede encerrarse en una devoción intimista, ni en una espiritualidad desconectada del dolor del mundo. Como Iglesia, estamos llamados a escuchar el doble grito, el de la tierra y el de los pobres, y a responder con una conversión profunda. Ello implica cambiar estilos de vida, promover políticas públicas responsables, y sobre todo, estar junto a las comunidades más vulnerables en su lucha.
3-Una conversión ecológica
Ante la crisis ambiental no basta la conciencia intelectual o el lamento piadoso. Hace falta conversión. Así como la fe cristiana llama a la conversión del corazón, también pide una conversión ecológica. ¿Qué significa esto? Significa adoptar una mirada nueva, dejar de ver la creación como un objeto de consumo, y comenzar a verla como un misterio a cuidar.
Esta conversión tiene una dimensión personal y comunitaria. En lo personal, implica revisar nuestros hábitos: el uso excesivo de energía, el desperdicio de alimentos, las compras compulsivas, el abuso del automóvil, la indiferencia ante el reciclaje. Cada gesto cuenta, aunque parezca pequeño. Como decía Santa Teresa de Jesús: “También entre los pucheros anda el Señor”.
Pero la conversión no es solo individual, bien lo sabemos. Las parroquias, las diócesis, las escuelas católicas y las no, los movimientos eclesiales y sociales… todos están llamados a ser abanderados de una nueva cultura ecológica. ¿Por qué no enseñar a los niños a amar la naturaleza con la misma pasión con que les enseñamos a rezar? ¿Por qué no organizar campañas de limpieza, de siembras de árboles, de ahorro de recursos? La conversión ecológica se demuestra en gestos concretos.
4-El pecado ecológico
Durante mucho tiempo, la teología moral se ha enfocado en los pecados que afectan directamente a las personas. Pero hoy, a la luz de los acontecimientos, comprendemos que también hay pecados que dañan la creación. El Papa Francisco ha hablado con claridad del “pecado ecológico”, definido como una acción o una omisión contra Dios, contra el prójimo y contra el ambiente.
No se trata, hermanos, de una novedad doctrinal caprichosa. Se trata de una profundización de la enseñanza tradicional. Cuando una empresa contamina un río y enferma a un pueblo, hay pecado. Cuando una nación destruye selvas en nombre del lucro, hay pecado. Cuando un ciudadano elige la comodidad y la indiferencia sabiendo que su conducta daña a otros, también hay pecado.
Nombrar el pecado es necesario para poder sanarlo. En nuestras catequesis, en nuestras confesiones, en nuestras predicaciones, debemos recuperar este lenguaje. No para culpabilizar, sino para iluminar. El reconocimiento del pecado abre la puerta a la gracia y a la reconciliación. Así como Cristo vino a restaurar todas las cosas, también vino a redimir nuestra relación con la creación.
5-La esperanza cristiana en medio de la crisis ecológica
Aunque el panorama ambiental sea sombrío, no nos está permitido caer en la desesperanza. El cristiano es, por definición, portador de esperanza. No una esperanza ingenua o evasiva, sino arraigada en la fe en un Dios que no abandona su obra. Como dice San Pablo, “la creación entera gime con dolores de parto” (Rm 8,22), pero esos dolores anuncian un nacimiento, no una ruina definitiva.
La esperanza nos mueve a actuar, a comprometernos, a no rendirnos. Sabemos que no todo depende de nosotros, pero también sabemos que Dios obra a través de nuestras manos. Cada árbol plantado, cada río limpio, cada niño educado en el respeto a la vida es una semilla del Reino. Y como enseñó Jesús, esas semillas, aunque pequeñas, tienen una fuerza capaz de llegar a transformar.
Además, la liturgia cristiana es una escuela de ecología. En cada Eucaristía, ofrecemos “el fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, reconociendo que la materia puede volverse sacramento. El pan y el vino nos recuerdan que la creación, aparte de ser útil, es algo santo. Y en cada bendición, en cada alabanza, proclamamos que todo lo creado canta la gloria de Dios.
Por tanto, no dejemos que el miedo o la impotencia nos paralicen. La historia no está condenada al desastre. El Espíritu sigue soplando, la gracia sigue actuando, y nosotros somos parte de esa esperanza encarnada.
Conclusión
CERTIFICO que estos cinco puntos los he realizado pensando en la urgente necesidad que tenemos de cuidar y preservar el Medio Ambiente.
DOY FE en Santiago de los Caballeros a los cinco (5) días del mes de junio del año del Señor dos mil veinticinco (2025).