Por Aníbal De Castro (*)
En la historia contemporánea dominicana, la crisis electoral de 1978 se sitúa entre los acontecimientos de mayor relevancia e impacto. Sería, sin dudas, la línea divisora entre los estilos que han caracterizado la accidentada democracia nuestra en su versión posterior al ajusticiamiento de Trujillo. El resultado final fue la extinción de lo que podría denominarse la democracia autoritaria en su versión más cruda. Supuso, además, la confirmación de un cambio profundo en la política exterior norteamericana vis-á-vis América Latina, aún envuelta en la etapa negra de los regímenes militares.
No solo el experimento democrático local ganó en calidad, sino que asomaron actores políticos nuevos, se produjo una circulación de las élites y terminó la represión burda. El descrédito del sector militar, como consecuencia de su comportamiento en los días aciagos de la crisis de 1978, facilitó medidas posteriores que, definitivamente, han confinado el informe de los cuarteles.
A más de 20 años de distancia, es posible ya escudriñarse desapasionadamente los entretelones de la actuación política en ese entonces. Los protagonistas principales y varios de los actores de reparto viven aún. Pero con excepción de Joaquín Balaguer y unos pocos de los dirigentes perredeístas, ninguno mantiene vigencia.
Antonio Guzmán, el candidato triunfador al que se pretendió desconocer, terminó víctima de sí mismo en su oficina del Palacio Nacional. Jacobo Majluta, el vicepresidente, y José Francisco Peña Gómez, el estratega brillante detrás del triunfo del Partido Revolucionario Dominicano, cedieron también sus espacios terrenales. Y Juan Bosch, que cometió en el 1978 uno de sus mayores errores políticos, se agota en el auto olvido patológico a que lo han condenado los años. Aun cuando el desarrollo de la democracia dominicana imposibilita la repetición de esos acontecimientos, el sistema electoral dominicano fue puesto a prueba nuevamente en 1994. Y como en aquella vez hace ya dos décadas, el presidente era Joaquín Balaguer.
La pertinencia de explorar con acuciosidad los hechos que condujeron en 1978 a tensionar la democracia dominicana hasta sus límites extremos ha animado el libro más completo y apasionante que se ha escrito sobre el tema. Al hacerlo, Miguel Guerrero trilla nuevamente el terreno del periodismo histórico, un género al que se le escatima la importancia que en verdad tiene y del cual él se ha convertido en nuestro cultor por excelencia. Se adentra, el autor, en el vericueto de episodios desconocidos u olvidados para devolvernos una exploración cuidadosa de una crisis que, como indica con propiedad en el título mismo de su libro, aproximó al país al borde del caos.
La génesis de la turbulencia política que el país conoció desde las horas finales del 16 de mayo de 1978 hasta la asunción al Poder Ejecutivo por parte de Antonio Guzmán, tres meses mas tarde, no radica en fecha o momento alguno específicos. Está en una concepción de la vida, la de Joaquín Balaguer , en la cual el poder es la verdadera “raison d´être”. En una obsesión por el poder, que no repara en los espacios constitucionales y la ética política, ha consumido Balaguer sus energías vitales. De paso, ha arrastrado a las instituciones, si no al colapso completo, a una anemia que todavía perdura.
En la búsqueda y mantenimiento del poder por quien ha sido hasta ahora uno de los políticos actuales más exitosos, los actores no trascienden el papel de marioneta. La manipulación, abierta o encubierta, se convierte en arte. Y seducidos por un genio al servicio de esa obsesión, se desgastan en el cumplimiento de las tareas que, con pleno consentimiento o inconscientemente, les han sido dignas.
Guerrero muestra con destreza y sutileza esa obsesión por el poder, desplegada en todas sus manifestaciones en circunstancias particulares de la historia contemporánea. Cuando los militares irrumpieron con torpeza en la Junta Central Electoral aquella madrugada del 17 de mayo de 1978, cumplían su papel. El libreto se había escrito al tenor de una práctica democrática de corte autoritario y en la que las Fuerzas Armadas debían estar al servicio de la obsesión. Claro, para la cúpula militar de entonces, la continuidad balaguerista equivalía a una extensión imprescindible de sus franquicias personales para hacer del Estado un coto privado. Para los encumbrados militares era, pues, una cuestión de supervivencia que el veredicto de las urnas no les fuera inexorablemente adverso.
Nunca se ha visto que los títeres controlen al titiritero. La crisis electoral del 1978 no puede, pues, ser una excepción.
Lo que quedó de la Junta Central Electoral tras su descalabro interno también cumplió su tarea, al igual que la Suprema Corte de Justicia y el Congreso. Detrás, siempre, el marionetero que decidía cuándo o no salir al escenario, cuándo comenzaba o terminaba un acto.
Los prolegómenos de la internacionalización de la democracia como punto crucial de la política norteamericana en el Continente se advierten claramente en el episodio dominicano que el periodista Guerrero acomete como objeto de estudio. La oposición le ganó el juego a Balaguer como consecuencia no sólo del arrojo, visión correcta del momento político y cansancio popular de un régimen cuya afectividad estaba definitivamente consumida. Aunque, por supuesto, los factores endógenos tienen a menudo primacía, los cambios geopolíticos que se insinuaban en el horizonte latinoamericano fueron la piedra de toque. El aprovechamiento máximo de los factores exógenos fue, en gran medida, el triunfo resonante del Partido Revolucionario Dominicano.
La política exterior del presidente Jimmy Carter tenía un componente ético que hacía de Balaguer un material gastable. Para desgracia suya y de sus marionetas: no eran indispensables para el equilibrio de poder en la zona. Las puertas estaban abiertas, sin
Temor al fracaso, de otras opciones más democráticas y, en consecuencia, más en consonancia con la política Carter.
Los márgenes de Balaguer contra la determinación norteamericana de que el juego democrático se impusiera al fin en la conturbada República Dominicana de entonces, eran limitados. Sin embargo, los agotó a cabalidad y con la maestría que le es consubstancial, como queda expuesto en la amplitud de detalles que emergen de la investigación de Guerrero en los archivos norteamericanos. Además, otros países influyentes del área –caso particular de Venezuela con Carlos Andrés Pérez en la presidencia- comulgaban con el propósito norteamericano y también veían en Balaguer un obstáculo.
Curiosamente, Carter fracasó en sus intentos de ganar la presidencia en un segundo período y dio así a tres administraciones republicanas sucesivas, el mismo número de gobiernos que Balaguer había presidido. Con los republicanos, el viejo caudillo regresó a su fuente primigenia de vida: el poder. Mas, el fantasma norteamericano de Balaguer no había sido totalmente conjurado. Reapareció con los demócratas y Bill Clinton, quienes le confirmaron el veto: también en 1994 la presión norteamericana fue crucial para cortarle las alas a la obsesión balaguerista por el poder.
Al Borde del caos, historia oculta de la crisis electoral de 1978 se lee con fruición. Al estilo de los grandes reportajes periodísticos, es un aporte notable a la historia política dominicana. Permite, además, comprender el porqué de la influencia que Balaguer ha tenido y tiene en el devenir político local. Miguel Guerrero nos da razones para pensar. Que su libro tenga la trascendencia que bien merece.
Aníbal De Castro*
*Economista. Director de la revista Rumbo. Es uno de los periodistas más reputados de la República dominicana.