La democracia como la felicidad es una construcción permanente; no se decretan ni se imponen, se desarrollan y permanecen en la medida en que las cuidamos a través de nuestras acciones diarias. Ambas tienen como valor principal la libertad y la vida en comunidad. El Dr. Waldinger, director del más grande proyecto de estudio de la felicidad, resalta, para ese estado de bienestar, un factor importante: las relaciones afectivas cercanas con familiares, pareja, amigos y los círculos sociales. Que las personas sean confiables, generosas y se apoyen mutuamente. Otra investigación realizada por la Unicef, en el 2002, esta vez con jóvenes, de variadas condiciones sociales, indica que el 95% percibe a la familia como la más importante de las instituciones, y que el 70% declaró que la convivencia familiar es motivo de alegría.
En ese orden, Finlandia (el país número uno en el informe de felicidad) tiene como lema “Together” (“Juntos”) que exhibe en inglés y en las dos principales lenguas oficiales de Finlandia, finés y sueco. Es primordial que las personas se sientan valoradas y respetadas.

Por todo lo dicho, solo en democracia encontramos las condiciones para poder ser felices. Las dictaduras se asocian a emociones tristes. Allí el comportamiento de los ciudadanos está sustentado por el miedo al castigo, las pocas recompensas que existen suelen ser las migajas del poder, plagadas de humillaciones, donde el individuo se somete a los deseos y las voluntades ajenas, inhibiendo su propia capacidad de actuar y pensar libremente. Al resultar afectados por sentimientos tristes, comienzan a guiarnos ideas de otros y es en ese momento cuando perdemos la autonomía. El sufrimiento vuelve a las personas impotentes para la libertad y la felicidad, sea en la forma de sumisión, sea en la forma de odio y fanatismo. Burihan Sawaia (2003). Por eso decimos que la peor de las democracias es mejor que la dictadura.

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