Luis Abinader no buscó likes. No lo subieron a trending topic. No usó una gorra con 2028 con slogan ni se disfrazó de pueblo. Habló. Con palabras más filosas que cualquier muro. Con un discurso que no buscó el titular fácil, sino el cambio difícil.
Habló de Haití, y eso ya es noticia. Porque aquí, mencionar Haití es exponerse. Es como tocar una herida que todos conocen, pero nadie cura. Lo fácil es callar. Lo correcto, no.
Anunció quince medidas. No promesas, medidas. Y no solo contra los migrantes, sino también contra los cómplices internos. Porque hasta ahora todo el peso caía en el que cruza, nunca en el que cobra. El casero que alquila sin papeles. El empresario que contrata por fuera. El político que se hace el loco.
Abinader dijo: basta. Y con eso rompió un pacto tácito de doble moral que lleva años arrastrándose entre aplausos tibios y silencios convenientes.
Oficinas migratorias en todas las provincias. Supervisión médica en hospitales. Regulación real, no decorativa. Un muro físico, sí, pero también legal. Porque la frontera no es solo una línea en el mapa. Es un límite que se respeta o se pierde. Lo dijo claro: sin orden, no hay país. Sin control, no hay futuro.
Lo dijo sin odio. Sin xenofobia. Sin golpes de pecho. Lo dijo como se dicen las cosas que ya no pueden esperar. Porque la solidaridad no es suicida. Porque ayudar al otro no puede significar dejar que tu país se deshaga. Porque cuando el caos entra por la frontera, el futuro se escapa por la ventana.
Habrá un observatorio independiente. Se revisarán permisos, contratos, alquileres. Se impulsará la “dominicanización” del empleo, no como consigna nacionalista, sino como acto de justicia económica. Porque ningún país puede sostenerse si los de adentro no tienen lugar. Porque cuidar la casa no es despreciar al vecino, es simplemente no dejarla caer.
También habrá incentivos. Para que trabajar en regla no sea perder dinero, sino ganarlo. Para que contratar dominicanos no sea un castigo fiscal. Para que el empleo formal tenga sentido.
Los de siempre ya protestan. Lo de siempre: populismo, racismo, oportunismo. Tal vez. Pero que se lo digan también a los barrios donde la presión migratoria ya no es debate, es realidad. Donde los servicios colapsan, las escuelas se saturan, y los hospitales se transforman en trincheras.
Y sí, puede que el discurso de Abinader tenga algo de cálculo. Pero al menos es un cálculo que habla en voz alta. Lo otro, lo de antes, era silencio con sonrisa. Era complicidad vestida de diplomacia.
Ahora queda lo más difícil: cumplir. Porque aquí estamos hartos de anuncios sin consecuencia. De discursos que se quedan en el aire mientras en tierra firme todo sigue igual.
La oposición, como era de esperar, no quiere diálogo. Quiere likes, titulares, encuestas. Le importa poco si esto se arregla o se hunde, mientras pueda pescar votos en el naufragio. Pero si el gobierno se atrevió a decirlo, tiene que atreverse a hacerlo. Aunque duela. Aunque moleste. Aunque los jefes de los partidos se incomoden.
Y nosotros, los de abajo, los que caminamos este país sin seguridad y sin poder, tenemos que exigir que no sea otra bulla que se apaga. Que esta vez no gane el olvido. Ni el cuento.
Porque si no se hace el control migratorio ahora, no se hará nunca.
Y lo que viene, si no se pone orden, ya no será un problema migratorio.
Será el colapso total.