En República Dominicana la democracia hoy no camina: la montan en motores, la lanzan a camionetas, la meten en autobuses. Desde las seis de la mañana, cuando el rocío apenas moja los techos de zinc, ya hay listas, sobres abultados y operadores con celulares en la mano y sueño en la cara. No se organizan para ejercer un derecho; se organizan para hacer negocio.

Aquí, el voto no es convicción, es mercancía. Se compra al que se deja comprar y se transporta al que se deja mover. No hay romanticismo electoral, solo logística de mercado. Cada elección se convierte en una subasta donde vence quien más paga, quien más reparte, quien más mueve.

Los partidos lo saben. Los candidatos lo aceptan. Y el votante —ese que alguna vez fue ciudadano— lo espera, como si el acto de votar fuera un tutorial de la resignación. Es un pacto sin palabras, inmoral pero funcional. Cuanto más se practica, más se pudre. Ya no se compite por ideas ni programas, sino por presupuesto. Hay más dinero para comprar votos que para hacer propuestas. Se necesitan más sobres que discursos.

En este proceso, la democracia pierde sentido. Los partidos dejan de ser espacios de debate para convertirse en empresas de movilización. Los candidatos no convencen, compran. Los votantes no eligen, se alquilan, y los empresarios de cuello blanco, con moral gris, adquieren franquicias políticas completas para proteger sus negocios, privilegios e impunidad.

Así se ha llenado la política de mercaderes y se ha vaciado de líderes. La democracia se ha reducido a un juego de transporte: quién acarrea más gente, quién reparte más efectivo, quién promete más favores, gana.

Me pregunto si habrá un punto de quiebre, si volveremos a creer en las palabras, en las ideas, en los proyectos. Si alguna vez el dinero será opcional y no el eje.

Sueño con una jornada electoral limpia, donde el debate sea el protagonista, no el sobre manoseado en una esquina. Pero hoy, mientras los años pasan y los presidenciables corren, seguimos atrapados en esta democracia de acarreo. Los jóvenes políticos deben desafiar esta forma antigua de hacer política y devolverle al país la capacidad de soñar. Solo así, la democracia podrá ser un concepto robusto, donde cada voto sea un verdadero acto de libertad, y no un simple billete en el camino a la compraventa de conciencias. Porque, al final, la democracia no se acarrea; se construye.

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