“Cada clase de hombre cae en un exceso que le es

particular.  Se puede conocer la virtud de un hombre

observando sus defectos”.

Confucio

“La suerte de un matrimonio depende de la primera noche”.

Honorec de Balzac

La erguida figura del Presidente se alzó por encima de la multitud que llenaba la plaza.  De todo el país llegaba todavía gente para ser testigo de esta cita con la historia.  Cientos de ellos estaban allí desde el amanecer, hambrientos, mostrando sin tapujos sus harapos.  Bajo sus pasos, yendo desordenadamente de un lugar a otro, no quedaba nada de los descuidados pastos y jardines del Centro de los Héroes, la antigua Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre.  En esos mismos predios, ocho años atrás, el dictador Rafael Leonidas Trujillo había fastuosamente conmemorado el cuarto de siglo de su ascenso al poder.  Eran sólo ocho años de distancia; un suspiro en la vida de una nación.  Pero allí, en medio del sofocante calor, acentuado por los fulgurantes rayos del sol del mediodía, bajo un cielo despejado de azul brillante, se iniciaba una nueva época.

Después de casi treinta y dos años de hermética y sangrienta tiranía, el país, sin estar provisto de experiencia democrática, había ofrecido una demostración de civismo y madurez.  Así lo proclamaban ganadores y perdedores de la consulta electoral del 20 de diciembre de 1962.  Las elecciones celebradas en medio de intensos temores en esa fecha, apenas dos meses y una semana antes, se desarrollaron en forma pacífica y sin grandes incidentes.  La juramentación de este hombre erguido y orgulloso de 53 años, de cabeza totalmente blanca, era la culminación de este primer ensayo democrático. La rugiente multitud congregada alrededor del Palacio del Congreso para presenciar la instalación de su primer presidente electo por voto directo en más de tres décadas, era el más ferviente reflejo del entusiasmo popular por aquella fiesta democrática.

Juan Bosch era un escritor cuya fama trascendía las fronteras nacionales.  Su carrera política, de más de veinte años, había tenido por escenario otros ámbitos ajenos al pequeño territorio de la República que este mediodía ardiente del 27 de febrero de 1963 presenciaba su ascensión a la Primera Magistratura.  Bosch pudo establecerse en el extranjero en 1937, después de obtener del régimen una licencia de su cargo de burócrata en una gris oficina pública, con el pretexto de ir a promocionar un libro suyo en Puerto Rico. Una vez allí, Bosch, un intelectual de 27 años, sintiendo que su verdadero oficio era el de escritor, decidió no regresar.  Sus primeras actividades en el extranjero estuvieron dedicadas básicamente a tareas literarias, aceptando un encargo para revisar la edición de una colección de obras del humanista puertorriqueño Eugenio María de Hostos.  Muy pronto su talento le aseguraría un medio estable de vida, granjeándole fama y respeto en los círculos de intelectuales latinoamericanos y el exilio dominicano.  No fue hasta algún tiempo después cuando Bosch comenzaría a dedicarse por entero a la política, emergiendo muy pronto como una de las figuras más prestigiosas y capacitadas del exilio anti-trujillista.

Mucho se ha especulado respecto a cómo alcanzó Bosch la cima del liderazgo de su partido.  Todos los momentos estelares de la historia dominicana han sido de alguna forma matizados por el drama.  El ascenso de Bosch a la cumbre de la actividad política no estuvo del todo libre de elementos teatrales.  Pocos días después del asesinato de Trujillo, el ex presidente de Costa Rica, José Figueres, obtuvo de los dos partidos más fuertes del exilio dominicano –el Revolucionario Dominicano (PRD) Y Vanguardia Revolucionaria Dominicana (VRD)- la firma de un pacto de unidad y lucha contra el régimen que había quedado bajo el mando del hijo mayor del tirano, general Rafael Trujillo Martínez (Ramfis) y el doctor Joaquín Balaguer, quien sólo ejercía nominalmente la Presidencia.  Figueres convocó en San José de Costa Rica a los principales líderes de ambos partidos. Ángel Miolán, secretario general del PRD, se hizo acompañar de Bosch, quien fungía de asesor de la organización.  Por el VRD asistieron Horacio Julio Ornes y Miguel Ángel Pardo.  Momentos antes de que el estadista costarricense les hiciera pasar a su despacho, Bosch dijo a Miolán:

-Mira, estamos en desventaja con los amigos vanguardistas.  Ellos tienen Secretario general y presidente del partido.  Nosotros secretario general y asesor del partido únicamente. ¿Comprendes?

-Ese problema lo vamos a resolver inmediatamente, respondió Miolán en el acto- ¡Profesor Juan Bosch, póngase de pie y escuche! En nombre del pueblo dominicano y de nuestro partido, queda usted nombrado presidente del Partido Revolucionario Dominicano.  Esta designación se hace en nuestra condición de secretario general de la organización y del Comité Político, máxima autoridad del mismo.  Después se discutirá el asunto.  Asumo la responsabilidad de esta decisión.

Con el tiempo, la forma en que Bosch llegó a la presidencia del partido sería objeto de frecuentes controversias.  Miolán asegura que Bosch, consternado, trató de rechazar su nombramiento.  “Pero en ese momento don José Figueres nos hizo señas para que entrásemos a su despacho, donde ya estaban los vanguardistas.  Presidente Figures –dije- le presento con mucho gusto al Presidente del Partido Revolucionario Dominicano”.  Esta versión fue ofrecida por Miolán en el segundo de una serie de dos artículos publicado el 10 de octubre de 1991 en el matutino Hoy de Santo Domingo, poco más de treinta años después de haber ocurrido.  Por su parte, Ramón A. Castillo, quien integrara con Miolán y Nicolás A. Silfa la misión de avanzada del PRD que preparó en 1961 el regreso de Bosch al país, ha dicho que Bosch tomó el cargo “por su propia cuenta”.  Silfa, en su libro Guerra, traición y exilio dice: “Conviene hacer notar que el compañero Bosch se había auto proclamado presidente del Partido Revolucionario Dominicano, a pesar de que el cargo de mayor jerarquía de la organización era el de secretario general, que ostentaba entonces el compañero Ángel Miolán.  Como quiera que los Estatutos así lo especificaban, resulta que el ascenso de Bosch a presidente fue a todas luces irregular, puesto que no se había realizado asamblea, ni se habían enmendado los Estatutos de la organización.  De todos modos, Bosch pasó a la primera posición y Miolán quedó en la segunda”.

De los cuatro, sólo Miolán ha permanecido en el PRD.  A finales de 1973 Bosch fundó una nueva organización, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y Silfa y Castillo se aliaron a Balaguer, poco tiempo después de su regreso del exilio.

Luego de veinticuatro años de exilio, Bosch volvió a su país el 20 de octubre de 1961 para asumir la dirección del Partido Revolucionario Dominicano.  En esa época el PRD se perfilaba ya como una fuerza con posibilidades electorales.  Tras los acontecimientos que culminaron con la salida del territorio nacional de los familiares y allegados del dictador asesinado, y la deportación del ex presidente Joaquín Balaguer, el 7 de marzo siguiente, luego de permanecer cerca de un mes refugiado en la Nunciatura, Bosch se entregó de lleno a una ardua campaña política.

De tez blanca y cabellos encanecidos, enjuta figura de ojos azules relucientes, de mirada penetrante y dura, Bosch parecía la antítesis del político tradicional.  Era probablemente el más culto de los líderes nacionales.  Bosch hablaba al pueblo en su idioma y encontraba el auditorio que faltaba a sus oponentes.  Abordaba los problemas que angustiaban a sus conciudadanos.  Desechando los discursos oropelescos, el profesor de ciencias políticas tocaba fibras muy profundas del sentir popular; se colocaba en medio de ellos recordándoles sus necesidades y diciéndoles cómo podían resolverlas.  Sus adversarios solían mofarse de su tono profesoral, tildándole muchas veces de superficial y cínico.  Pero la eficaz comunicación del discurso de Bosch, que se expresaba usualmente en el léxico popular, producía el milagro de una intimidad casi simbiótica con la mayoría del pueblo.  Los cientos de miles de votos obtenidos por su candidatura en las elecciones de diciembre eran la prueba más patente de ese fenómeno.

La ceremonia de instalación fue un presagio del curso que habrían de tomar los acontecimientos.  Bosch rompía con una tradición de 119 años negándose a ceñirse la banda presidencial, el símbolo del poder político a lo largo de una historia de caudillismo e intolerancia tan antigua como la República misma.  No era esta la única novedad en el protocolo.  En lugar de la augusta y cómoda sala de la Asamblea, donde debía cumplirse el ceremonial del traspaso del mando, Bosch escogió para juramentarse las escalinatas del Palacio del Congreso.  Así, con las puertas anchas abiertas de par en par, aspiraba establecer un contacto más directo con el pueblo.

El lugar era el menos apropiado para llevar a cabo el ceremonial que la ocasión imponía.  Sin embargo, daba al Presidente la oportunidad de confundirse con la multitud y a ésta la de mezclarse con el líder al que consideraba parte de ella misma, en el instante supremo de la gloria.  Los críticos del Presidente, especialmente los de la clase alta que él despreciativamente llamaba tutumpotes, veían en este gesto una nueva demostración de la capacidad demagógica del hombre que los había derrotado, contra todos sus pronósticos, en los primeros comicios libres celebrados en más de treinta años.

El resultado del rompimiento deliberado del protocolo era un gigantesco desorden.  La voz del Presidente apenas se oía sobre el ruido de la multitud que aplaudía, sin ton ni son, delirante en cada pausa del discurso, o a cada mención de los nombres de los estadistas de diferentes países del Continente que acudían a esta primera cita del pueblo dominicano con la democracia.  Incapaces de imponer su autoridad, los funcionarios del Protocolo se enfrentaban a problemas que ellos no habían provocado.  Los oficiales de seguridad apenas podían evitar que gente humilde y militantes de base del partido, sin derecho a ello, ocuparan sillas de las primeras filas reservadas a invitados extranjeros.  Algunos miembros del Cuerpo Diplomático hubieron de contentarse con un lejano asiento fuera del recinto, a merced de las inclemencias del fuerte sol del mediodía, entremezclados con la más legítima representación de la pobreza nacional; al lado de gente sudorosa y mal vestida, con harapos algunos, que agitaban sus manos y palmoteaban como autómatas, embriagados de entusiasmo y esperanza, a cada frase del Presidente.

Las medidas de seguridad eran rigurosas, pero la euforia del público había puesto de resalto sus deficiencias.  En las azoteas de los edificios de oficinas públicas circundantes podían verse soldados en traje de faena, en posición de alertas, portando sus largos fusiles automáticos Fal.

Muchos miembros del nuevo Congreso, instalado apenas dos horas antes, visitantes extranjeros e invitados del sector empresarial, de la alta vida social del país, debieron también arreglárselas para tomar asientos en filas muy rezagadas, donde apenas llegaba la voz del Presidente como una especie de rumor ininteligible. El intenso olor a sudor, les proporcionaba a muchos de ellos su primer y verdadero contacto directo con las “masas irredentas” que tantas veces habían mencionado o escuchado mencionar a otros durante los agitados días de campaña.  Era el mismo pueblo por el que habían abogado en discursos, sin pleno conocimiento de la verdadera magnitud de sus necesidades y sufrimiento.  Para muchos resultaba una experiencia hasta cierto punto traumática y señal inequívoca de vientos de cambios sobre los que ellos carecían, por el momento, de toda posible influencia.

El pequeño palco reservado al Presidente, desde donde se dirigía ahora a la multitud y al país, apenas era suficiente para acoger a las decenas de dirigentes y desconocidos que se arremolinaban a su alrededor tratando de ocupar un puesto de primera en aquel momento para la historia.  La presencia de presidentes y dignatarios extranjeros resaltaba el respaldo de todo el Continente a esta nacimiento de la democracia dominicana.  Uno de ellos, sobre todo, tenía el valor de un símbolo.  Sentado cerca de Bosch, vestido como él de blanco, con sus piernas cruzadas y sus grandes y vivaces ojos mirando hacia todos lados, el presidente venezolano Rómulo Betancourt, significaba en aquella ceremonia el reconocimiento del mundo democrático latinoamericano al nuevo status en la vida política dominicana.  Unos años antes, un atentado de Trujillo contra Betancourt había sellado la suerte de la dictadura.  La repulsa continental condujo a un estricto embargo contra el régimen, sumiéndole en el aislamiento.  El boicot internacional endureció al régimen pero también contribuyó a sacar a flote todas sus debilidades.  La represión y los constreñimientos impuestos por Trujillo a la población acabaron por conducirlo al desastre.  El desenlace se presentó la noche del 30 de mayo de 1961 en forma de una emboscada sangrienta.  Trujillo encontró la muerte, mientras se dirigía, sin más compañía que la de su fiel conductor, el mayor Zacarías de la Cruz, a una de sus casas de descanso en la vecina San Cristóbal, pueblo donde nació el 24 de octubre de 1891 y donde, con toda seguridad, le esperaba una de sus amantes.

Bosch había sido acusado por sus adversarios de recurrir a tácticas demagógicas y de despertar esperanzas en el pueblo en fantasías irrealizables.  Pero su discurso de juramentación no tenía nada de demagógico.  Era una apelación al trabajo y al cumplimiento del deber en que advertía contra la tendencia a cifrar demasiadas expectativas en los tiempos por venir.  Por lo general se le tildaba de ser demasiado idealista.  Su discurso era, en cambio, una exhibición de pragmatismo; un llamamiento a que se aceptara la realidad y las pocas perspectivas de modificarla.  Bosch no alentaba muchas esperanzas y por el contrario invitaba a la población a admitir los duros desafíos que el porvenir le deparaba a una nación pobre, aislada, con una débil estructura productiva y altas tasas de analfabetismo e insalubridad.  Tal vez resultaba muy poco político para una hora que invitaba a retóricas más prometedoras e irrealistas.

En una democracia, decía Bosch, era preciso hacer cumplir la Constitución y las leyes que “nos gobiernan”.  “Y decimos con propiedad que nos gobiernan, porque en una democracia no debe haber más gobierno que el de las leyes, y los hombres, cualesquiera que sean sus posiciones, están llamados a ser sólo ejecutores de esas leyes”.  Consciente de que su misión exigía la adopción de medidas dirigidas a mejorar la situación de un pueblo sumido en una espantosa miseria, el Presidente reclamaba ya del Congreso “las leyes indispensables para afirmar en este país no sólo la democracia política, sino también la democracia económica y la justicia social”.  A los senadores y diputados, la mayoría de los cuales pertenecían a su Partido Revolucionario Dominicano (PRD), les decía: “…el Gobierno que se inicia hoy espera un trabajo continuo para darles a los dominicanos un puesto bajo el sol entre los países avanzados de América”.

Dejándose oír apenas sobre el estruendo de los aplausos y del ruido de las rebatiñas que contribuían por los alrededores del Palacio del Congreso a enardecer a la multitud y a intensificar el desorden, el Presidente llamaba la atención sobre la necesidad de acometer las reformas con la rapidez que demandaban las circunstancias.  No había tiempo que perder.

“Como país americano nos hallamos en el centro de la gran corriente revolucionaria que está sacudiendo al Nuevo Mundo”, tronó la voz clara y pausada de Bosch, “y si tomamos en cuenta que esa fuerza poderosa es más potente en países que no pudieron desarrollarse a tiempo debido a que se lo impidieron las tiranías (como era el caso nacional) u otras fuerzas sociales negadas al progreso, debemos admitir que en la República Dominicana estamos obligados a avanzar de prisa…”

Bosch había podido observar con sus propios ojos, la intensidad de los problemas nacionales en sus recorridos de campaña.  Pero su exhortación a ir de prisa no era de modo alguno una advertencia contra el status quo.  Había que ir de prisa, sí, “tan de prisa como sea posible hacerlo sin salirnos en momento alguno de las normas democráticas”. Estas normas, según Bosch, “exigen que se respete el derecho ajeno, porque sin respeto al derecho ajeno no puede haber paz y sin paz no puede haber bienestar para los millones de dominicanos que reclaman una vida mejor”.

El discurso de juramentación era de tono moderado.  Las posibilidades de cooperación que permitieran alguna suerte de pausa en las duras bregas características de los dos últimos años de la vida política del país, empero, quedaban de plano descartadas.  Los antagonismos partidarios alejaban las perspectivas de acuerdo.  El Presidente lo dejaba establecido bien claro en su discurso.  “Nosotros deseamos la paz política y por eso ofrecimos puestos en el Gabinete a cinco partidos.  Cuatro se negaron a aceptar esos puestos, y como lo que se inicia hoy es una democracia auténtica, todos debemos respetar la voluntad de esos partidos –Unión Cívica Nacional, Partido Nacionalista Revolucionario, Vanguardia Revolucionaria y Alianza Social Demócrata- pero el país entero debe saber que nosotros no hemos querido hacer un Gabinete sólo a base del partido que ganó las elecciones el 20 de diciembre del año pasado, así como no quisimos formar gobierno sólo a base de los que se aliaron con nosotros antes del día 20 de diciembre”.

“Hemos querido”, dijo, “que los que ayer lucharon entre sí estuvieran hoy reunidos dándole a cada uno lo mejor de sus fuerzas al pueblo que es nuestro y es de ellos.  No deseamos el poder para gobernar con amigos contra enemigos, sino para gobernar con dominicanos para el bien de los dominicanos”.

Su reproche era sólo en parte justo.  El mismo había llevado sus enconos al extremo.  Ninguno de los cinco miembros civiles del Consejo de Estado, encabezado por el licenciado Rafael F. Bonnelly, que organizó las elecciones y aseguró el traspaso pacífico y ordenado al poder, recibió la invitación oficial para asistir a los actos de juramentación y traspaso del mando.   Tampoco se cursaron invitaciones a los miembros del Gabinete saliente.  Sólo dos integrantes del Consejo, los generales de brigada Antonio Imbert Barrera y Luis Amiama Tió –el primero vestido de militar y el segundo de civil- acudieron a la ceremonia, pero no existían certezas de que hubiesen sido invitados.  La presencia allí de Imbert y Amiama se entendía sólo dentro del contexto del papel que ambos desempeñaron en la eliminación física de Trujillo.  Eran los dos únicos sobrevivientes del tiranicidio y ambos ejercían  una influencia muy poderosa en los círculos del poder tradicional.  Esta excepción tenía muchas explicaciones.  Una de ellas podía ser que el Presidente sabía poner límites a sus enconos.  Bosch tampoco dio participación alguna al Gobierno saliente en la preparación de los ceremoniales del traspaso.  Los defectos de esa omisión deliberada quedaban de resalto en el desorden que envolvía la ceremonia, prevista de todo menos de la solemnidad deseable en estos casos.

Sin embargo, el Presidente prometía ser imparcial y justo, aún con sus adversarios.  “Un gobernante democrático debe tener oídos abiertos para oír la verdad, ojos activos para ver lo mal hecho antes de que se realice, mente vigilante para que nadie ponga en peligro la libertad de cada ciudadano y un corazón libre de odios, dedicado día y noche al servicio del pueblo”.  Si fallaba en esa misión, aseguraba el Presidente, “si nuestra corta capacidad nos impide tener oídos abiertos, ojos activos, mente vigilante, nuestra naturaleza y nuestra historia les asegura a los dominicanos que tenemos un corazón libre de odios.  No espere nadie el uso del odio mientras estemos gobernando”.

Había llegado a la Presidencia, agrego, para servir y trabajar por la causa del pueblo.  “Nosotros estamos aquí con la decisión de trabajar, no de odiar; dispuestos a crear, no a destruir; a defender y a amparar, no a perseguir.  Y a seguidas hizo una apelación a la concordia y a la lucha común. “Pongamos todos juntos el alma en la tarea de acabar con el odio entre los dominicanos como se acaba con la mala yerba en el campo que va a ser sembrado; pongamos todos juntos el alma en la tarea de edificar un régimen que de amparo a los que nunca lo tuvieron, que de trabajo a los que lo buscan sin hallarlo, que de tierras a los campesinos que la necesitan, que de seguridad a los que aquí nacen y a todos los que erran por el mundo en pos de abrigo contra la miseria y la persecución.

También estaba consciente de la inutilidad de confiarlo todo a la suerte y a las buenas intenciones.  Los buenos deseos, decía, deben ser transformados en hechos.  “Los pueblos dignos, como los hombres con estatura moral, buscan dar, no recibir; buscan ayudar, no pedir ayudas.  Si debido a la desgracia que nos abatió durante treinta y dos años hemos tenido que ir por el mundo democrático en solicitud de ayuda, no debemos acostumbrarnos a vivir de ella”.   Ahora había llegado el tiempo de “bastarnos a nosotros mismos, a levantarnos con nuestras fuerzas, a labrar la estatua de nuestro porvenir con manos dominicanas”.

El país estaba a punto de estrenar una nueva forma de vida política.  Cientos de miles abrigaban esperanzas de cambios en sus vidas de soledad y desesperanzas.  La gente que clamaba por puestos de trabajo, escuelas y hospitales para sus hijos, tal vez esperara demasiado de un Gobierno que carecía de posibilidades de encarar todos esos desafíos en el corto plazo.  Por eso, Bosch advertía allí, en medio de aquel calor sofocante y ruido creciente que apenas dejaba oír su fuerte voz como un murmullo, distorsionado por el eco que producían las paredes y los gritos de la muchedumbre inquieta que retozaba entre los jardines –adornados con banderas nacionales y de los demás países americanos-, que nada de eso sería posible de inmediato.  Era un mensaje que nadie parecía dispuesto o interesado en escuchar esa tarde de fiesta.

“Nada se obtiene de un día para otro; el mismo Dios, según se lee en el Génesis, tardó siete días en crear el mundo y poblarlo de seres vivos, de árboles y de luz.  Pero todo se logra con el trabajo, con la persistencia y con la fe…”  El Presidente no se hacía ilusiones con respecto a las dificultades que ese esfuerzo representaba.  “Así como nada se obtiene de un día para otro”, dijo, “nada se obtiene sin luchas.  Debemos luchar contra los obstáculos que tiene la República en su camino”.

Bosch entraba en materia.  Haciendo un alto para permitir que se apagaran los vivas y los aplausos de gente que apenas entendía el contenido de sus palabras, el Presidente dejaba traslucir qué se proponía de inmediato.  “Los próximos meses serán de freno para muchos, porque estamos en el caso de evitar que las finanzas nacionales se nos desplomen a causa de gastos sin control”.  El país, decía, era rico a pesar de las miserias dominantes.  Y si el Gobierno obtenía la colaboración del Congreso y del resto de la sociedad, entonces era factible realizar la reforma agraria y disponer de los medios indispensables para aumentar la producción agrícola, con lo cual el país estaría “en capacidad de evitar la inflación que nos amenaza”.

Tampoco ocultaba Bosch su propósito de adelantar cambios en la estructura social.  Pero se cuidaba de despertar sospechas prematuras.  Durante los arduos días de campaña, todavía frescos en el debate político, había sido frecuentemente acusado por sus oponentes, sacerdotes y obispos de estimular la “lucha de clases” y de indisponer a pobres contra ricos.  Al entender de la gente que votara en contra suya, de los empresarios más influyentes, de los jerarcas de la Iglesia Católica, que insinuaban constantemente su presunta filiación comunista, Bosch era un agitador.  Toda su fuerza y encanto político los extraía de explotar el morbo natural que, según creían, late en las clases bajas, aquella multitud que se dejaba arrastrar por la fantasía de una retórica llena de referencias a cosas simples de la vida diaria, que no encajaban en la idea que esa clase dirigencial, ahora desplazada del poder, tenía de la alta política y del arte de gobernar.

Nuestro país es rico y nuestro pueblo es inteligente.  Tenemos una tierra fecunda y gente que desea trabajarla.  En otros países de América los latifundios mayores se hallan en manos privadas, pero aquí las fincas más extensas son bienes del Estado.  Vamos a juntar al hombre con la tierra, al inteligente hombre dominicano con la rica tierra dominicana, y estemos todos seguros de que eso se hará o no habrá democracia en este país”.

Dentro de la moderación que las circunstancias le imponían, Bosch delineaba así con perfecta claridad uno de sus propósitos esenciales:   la democracia, quería decir, no era únicamente un conjunto de medidas para asegurar cierto grado de ejercicio aceptable de las libertades políticas.  Era necesario, imprescindible para la supervivencia de esas libertades, que se diera sentido y contenido a la democracia; que la gente común y corriente dispusiera de medios para colmar sus aspiraciones que a fin de cuenta nunca serían muchas ni desorbitadas.  De los gritos y consignas de la gente que se alborotaba a su alrededor, resultaba fácil deducir las urgencias que motivaban a los grupos más pobres que habían dado su voto al Presidente.  Ese mediodía caluroso, del 119 aniversario de la declaración de Independencia, acudían al Congreso seducidos por la emoción de ver hecha una realidad en la cual cifraban demasiadas esperanzas.

Las referencias religiosas que siguieron, tenían probablemente el propósito de superar meses de severos antagonismos con la Iglesia.  Esta era un verdadero y silencioso poder que apenas había experimentado pérdidas en los dos años anteriores de desmantelamiento de la estructura trujillista.  En los campos la gene se flagelaba todavía en cumplimiento de una promesa a la Virgen de la Altagracia o la Virgen de las Mercedes.  El pueblo no formulaba nunca reproches importantes a los largos años de colaboración de la jerarquía católica con la dictadura.  El desmoronamiento de la estructura de poder trujillista, a partir de la salida de la familia del tirano el 19 de noviembre de 1961, tras el pronunciamiento militar de la base aérea de Santiago encabezada por el general Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría, había excluido de la ola de expropiación los bienes y privilegios que con la firma del Concordato a mediados de los años’50, obtuvo la Iglesia.

En cambio, la Pastoral del Episcopado leía en todos los templos el 25 de enero de 1960, haciendo fuertes e inusitadas críticas a la situación política del país, logró borrar de un plumazo todo ese largo período de convivencia.  Tomando en cuenta las circunstancias y los precedentes, era obvio que la inclusión del párrafo siguiente, en el discurso de juramentación de Bosch, encerraba algo más que una simple exhibición de erudición bíblica.  Ese 27 de febrero, era por coincidencia miércoles, miércoles de cenizas.  Y el Presidente creía ver en ello una señal oportuna, válida para una advertencia… “y el miércoles de ceniza, al tiempo que se les hace la cruz en la frente, los fieles oyen las palabras eternas Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás.  Algún día, como decía la sentencia bíblica, todos seremos polvos y de nosotros quedará el recuerdo, sólo si le damos a este pueblo y a la América lo que el pueblo dominicano y la América esperan de nosotros”.

Nadie podía precisar esa tarde calurosa qué podían esperar el pueblo dominicano y América del nacimiento de este primer gobierno democrático.  Las expectativas eran muchas y los recursos para colmar todas las necesidades escasos.  Después de más de treinta años de silencio, los dominicanos aprendían a decir lo que habían mantenido callado durante gran parte de sus vidas.  Todo el mundo parecía dispuesto a reclamar sus derechos, nadie lucía dispuesto a reconocer sus deberes.  En este estallar de libertad, a veces irresponsable, pocos estaban dispuestos a reconocer las limitaciones del campo del ejercicio democrático.  Esa era, en esencia, la más grande dificultad a que se enfrentaba Bosch.  Las apelaciones a sus contrarios para dejar atrás viejos antagonismos, con sus promesas de gobernar sin “odios”, habían sido imprecisas e indirectas.  La exclusión de la lista de invitados a los actos de juramentación de los integrantes del Gobierno saliente que le entregaban el Poder sin regateos de ninguna especie, era un mal síntoma.  Era señal inequívoca de que las fieras luchas de campaña estaban aún vivas y que dominarían el futuro inmediato.

Su negativa a ceñirse a la tradición, rechazando, sin explicación oficial, la imposición de la banda presidencial, que era desde los inicios mismos de la República el símbolo del poder y la dignidad política, constituía una muestra del desprecio de Bosch por las normas establecidas.  Esto era otro punto en su contra, si se analizaba dentro de las costumbres de la sociedad dominicana de 1963 a aceptar ciertas reglas de la tradición como valores inmutables.  Bosch había permanecido demasiado tiempo en el exterior, como exiliado, como para llegar a entender estas sutilezas de una sociedad muy apegada al legado de los mayores.  La clase alta vio en este rechazo de Bosch por el protocolo una repulsa a las ideas dominantes, un desafío a las reglas y una amenaza al stablishment.  Muchos de sus partidarios vieron en ese gesto una muestra de su imposibilidad para actuar en el terreno de sus enemigos.  Los de abajo, los que atiborraban el escenario tan poco protocolar de la juramentación, no alcanzaban a ver señal alguna en el gesto.  Si se le medía en función de los resultados, Bosch no había logrado alcanzar ningún objetivo visible con esa inusitada muestra de desdén por la tradición política dominicana.

La República despertaba, por fin, a una nueva etapa de democracia y esperanzas.  Pero el nacimiento, como ocurre a las parturientas, deja sus huellas.  Lejos de haberse iniciado un período de comprensión y entendimiento, las rivalidades políticas y los resentimientos resultantes de una lucha por el dominio del poder y los privilegios que de él derivan, parecían haber sellado, con marca imborrable, el difícil camino que Bosch habría de recorrer a lo largo de los próximos meses.

Serían meses de prueba y tensión que marcarían, a su vez, el destino de la propia democracia dominicana.  El país no tendría que esperar mucho para comenzar a ver los resultados.  De hecho, el destino había marcado la ruta desde mucho antes de la toma de posesión.  La historia estaba ahí, escrita en los periódicos y panfletos y era demasiado reciente para olvidarla.

El Presidente estuvo muy ocupado el resto de su primer día en el cargo.  Del Congreso se dirigió, en compañía del Vicepresidente doctor Segundo Armando González Tamayo y líderes del partido al Altar de la Patria, en el céntrico Parque Independencia, donde rindió homenaje a los fundadores de la República, Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella.  De allí se trasladó a la Hacienda Nigua, antigua propiedad de la familia Trujillo, ubicada a unos 25 kilómetros al suroeste de Santo Domingo, para rendir tributo a las personas asesinadas en ese lugar el sábado 18 de noviembre de 1961, poco antes de que Ramfis Trujillo abandonara para siempre el país, en represalia por su participación, directa e indirecta, en el complot que culminara con la muerte del dictador.

En la ocasión, Bosch resaltó, en un discurso improvisado ante las viudas y familiares, el valor del sacrificio de las víctimas.  “La patria dominicana necesitaría en un día como hoy la presencia de estos hombres.  Tiene su recuerdo.  Ojalá que se recuerden las tumbas, para que cada dominicano contribuya a mantener la libertad en este país, la justicia para todos, el amor para todos.  Ojalá que su recuerdo contribuya para que podamos lavar la sangre derramada durante tantos años, con un régimen de vida y de gobierno que nos permita a todos los dominicanos llamarnos hermanos y querernos como hermanos y actuar como hermanos y beneficiarnos como hermanos…”.

Era un acto eminentemente político, que en parte subsanaba las omisiones desafiantes del protocolo de la juramentación de apenas unas horas antes.  La importancia política de esta iniciativa radicaba en el hecho de que las víctimas de la Hacienda Nigua, consideradas como “héroes nacionales”, habían sido gente de la Unión Cívica Nacional (UCN), que Bosch derrotara ampliamente en las elecciones y el Consejo de Estado, al que él sucedía en el poder.  Los cívicos consideraban a esos muertos como parte del sacrificio ofrendado por ellos al país en aras de la democracia.  Imbert y Amiama, los dos únicos sobrevivientes del tiranicidio, eran sin duda dos de las figuras más influyentes, sin cuyo apoyo resultaría difícil gobernar.  Ambos habían ido a Nigua a rendirles también tributo a los héroes.  Después de juramentar a los miembros del Gabinete, el Presidente presenció una parada militar con la participación de tropas, aviones y barcos de los ejércitos de Estados Unidos, México y Venezuela.  Constituía una demostración del respaldo al nuevo gobierno de parte de la comunidad hemisférica.  El entusiasmo popular desbordante de la desordenada ceremonia de instalación, seguía en aumento esa tarde.  La multitud agolpada alrededor de la tribuna presidencial, en la avenida del malecón donde tenía lugar el desfile militar, comenzó a hacerse incontrolable.  Al final de la parada, agentes policiales dispersaron con el uso de la fuerza a grupos que portaban pancartas de protesta contra el presidente Betancourt.  Tres personas resultaron golpeadas y diez arrestadas, según un despacho de la UPI citado por El Caribe.  Los manifestantes eran en su mayor parte adolescentes, pero de acuerdo con el despacho “diplomáticos y otras personas que se encontraban en la tribuna informaron que el Vicepresidente de los Estados Unidos, Lyndon Johnson y otros dignatarios fueron escoltados fuera de la tribuna”.  La policía identificó posteriormente a los manifestantes como partidarios del Frente de Liberación Nacional de Venezuela.

Más tarde Bosch suscribió una declaración conjunta con sus colegas, de Venezuela Betancourt; Costa Rica, Francisco J. Orlich; y Honduras, Ramón Villedas Morales.  La declaración reiteraba la fe de los firmantes en la libertad y la democracia, resaltaba “la extraordinaria significación” que tenía para América el establecimiento de un régimen elegido por el pueblo en la República Dominicana, formulaba un compromiso de cooperación multilateral que diera vida a los fundamentos del sistema interamericano y expresaba su firme respaldo al gobierno dominicano.  Como todas las de su género, la declaración conjunta venía a ser el colofón obligado de todo encuentro presidencial.  Pero en el contexto de la realidad dominicana, constituía un instrumento de vital importancia para un gobierno nuevo que se movía sobre terreno movedizo.

La complejidad de los problemas a que debía hacer frente Bosch, desde ese mismo día, podían deducirse de un despacho internacional firmado por el corresponsal norteamericano Henry Raymont, que El Caribe publicara en primera página de su edición del día siguiente, 28 de febrero.  El vicepresidente Johnson anunciaba el respaldo de Estados Unidos al nuevo gobierno, pero según el despacho el vicepresidente  “no se sentía preocupado por la omisión de Bosch de referencia alguna a la Alianza para el Progreso en su discurso inaugural”.  Esa omisión era interpretada ya por el corresponsal “como un movimiento táctico para mantener quietos a los izquierdistas extremistas durante el sensible período inicial de su gobierno cuando tendrá que tratar de balancearse rápidamente con las fuerzas políticas rivales”.

Y añadía: “la evidencia de la magnitud y complejidad de la tarea que espera al nuevo gobierno, podía verse en el ánimo de la muchedumbre que se extendía en unas 30 cuadras a lo largo de la ruta del desfile militar efectuado en la tarde por el malecón de las palmeras”.  El despacho continuaba:

“Cuando uno caminaba algo más lejos, revisando la tribuna frente al ministerio de Justicia, el público parecía menos amistoso para Estados Unidos o Bosch.  Cerca de la tribuna de honor donde ocupó asiento el nuevo presidente rodeado por dignatarios visitantes, se escucharon gritos fuerte de ‘¡Vivan los yankis, abajo Fidel!’; empero, a sólo cinco cuadras más, la turba incontrolada frecuentemente rompía el cordón policial, suspendiendo temporalmente el desfile.  Las actitudes parecían oscilar desde seguidores leales del ajusticiado Trujillo hasta un claro rufianismo de juventud libre sin experiencia después de décadas de un régimen policial de hierro.  Unos cien truhanes rodearon el obelisco y gritaron: ‘asesinos, viva el general Ramfis’, mientras las unidades mecanizadas dominicanas cruzaban desfilando.  Así aludían al hijo del tirano, Rafael, quien dominó brevemente después del ajusticiamiento de su padre el 30 de mayo de 1961, y luego se vio forzado a huir del país bajo presiones combinadas internas y de Estados Unidos.  Las mismas unidades de la marina norteamericana que fueron aclamadas calurosamente cerca de la tribuna principal, fueron abucheadas fuertemente cuando pasaron por el obelisco”.  El “obelisco” es un monumento erigido, por Trujillo años atrás, en la avenida del malecón, bordeado de palmeras. 

Prejuiciada o no, de la interpretación dada por el periodista Raymont a estos incidentes podía deducirse ya, en su primer día como Presidente, la naturaleza y complejidad de los problemas que aguardaban a Bosch.

El gabinete designado en los dos primeros decretos emitidos por Bosch quedó integrado de la siguiente manera:

-General Víctor Elby Viñas Román, ministro de las Fuerzas Armadas (confirmado);

-doctor Miguel Ángel Domínguez Guerra, farmacéutico nativo de San José de Ocoa, ministro de Interior y Policía;

-doctor Abraham Jaar, médico que había vivido gran parte de su vida en Venezuela, ministro de la Presidencia:

-Andrés Freites Barrera, primo del general Antonio Imbert Barrera y ex embajador en Washington, ministro de Relaciones Exteriores;

-licenciado Jacobo Majluta, ex administrador de la Chocolatera Industrial, una de las empresas de Trujillo, ministro de Finanzas;

-doctor Buenaventura Sánchez Félix, quien residiera muchos años en el exilio, ministro de Educación;

-Silvestre Antonio Guzmán Fernández, hacendado de la región Norte, sin ninguna experiencia en la administración pública, ministro de Agricultura;

-doctor Samuel Mendoza, médico recién regresado del exilio, ministro de Salud Pública y Previsión Social;

-licenciado Silvestre Alba de Moya, hacendado con experiencia en varias posiciones públicas, ministro del Trabajo;

-doctor Luis Lembert Peguero, abogado del sur, ministro de Justicia;

-ingeniero Luis A. del Rosario Ceballos, joven profesional de la oriental ciudad de La Romana y técnico del partido, ministro de Obras Públicas;

-doctor Diego Bordas, abogado y empresario, antiguo exiliado y participante en la frustrada expedición de Cayo Confites, a finales de los años 40, ministro de Industria y Comercio;

-José Antonio Brea Peña, comerciante, propietario de tres estaciones de radio que transmitían regularmente los programas del PRD, ministro de Administración, Control y Recuperación de Bienes, un ministerio creado dos años antes para administrar las propiedades confiscadas a la familia Trujillo;

-doctor Francisco Humbertilio Valdés Sánchez, odontólogo nativo de Higüey y miembro del Comité Ejecutivo central del PRD, ministro de Estado sin Cartera;

-doctor Osvaldo B. Soto, abogado muy conocido, procurador general de la República.

A pesar de lo sucedido, el primer día de Bosch como presidente fue una jornada feliz a la luz de los antecedentes.  La rivalidad política había estado a punto de encender la chispa de una gran confrontación apenas unos días antes de las elecciones, cuando, inesperadamente, el PRD propuso un cambio de fecha de las votaciones.  Esto ocurrió el 17 de diciembre, a tan sólo tres días de los comicios.

En el clímax de un ambiente tenso, caracterizado por acusaciones entre el PRD y la UCN y entre el primero y la jerarquía católica, el partido de Bosch envió una carta a los miembros del Consejo de Estado pidiendo formalmente la posposición de las elecciones hasta el mes siguiente.  La misiva firmada por Ángel Miolán, presidente y Washington de Peña, secretario general, exponía que el evento del 20 de diciembre no reunía “las condiciones de pureza y limpidez necesarias”, debido a la existencia de elementos fraudulentos en el mecanismo electoral y de grave coacción en el ejercicio del sufragio.

La comunicación citaba una serie de hechos e irregularidades en las mesas electorales distribuidas por todo el país y enfatizaba los inconvenientes derivados de las acusaciones sobre la presunta militancia comunista de Bosch.

“Por último, sobre el candidato del PRD y sobre su militancia gravita aún la temible acusación de comunistas, lanzada antojadiza e infundadamente por algunos sacerdotes desviados de las pautas de neutralidad política trazadas por su superiores”.  Según el PRD, el impacto moral “causado por tan tremendo estigma” hacía indispensable una labor de reparación sosegada imposible de realizar en el plazo de días en que se encontraba el país de las elecciones.  Por tales razones, solicitaba “respetuosamente” al Consejo de Estado “disponer la transferencia de las elecciones” para el 21 de enero, día de Nuestra Señora de la Altagracia.

La solicitud estremeció el ambiente político, ya conturbado por denuncias previas del PRD, poniendo en entredicho la imparcialidad del Gobierno.  El 15 de diciembre, el Consejo de Estado se vio precisado a aclarar la situación.  En un comunicado, rechazaba la acusación de que ello suponía un plan para perpetuar al gobierno colegiado más allá del plazo de entrega del poder al ganador de las elecciones, fijado para el 27 de febrero siguiente, aniversario de la gesta de Independencia.

Esta inesperada crisis era el colofón de una serie de acciones pre electorales que  alcanzó su clímax a finales de noviembre cuando el PRD, en carta abierta al Consejo de Estado, hizo su primera amenaza de abstención en el alegato de que “no existe aún el clima ni las condiciones indispensables para la celebración feliz de los comicios”. Cuatro días después, el presidente Rafael F. Bonnelly respondió la comunicación reiterando las garantías sobre el proceso y prometiendo incorporar al Presidente electo y al partido ganador a los trabajos protocolares de transmisión del mando para que ésta “se opere de manera armónica”.

Como quedó de manifiesto en la ceremonia de instalación de Bosch, esa promesa no bastó para restablecer la armonía y la confianza mutua.  Las elecciones y la entrega del poder al primer gobierno escogido por las mayorías por voto directo, no parecían suficientes para asegurarle al país un período de tranquilidad y cooperación entre los adversarios que controlaban el ambiente político.

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