“No hay que tener miedo de la pobreza, ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte. De lo que hay que tener miedo es del propio miedo”.

EPICTECTO

“A veces nuestro destino se parece a un árbol frutal en invierno: ¿Quién va a pensar, ante su triste aspecto, que esas rígidas ramas reverdecerán en primavera?”

JOHAN WOLFGANG VON GOETHE

Había dejado de llover y repentinamente el tiempo mejoró. Sentado en la terraza de la residencia de la familia Lovatón-Ginebra, la número once de la calle Benito Monción, Mariano Sanz, ingeniero-arquitecto de 27 años, reflexionaba sobre los últimos acontecimientos políticos con la mirada perdida en el vacío. Don Máximo Lovatón, alto dirigente del PRD, administrador general de la estatal compañía de seguros San Rafael y padre de su esposa Zaida, le sacó de su abstracción llevándole a un rincón y musitándole al oído, como si temiera ser escuchado. Don Máximo le estaba solicitando su ayuda para ir a recoger a su amigo, don Juan Zuñiga, cónsul-agregado comercial a la embajada de Chile, para una misión “secreta muy importante” en el Palacio Nacional. La embajada funcionaba a poca distancia de la sede del Gobierno.

La ciudad estaba en calma y existía un estricto control del orden por las autoridades. Pero el clima de tensión era áspero y podía respirarse en el ambiente, como un fuerte sazón de cocina. El Triunvirato mantenía un intenso patrullaje. Carros blindados y soldados con armas largas custodiaban los alrededores del Palacio. Y aunque aligeradas las medidas de excepción, persistía el toque de queda dentro del estado de sitio decretado el jueves 26 pocas horas después de instalado el régimen de facto. Resultaba en extremo peligroso aventurarse en la oscuridad de la noche, acentuada por apagones parciales. Lovatón, de 54 años, necesitaba de la compañía de su yerno para dos cosas importantes: como protección y como chofer. A su edad, Lovatón creía un riesgo innecesario salir solo a cumplir tan delicada misión. Sanz no puso objeciones; nunca las ponía. Así que tomó la vanette Opel de la familia y condujo tranquilamente, deteniéndose en todas las esquinas, hasta llegar a la sede diplomática chilena, donde ya les esperaba Zuñiga, con quien se dirigieron entonces al palacio presidencial. El reloj pulsera de Sanz marcaba unos minutos antes de la siete de la noche del sábado 28 de septiembre. Nadie dijo una palabra en el trayecto. A unos cuantos kilómetros de la residencia de los Lovatón, en las oficinas de la Jefatura de Estado Mayor de la Marina de Guerra, en el Centro de los Héroes, una llamada interna sacó al capitán de fragata (teniente coronel) Arturo Bordas Betances (Purito) de su mesa de trabajo.

El oficial de 32 años, con una hoja impecable de servicio, acababa de superar el período de convalecencia de una operación del riñón en los Estados Unidos y estaba recién asignado al departamento M-2, la Inteligencia del cuerpo naval dominicana. El jefe de Estado Mayor, comodoro Julio Alberto Rib Santamaría, estaba encargándole de una de las misiones militares más delicadas desde la madrugada del golpe.

Estaba de pie ante el escritorio del Jefe de la Marina, cuando hicieron entrada otros oficiales, de menor graduación: el teniente de navío (capitán) Ernesto Pérez Navarro, de servicio en la Jefatura; y los alférez de fragata (segundo teniente) Cristóbal Tobías Artiles, Héctor Tomás Rodríguez Cruz y Benito Andújar Kelly. Con una mirada adusta y aspecto de cansancio por las horas perdidas de sueño, el comodoro Rib le dijo: -Bordas, te entrego estos oficiales de mi más absoluta confianza para que juntos se reporten a la fragata Mella y se constituyan en custodias del ex presidente Bosch y, por ende, en responsable de su seguridad y de su vida. Usted responderá por el incumplimiento de esta orden. -¿Cuál es el destino de nuestra misión, señor?- preguntó Bordas, haciendo sonar sus tacones al saludar a su superior, puesto de pie. -¡Esas instrucciones le serán dadas más tarde! El oficial de inteligencia naval llevó al grupo a su oficina para una pequeña reunión, tomaron sus equipos de armas y se dirigieron luego a los muelles de Sans Soucí, en la ribera oriental del río Ozama. Allí estaba surta la fragata presidencial, con las máquinas encendidas ya para una larga y desconocida travesía. La orden dada por teléfono esa misma tarde al teniente de navío (capitán) médico de la Marina de Guerra, doctor Abelardo Bienvenido Lora Beltrán, de 39 años, adscrito a la Jefatura de Estado Mayor, no tuvo nada de extraño. Estaba acostumbrado a que se le usara como oficial médico a bordo en cualquier sorpresiva misión, respecto a la cual, por disciplina militar, no solía hacer preguntas. El jefe de Estado Mayor le había ordenado presentarse de inmediato a la fragata Mella, antigua Presidente Trujillo, buque insignia de la Marina dominicana, como oficial médico de “una tripulación especial”. Sus órdenes eran presentarse en Sans Soucí a más tardar a las 6:30 de esa tarde, por lo que sólo disponía de una escasa hora para arreglar algunos papeles, cambiarse de ropas, cosa que hizo en la jefatura y trasladarse a tiempo a su nuevo puesto. Mientras tenían lugar estos aprestos militares, en la tarde, en el Palacio Nacional se producía un serio incidente diplomático. El nuevo ministro de Relaciones Exteriores, doctor Donald Reid Cabral, había hecho llamar allí al Encargado de Negocios de la embajada de Chile, para discutir la suerte de Bosch, que exigía la protección de esa misión diplomática. Zuñiga insistía ante el Canciller que se le hiciera formal entrega del mandatario derrocado. La conversación fue subiendo de tono, con el ministro negándose a aceptar las demandas del chileno. Poniéndose de pie y empleando un tono enérgico, Reid Cabral le inquiere con intenciones de poner fin al embarazoso incidente: -Bueno, embajador, ¿Puede usted decirme una causa que justifique su actitud? -¡Mi Gobierno desea garantizarle la vida al ex Presidente! El Canciller comenzó a explicar a Zuñiga que carecía de justificación su pedido y que él representaba al gobierno de un país soberano en capacidad de adoptar medidas de protección eficaces. El tema de la extraterritorialidad fue invocado por el diplomático, en un momento de acaloramiento, lo que colmó la paciencia de Reid Cabral, quien poniéndose bruscamente de pie, con un gesto de las manos casi le grita: -¡Yo creo que usted está loco, embajador, al pedirme eso!.

La impresión que el Palacio Nacional ofrecía esa noche era de un completo desorden, cuando el Opel conducido por el ingeniero Sanz penetró, luego de pasar el registro de entrada, al recinto donde aguardaba Bosch, detenido desde la madrugada del miércoles 25. Los tres ocupantes del vehículo notaron el alto grado de tensión reinante. Oficiales y soldados, en zafarrancho, deambulaban por doquier, a veces chocándose entre sí, como si todo el mundo allí se moviera sin rumbo fijo. Seguidos de una fuerte escolta, el embajador Zuñiga, Lovatón y Sanz subieron las escaleras que conducían a la tercera planta y entraron a una amplia sala del lado Este, desde cuyo interior podían verse las débiles luces de la ciudad, normalmente bulliciosa, recogida ya a esa temprana hora de la noche. En un ángulo de la sala, adornada con amplias y gastadas alfombras, vestigios de mejores días, esperaban en silencio un grupo de oficiales, muchos de ellos mostrando manchas de sudor en sus uniformes. Era la segunda visita de Zuñiga ese día al Palacio. El grupo se abrió y detrás de ellos, los visitantes pudieron identificar al depuesto Presidente Bosch y a los generales Luis Amiama Tió y Antonio Imbert.

Bosch lucía tranquilo, con la vista absorta mirando hacia ninguna parte. Después de un saludo ceremonial, Amiama llevó al diplomático chileno y a Lovatón a una esquina de la habitación, luego de que éste y Bosch se confundieran en un fuerte y prolongado abrazo. Sanz permaneció de pie, a poca distancia de la puerta de entrada, perplejo y yerto como un intruso. Bosch vestía un vistoso traje azul marino cortado a la medida. Sanz, que sentía una sincera admiración por el ex Presidente, concentró toda su atención sobre él. El pronunciado azul de traje de Bosch resaltaba su blanca y corta cabellera. Su cara parecía de piedra, inexpresiva, ceñuda, como si estuviera incómodo en su situación. “No es para menos”, pensó Sanz. Imbert se separó de Bosch y se acercó a Lovatón, Zuñiga y Amiama y los cuatro conversaron calladamente por unos minutos. Reinaba una gran expectación en la sala. Varios oficiales intercambiaron miradas furtivas con Bosch y muchos de ellos le dieron breves sonrisas de satisfacción, casi de disculpas. El rostro del ex mandatario no expresaba emoción alguna. De pronto, el grupo pareció llegar a un entendimiento y se separó ruidosamente. Lovatón y Zuñiga volvieron donde Bosch y entre ellos se inició una conversación que a ratos parecía amena. Sanz continuó sin moverse. Su rigidez le daba un aspecto mucho más marcial del que ofrecían los oficiales de alto rango que se movían sin aparente objetivo, como movidos por un resorte, dentro del perímetro de la sala. Por fin, Imbert se despidió, marchándose rápidamente, seguido por su escolta. En la habitación quedaron los tres visitantes, Amiama y el ex Presidente. Media hora más tarde, Amiama hizo una señal a Bosch, a quien tomó afectuosamente por un brazo, y en tono amable, casi sumiso, le dijo: -Tenga la amabilidad de seguirme, profesor. El grupo tomó uno de los pasillos, en dirección a la parte norte del edificio, donde se les unió la esposa del ex mandatario, Carmen, quien había llegado al Palacio a las 5:55 de la tarde, según estableciera El Caribe, desde la embajada de Chile, donde estuvo como huésped desde el jueves. Al fondo del corredor, soldados con metralletas vigilaban una habitación donde estaban aún detenidos varios de los ministros del Gobierno derrocado. La puerta se abrió ligeramente dejando ver el rostro cansado, con los ojos marcados por profundas señales de insomnio, del ex ministro de Finanzas, Jacobo Majluta, quien extendió un brazo por encima de las cabezas de dos soldados, en señal de saludo: -¡Hasta luego, Presidente!-, gritó. Los demás ex funcionarios empujaron hasta situarse en el pasillo frente a Bosch. Se miraron en silencio y el grupo, sin acuerdo previo, comenzó a cantar el Himno Nacional. Bosch se puso en firme, rígido y escuchó hasta la última estrofa, pero no hizo señal alguna para corresponder al gesto. En cambio, saludó a varios oficiales y soldados en su marcha hacia el ascensor, estrechando la mano de algunos, mientras éstos quedaban sorprendidos. Bosch entró él primero, seguido de Amiama. Luego lo hicieron Lovatón y Zuñiga. Amiama dirigió la palabra por primera vez a Sanz invitándole a ir con ellos en el aparato con un neutral: “Entre joven”. Bosch interrumpió el silencio dentro del ascensor, con una pregunta dirigida a nadie en particular: -¿Qué día es hoy? Una vez en el sótano, abordaron dos vehículos, un automóvil Ford, color negro de la Presidencia, matrícula 0-2101, a cuya antena delantera amarraron una pequeña bandera de Chile, y la Opel de la familia Lovatón. Amiama y Zuñiga tomaron asientos junto a Bosch y su esposa en el primer vehículo y dos oficiales hicieron lo mismo en la vanette conducida por Sanz. Con apenas otro vehículo más de escolta, la pequeña caravana alcanzó las calles de la ciudad desplazándose a toda marcha. El trayecto a los muelles de Sans Soucí, con las vías desiertas, les tomó sólo unos breves minutos.

Las autoridades estaban preocupadas seriamente por la seguridad de Bosch y trataron de asegurarse que no le faltara nada en los días iniciales de su exilio. Como Presidente, Bosch vivía exclusivamente de su salario y no poseía fortuna. Imbert y Amiama Tió trataron de que aceptara una suma de dinero para sus gastos. El doctor Fernando Amiama, hermano de Luis, sostuvo en una de varias entrevistas, que Bosch declinó el ofrecimiento “con gran cortesía” y “tranquilidad impresionante”, diciéndoles: -¡Dondequiera que yo llegue me abriré paso con esto!- y les enseñó su mano derecha. “Era su mano de escribir; su mano de escritor”, comentaría Amiama. Fabio Herrera, viceministro de la Presidencia, también mencionó lo del dinero, señalando que se había ofrecido a Bosch doce mil dólares en billetes norteamericanos. El peso dominicano tenía entonces paridad con el dólar. Según Herrera, Bosch se negó tajantemente a aceptarlo. El viceministro, que había sido un colaborador estrecho suyo, le razonó sin éxito que seis mil dólares correspondían a su gastos legítimos de representación que él nunca usó durante los siete meses de Gobierno. Aún sus peores adversarios han reconocido siempre esta virtud en Bosch. Para Sanz, por otra parte, aquella había sido la segunda experiencia fuerte en apenas dos días. En la mañana del día anterior, la Policía allanó el local del Colegio Dominicano de Ingenieros y Arquitectos (CODIA) en el último piso del edificio Copello, en la calle El Conde, en la zona colonial, donde se celebraba una reunión con fines de emitir un documento de repudio al golpe de Estado.

Los detenidos fueron conducidos horas después al despacho del jefe policial, general Belisario Peguero Guerrero. El comandante policial les dio un discurso: -Todos los políticos y curas decían que aquí había un gobierno comunista. Ya no lo hay. Este es ahora un gobierno democrático. Así que váyanse y no los quiero ver, por el bien de ustedes, otra vez por aquí. Mientras salía del cuartel de la Policía hacia su casa, Sanz confiaba, apenas el día antes, en no verse involucrado otra vez en asuntos como esos. Menos de una semana previa al golpe, Mercedes Fernández de Moya, esposa del ministro de Trabajo, Silvestre Alba de Moya, recibió en su casa la visita de su primo el coronel Rafael Fernández Domínguez, líder del sector militar favorable a Bosch. Entre ambos existía otro vínculo familiar, pues el oficial estaba casado con Arlette Fernández, sobrina de doña Mercedes.

El interés del coronel Fernández Domínguez era convencer a Bosch a través de su prima de la necesidad de anticiparse a la conspiración destituyendo al general Belisario Peguero Guerrero y otros oficiales. No debían abrigarse temores de una decisión como esa. En tal eventualidad él garantizaría el respaldo militar suficiente para evitar una catástrofe. La esposa del ministro fue enseguida a casa de Bosch. Eran alrededor de las once de la mañana y el mandatario se había marchado. Doña Carmen, Primera Dama de la República, le dijo que su esposo volvería de un momento a otro para su breve descanso del mediodía. Mientras esperaban, la señora del Presidente le recordó cuán prudente debía ser; cuidarse de hacerle sugerencias ya que él era “el maestro”. -No vengo a hacer sugerencias- le respondió. –Traigo una advertencia para su bien. Doña Carmen insistió en que ella, Mercedes, no debía olvidar en la entrevista quien era el Presidente. Momentos después llega Bosch, quien saluda muy cortésmente a la visitante. Sin pérdida de tiempo ésta le dice su propósito: trae un mensaje urgente del coronel Fernández Domínguez “muy importante”. Bosch hace un gesto de contrariedad y permanece de pie, escuchando el mensaje, tras el cual guarda un prolongado silencio. De regreso a casa, Mercedes le cuenta a su primo, el coronel Fernández Domínguez lo sucedido. Irritado, el oficial exclamó: -¡Pues que se joda, entonces! Mercedes Fernández de Moya recordó esta experiencia cuando vio llegar al Palacio Nacional, donde visitaba a su esposa detenido con otros ministros, a la esposa de Bosch en compañía del embajador de Chile, horas antes de que la ex pareja presidencial saliera hacia el exilio. Cuando estuvieron una al lado de la otra, doña Carmen le preguntó por el coronel Fernández Domínguez. -Debe estar en su casa o en San Isidro. -¿Y que espera para actuar? La esposa del ex ministro no pudo contenerse: -¿No recuerda usted el mensaje que yo misma le llevé la semana pasada? ¡Esto era lo que Rafaelito quería precisamente evitar! El oficial de inteligencia naval Bordas Betances terminaba de supervisar las medidas de seguridad interna de la nave, cuando los dos vehículos con el ex Presidente y su esposa, se detuvieron frente a las escalerillas de la fragata y la abordaron sin detenerse. El comandante del buque, capitán de navío (coronel) Moisés Eleodoro Cordero Puente, verificó la hora, que luego anotaría en su bitácora: las 9:43 de la noche. Los dos oficiales saludaron a sus pasajeros y Bordas dio un paso hacia adelante para explicarle a Bosch: -Le acompañaremos durante todo el viaje. Pierda usted cuidado, señor, todo irá bien. Bosch se interesó en los apellidos de su jefe de seguridad a bordo y le preguntó si era familia de Emeterio Betances, humanista puertorriqueño, a lo cual respondió afirmativamente. El ex mandatario le dio unas ligeras palmadas en el brazo y luego se dedicó a ayuda a su esposa con el equipaje. La tripulación se hizo cargo de llevar las maletas al camarote presidencial, asignado a la pareja. Sólo cuatro de las quince maletas que componían el equipaje de los esposos Bosch fueron colocadas en el camarote. El resto fue llevado al despacho presidencial de la nave. Unos quince minutos después hizo su arribo el general Imbert, acompañado de su esposa Guarina Tesón (Guachi), del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó y otros oficiales, estos últimos de su escolta personal. Como había hecho minutos antes, el comandante Cordero Puente consultó la hora tan pronto como Imbert subió a la fragata. Bordas se presentó en cubierta ante Imbert para informarle acerca de las instrucciones del jefe de Estado Mayor de la Marina de custodiar y preservar la seguridad del ex presidente. Imbert le sonrió diciéndole: -Puedes utilizar también a toda mi gente para esos fines.

Poco después de la once de la noche, con un buen tiempo y cielo despejado, cargado de estrellas, la nave enfiló por la riada del río y enfiló a marcha lenta, entre cuatro y cinco nudos, hacia el Este, con rumbo todavía indefinido. La velocidad máxima del buque era de catorce nudos, pero el comandante Cordero Puente le había confiado a Bordas Betances que las calderas “no andaban muy bien”. Lora Beltrán, el oficial médico a bordo, supuso, al ver llegar a los pasajeros momentos antes, cuál era el propósito de su misión. De pie sobre el lado derecho de la cubierta observó las tintineantes y débiles luces del lado oeste de la ciudad y miró en dirección a donde calculaba, pese a la oscuridad, debía estar su casa, en los altos de un edificio de la calle Arzobispo Meriño, desde cuyo balcón, cualquiera podría presenciar la partida de la nave. Instintivamente hizo una señal de despedida en dirección a ella, que nadie, por supuesto, respondió. Una vez que los esposos Bosch se retiraran a descansar, Bordas Betances distribuyó los servicios y, siguiendo sus instrucciones, dispuso que a Bosch sólo se permitiera movilizarse en su cámara privada y en el área de la terraza de la playa de popa. El destino final del viaje era todavía un misterio, mientras la fragata se alejaba majestuosa, con la mar en calma y una noche de luna brillante, de las costas dominicanas. Ni siquiera Imbert sabía con certeza el punto final de la travesía. Cordero Puente les dijo que todavía no había recibido instrucciones precisas, las cuales confiaba tener en las próximas horas de navegación. La primera noche transcurrió sin novedad alguna. A las once de la mañana del día siguiente, la fragata se hallaba en un lugar desde el cual, situándose en las zonas más elevadas de la nave, podría divisarse Cabo Rojo, un punto de la costa sur de Puerto Rico. Bosch se levantó temprano, como era usual en él y salió a cubierta a tomar el aire fresco. A media mañana pudo ver la masa de tierra, brillando bajo el luminoso sol. Parecía de buen humor. Dirigiéndose hacia un oficial de baja graduación preguntó qué era aquello. El oficial miro en dirección a la costa y con una ligera mueca de resignación, se excusó: -No puedo decirle, señor. Soy un oficial de administración, en tierra. Bosch le espetó, molesto de repente: -¡Qué clase de oficial es usted, que no sabe por dónde vamos! Bosch quiso pasar hacia el otro lado de la cubierta, la zona que le estaba vedada, lo cual le fue impedido por otro oficial. La prohibición le enfureció más y dirigiéndose a su esposa exclamó: -Te lo dije, ¡es preso que nos llevan! Tras lo cual se devolvió y entró a su camarote del que apenas saldría durante toda la lenta travesía. A la hora del almuerzo, el primer día completo de navegación, el general Imbert y el coronel Bordas subieron al camarote de Bosch, preocupados porque éste no salía. Toda la oficialidad del buque, correctamente ataviada, le esperaba para compartir la comida, ya servida en la mesa. Bosch abrió al segundo toque de Imbert y éste en un tono cortés le dijo: -Juan, ven a la mesa para almorzar con todos los oficiales. Bosch dejó sorprendido a los oficiales con su respuesta: -¡Yo no me siento a la mesa con un hijo del general Fausto Caamaño! La reacción del ex presidente fue objeto de los más variados comentarios y algunos oficiales hicieron bromas con ella ante coronel Caamaño. De pronto, éste se levantó bruscamente: -¡Yo quisiera que me dejaran a mí a ese ovejo de mierda, para tirarlo al agua, aquí mismo! Imbert se le acercó y logró calmarlo. El mote de ovejo solían aplicarlo a Bosch sus opositores, en un tono despectivo, debido a su tez y cabellos blancos.

La apariencia de Bosch no es la del dominicano típico. El general Fausto Caamaño fue en un tiempo uno de los jefes militares más cercanos al dictador Rafael Trujillo, quien gobernó entre 1930 y 1961. Con los años adquirió fama de arbitrario y represivo. En San Juan de la Maguana, donde prestó servicios durante la dictadura, su nombre se asociaba a atrocidades contra opositores al régimen trujillista. Su hijo, el coronel Francisco Caamaño Deñó, con quien Bosch no quiso sentarse a almorzar, menos de dos años después, encabezaría la revuelta armada con la que se trató de reponerle en la Presidencia. Bosch aprobó que en plena revolución el Congreso escogido con él en las elecciones del 20 de diciembre de 1962 eligiera a Caamaño Deñó como Presidente de la llamada zona constitucionalista. Los diarios de la mañana del domingo 29 trajeron la información de la partida de Bosch al exilio, diciendo que sería llevado a Puerto Rico. La prensa dominicana carecía de detalles precisos y hacía conjeturas acerca del comportamiento del ex presidente en las horas previas a su viaje. El Caribe se hizo eco de versiones según las cuales Bosch se había declarado en huelga de hambre el sábado 28, día de su salida. Y especulaba de la manera siguiente con respecto al lugar donde sería desembarcado: “La salida del profesor Bosch y de su esposa puso término a una serie de especulaciones sobre su destino final que habían circulado todo el día de ayer. En una ocasión se dijo que el ex jefe de Estado sería enviado a Europa; pero luego se informó que viajaría a Trinidad. Finalmente se decidió enviarlo a Puerto Rico”. En realidad, la noche de la partida del buque las autoridades de facto no tenían una idea clara de hacia donde debían llevarlo. En San Juan, Puerto Rico, el gobernador de la isla, Luis Muñoz Marín, tras condenar enérgicamente el golpe de Estado, expuso su intención de acoger a Bosch como un huésped de honor. Al informar sobre la partida del ex mandatario, El Caribe también conjeturaba: “En los círculos políticos dominicanos se especula que con la salida de Bosch del país tal vez se afloje la tensión política y se despeje el camino para que el nuevo régimen de facto obtenga el reconocimiento de muchos países de América y Europa.

Sin embargo, el hecho de que viaje a Puerto Rico podría, en opinión de algunos entendidos, complicar un poco la situación, dado el hecho de que cuando el miércoles se dijo que Bosch podría llegar a San Juan, el gobernador Luis Muñoz Marín había dispuesto que la Guardia Nacional le rindiera los honores de Presidente en ejercicio”. Así estaban las cosas. Un hecho que no despertó demasiada atención, sin aparente relación con la partida del presidente derrocado, fue la salida hacia Washington la tarde de ese mismo día del embajador norteamericano John Bartlow Martin, llamado por su gobierno para consultas. Hasta el momento la Casa Blanca se resistía a reconocer al gobierno de facto. La ida con Martin del director de la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), Newell Williams, el más entusiasta de los partidarios de Bosch entre el personal de la embajada de Estados Unidos, y del coronel David C. Wolfe, jefe de la misión militar, parecía indicar un endurecimiento de la posición norteamericana. El Triunvirato estaba consternado por la noticia. La fragata continuó su marcha lenta de cuatro a cinco nudos. Al atardecer del segundo día completo de travesía, estando en un punto desde el cual podían divisarse las costas de St. Croix, Imbert y Bordas Betances se reunieron con el comandante Cordero Puente, para analizar la situación. Desde Santo Domingo habían enviado ya instrucciones por radio de desembarcar en Point-a-Pitre, Guadalupe. Pero incluían instrucciones muy firmes en el sentido de no apresurar la marcha. Tras un breve cálculo, el comandante decide echar anclas en el fondeadero de St. Croix. Al percatarse de la operación, la esposa de Bosch hizo presa de histerismo y pidió que le bajaran a tierra. La orden de fondear es revocada, levan ancla, y la fragata prosigue su lenta travesía, enfilando de nuevo mar adentro. El destino final continuaba siendo, la noche del domingo 29 de septiembre, más de 24 horas después de la partida del buque de Sans Soucí, un misterio en Santo Domingo. Las ediciones de los matutinos del lunes 30 hacían todavía especulaciones de todo tipo al respecto. En fuentes oficiales, El Caribe dijo haber obtenido “versiones contradictorias acerca del destino de la nave. Una de esas versiones decía que la fragata se dirige a Puerto Rico. La otra es que lleva rumbo a Guadalupe”. Portavoces de la embajada de Francia dijeron a ese diario carecer de informaciones sobre si el buque se dirigía a la posesión gala en las Antillas. Los periódicos dominicanos recibieron numerosas llamadas de periodistas puertorriqueños indagando si realmente Bosch sería conducido a Puerto Rico. En Washington parecían estar mejor informados. Un despacho de la agencia The Associated Press (AP) fechado en la capital norteamericana, transmitido la noche del domingo 29, decía que la fragata Mella se dirigía a Guadalupe. “De Santo Domingo a Guadalupe hay unos 1,400 kilómetros, y se dijo que la fragata en que va Bosch navega sin demasiada prisa”. Según la agencia, el buque salió de Santo Domingo “a eso de las 21:30” (11:30 p.m.) del sábado 28 de septiembre, lo que parecía más exacto que la hora establecida por la prensa nacional, a las 9:35 p.m. No hubo problemas mayores durante el resto del viaje. Mientras Bosch insistía en permanecer encerrado la mayor parte del tiempo en su camarote, Carmen, su esposa, solía pasar el tiempo con la señora de Imbert, compartiendo amenas veladas en que ambas tocaban el piano.

El servicio llevaba las comidas a Bosch a su recámara privada. La responsabilidad conferida al teniente de navío médico Lora Beltrán, era la de velar, principalmente, por el estado de salud del Presidente depuesto. Pero durante lo que iba de travesía, el oficial médico no había podido conversar, ni mucho menos examinar, a Bosch, quien se negaba a recibir cualquier tipo de asistencia. Una mañana en que Bosch permaneció dentro de su recámara, corrió la voz de que estaba indispuesto. El oficial trató de verle, pero el ex presidente se negó haciéndole saber que no quería ver a nadie. Lora trató de enviarle unos calmantes y también los rechazó diciendo que no iba “a tomar nada”. En el corto lapso de siete meses de su Presidencia, Bosch llego a usar en varias oportunidades la fragata Mella para viajes alrededor de las costas dominicanas, en misiones de trabajo o de descanso. A menudo solía ir en ella a la isla Saona, donde compartía con los marinos de puesto allí y los pescadores. Como conocía el interior del buque y había aprendido a moverse dentro de él, se le restringió el paso a ciertas zonas. Un día, tomando el desayuno en su camarote, vertió chocolate sobre su pijama y bajó a los camarotes a ver si había otra disponible para él. Un oficial le dijo en tono de comprensión: -Señor, los marinos no suelen usar pijamas Finalmente, la fragata Mella atracó en el puerto de Point-a-Pitre al cuarto día de navegación. El capitán Cordero Puente apuntó en su bitácora la hora, las 7:30 p.m., aproximadamente. Fueron recibidos por una comisión de autoridades, acompañados del cónsul dominicano Carlos García Fernández, a quien el general Imbert había cablegrafiado desde el buque informándole de su llegada. Fue una bienvenida oficial. Bosch y su esposa bajaron casi de inmediato. El ex mandatario se había negado a sostener contacto con la tripulación durante el trayecto. Al llegar a tierra, tuvo un repentino cambio de humor. El teniente de navío Lora Beltrán y otros oficiales recordarían con los años su único y lacónico gesto de amistad hacia los oficiales. Al abandonar el barco, Bosch se despidió con un ademán del brazo derecho, diciéndoles: “Hasta luego”. La primera noche en puerto, se negó permiso a la tripulación para bajar a tierra. La prohibición respondía a los planes de seguridad adoptados con motivo de la llegada del Presidente depuesto. Después de ingentes gestiones realizadas a través del consulado, se consintió en permitir a miembros de la tripulación, portando sus armas, acudir al aeropuerto a despedir al general Imbert y su esposa y a los miembros de su escolta. Un avión C-47 de la Fuerza Aérea, piloteado por los hermanos Mario y Alfredo Imbert McGregor, coroneles ambos, había aterrizado allí para trasladarlos de nuevo a Santo Domingo. El avión despegó a las 12:30 de la tarde. Varios oficiales aprovecharon el escaso tiempo en tierra para comprar regalos y otras cosas para el regreso. Entre la mercancía adquirida había neumáticos de automóviles, que no pudieron subir al buque. Antes de partir, Imbert los consoló: -¡No se preocupen, muchachos. Yo les daré esas gomas allá, a nuestro regreso! La fragata, por su parte, emprendió el regreso a las 6:30 de la tarde. No fue una travesía tranquila. Los fuertes vientos del huracán Flora los acompañaron durante el trayecto de vuelta a casa.

En los días finales de septiembre y los primeros de octubre de 1963, dos fuertes huracanes azotaron el Caribe. Las costas del litoral norte de la República Dominicana fueron duramente afectadas por el paso del huracán Edith, los dos días siguientes al golpe de estado, el 26 y 27 de septiembre. Entre el 4 y el 8 de octubre, otro huracán denominado Flora azotó todo el litoral Sur de las Antillas. El área de influencia de este huracán fue enorme. Aunque el Mella zarpó el martes uno de octubre de Point-a-Pitre, debido a su marcha lenta por los problemas de caldera que tenía, no pudo eludir los efectos de las ráfagas del fenómeno moviéndose detrás de él a muchas millas de distancia. Al día siguiente, 2 de octubre, el cónsul García Fernández, rindió un breve informe al Ministerio de Relaciones Exteriores, en Santo Domingo: “Sobre los particulares descritos, cortésmente informo: Todos estos fueron cumplidos a cabalidad. Por instrucciones del general Imbert, busqué alojamiento al ex Presidente en el Hotel Carabeille de esta ciudad. Por razones desconocidas, la autoridades no permitieron desembarcar a los uniformados del buque y el general Imbert, que fue autorizado a hacerlo, en un gesto de compañerismo y nobleza se negó rotundamente y al insinuársele que sin uniforme podían hacerlo, contestó: `yo no deshonro mi uniforme’. Hubo compañerismo entre la Marina francesa y la dominicana. El secretario del Prefecto, señor Celest, me pidió disculpas y me hizo saber que todo se debió a que el Prefecto0 se encuentra de vacaciones en Paris. Espero instrucciones. El primero de octubre, en horas de la tarde, salió en un avión militar el general Imbert acompañado por sus edecanes portando sus respectivas armas y el que suscribe estuvo allí hasta el momento de la partida regresando a ocuparme de la partida del buque”. El cónsul añadía el postdata siguiente: “Aparte una relación de los gastos. En correo por separado, pues estoy reuniendo los comprobantes”. En las semanas siguientes al golpe, el Triunvirato hizo ingentes esfuerzos por presentar al efímero régimen de Bosch como corrupto. Fue uno de sus grandes fracasos. La reputación del ex Presidente era la de un hombre austero, decidido a vivir del producto exclusivo de su trabajo. Las insinuaciones de corrupción encontraron poco eco en la prensa internacional. Muchos diarios del exterior, por el contrario, dedicaron amplios espacios para resaltar la sencillez con que Bosch y su esposa vivían. El 30 de septiembre, mientras Bosch navegaba hacia el exilio, el Miami Herald publicó un despacho de su enviado especial Al Burt que decía: “La breve y rara leyenda del Presidente Juan Bosch terminó con la reclamación de los muebles de su casa por una tienda y una cuenta bancaria de $101.04 que dejó para pagar a sus acreedores”. Según Burt, como Bosch adquiriera los muebles a crédito “dejó instrucciones en el sentido de que fuesen devueltos a la tienda. Su balance bancario fue dejado para sus acreedores”. El Triunvirato no se dio por vencido. Gastaría muchos recursos y tiempo en una tentativa inútil por cambiar esta imagen de probidad que la gente tenía de quien había sido por siete meses su Presidente. Por aquel entonces, el Departamento de Estado tenía poca fe en la capacidad del Triunvirato para gobernar con éxito. En su libro, el embajador Martin dice: “El mismo día en que salí de la República, los golpistas habían deportado a Bosch en el Mella. Por petición propia le había acompañado nada menos que Tony Imbert –había llamado a Imbert `mi buen amigo’. Tal vez esperaba dividir a los militares, proteger su propia vida, o hacer caer a Imbert con él”. Encuentra también curioso que el vicepresidente González Tamayo, por “petición propia”, fuera llevado al aeropuerto, para su deportación, por el también “su buen amigo Luis Amiama Tió”. Obviamente, Martin tenía muy baja opinión del gobierno de facto. “El Triunvirato constaba de tres individuos decentes de capacidad media, pero sólo servían de fachada para los pistoleros que se habían apoderado del mando”. Según Martin, uno de los errores fatales del nuevo régimen había consistido en distribuir puestos ministeriales entre los partidos que Bosch había vencido en las elecciones, destacando que el de Horacio Ornes se había llevado “los dos ministerios más gordos”. Tras su llegada a Washington, Martin se dedicó a preparar para el presidente Kennedy un informe evaluativo de la situación dominicana. De acuerdo a como él mismo lo explica, la mejor de las opciones estaba entre varios de los ministros de Bosch, como Antonio Guzmán, Héctor García Godoy, Buenaventura Sánchez, Ramón Vila Piola y Silvestre de Moya. Martin tenía favoritos también en el campo cívico, mencionado entre éstos a Donald Reid Cabral y a Marco Cabral, a los cuales no ubicaba en ningún partido político.

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