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Corrían los primeros días de diciembre de 1962.  En una lluviosa y calurosa tarde, en la ciudad de Colón, Panamá, conversaba con tres oficiales del Ejército Nacional que realizaban estudios superiores en la base norteamericana de Fort Gulick y, como es lógico suponer, el diálogo, necesariamente, tuvo que girar en relación al panorama político dominicano, en vísperas de las primeras elecciones generales libres desde la ascensión al poder, en 1930, del general Rafael L. Trujillo.

Uno de los oficiales me sorprendió cuando me dijo, sin el menor dejo de rubor, que las elecciones serían ganadas, libremente, por el profesor Juan Bosch, cuya candidatura sustentaba el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), formado en La Habana, durante la dictadura de Trujillo.  Ese mismo oficial, en forma aparentemente categórica, me participó que las Fuerzas Armadas estaban preparadas para dar su respaldo a Bosch.  Tajantemente, y con el asentimiento de sus dos compañeros de armas, añadió que si “por un milagro”, la principal fuerza opositora a Bosch, la derechista Unión Cívica Nacional (UCN) ganaba el certamen electoral, los militares dominicanos estaban “listos” para tomar el mando al menor atisbo de “revanchismo” y no permitirían que el “antitrujillismo” fuera tomado como bandera, por los cívicos, para hacerse del poder económico que había sido detentado por el dictador y los suyos y que había pasado a manos del Estado.

Las elecciones generales fueron celebradas el 20 de diciembre. El PRD y Bosch derrotaron, en forma aplastante, a los cívicos.  Bosch juró el 27 de febrero de 1963 y siete meses después su gobierno era derrocado por un golpe militar con el evidente respaldo de la extrema derecha dominicana, parte del clero católico y de segmentos de poder de los Estados Unidos.

Si era cierto, como se dijo en Panamá en diciembre de 1962, que los militares respaldarían a Bosch, ¿qué había ocurrido en apenas unos meses, que esos mismos militares se atrevían a derrocar al primer gobierno emergido de las urnas en casi medio siglo?

Para derrocar a Bosch, los militares dominicanos recurrieron al desacreditado expediente de que el presidente era tolerante con los comunistas.  Cabe apuntar, sin embargo, que la conspiración contra Bosch se inició, de hecho, tan pronto se conoció que había sido el triunfador, en forma decisiva, en los comicios del 20 de diciembre.

Bosch, en realidad no hizo ni trató de hacer un gobierno revolucionario o cosa que se le pareciera.  Su mandato de siete meses, a lo sumo, fue un tanto reformista, un tanto indeciso, tratando, inútilmente, de evitar confrontaciones con grupos de presión que siempre le serían adversos.

Cuando Bosch juró la Presidencia se le echó en cara que había roto normas protocolares y que se había negado a ceñirse la banda presidencial, calificada como “el símbolo del poder y la dignidad política”. Es bien cierto que Bosch descartó esa práctica.  Pero se olvida que el dictador Trujillo permitió colocar esa banda presidencial a los doctores Jacinto B. Peynado, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha y a su hermano Héctor. ¿Ejerció alguno de ellos el poder por el hecho de ostentar esa banda en un acto puramente protocolar?  Esa misma banda fue colocada en el pecho de Buenaventura Báez, Ulises Heureaux y el propio Trujillo.  ¿Simbolizaba esa banda, entonces, la dignidad?

Se criticó a Bosch, desde el mismo 27 de febrero, la formación de su gabinete presidencial.  El presidente, sin embargo, formó un gabinete, en esencia, conservador.  Si había algún izquierdista en ese gabinete, ese era el señor Miguel A. Domínguez G.  Los demás componentes del mismo giraban más bien hacia la derecha y eran hombres respetados en el país.  El secretario de la Presidencia de Bosch, el señor Abraham I. Jaar, era tildado de “izquierdista”. Jaar, quien había vivido en Venezuela durante más de diez años antes del ajusticiamiento de Trujillo, era un conocido comerciante, que hasta la década del 50 había sido propietario de la cuadra Unión en el hipódromo Perla Antillana.  Se le reputaba, asimismo, como un hombre de excelentes contactos con el Departamento de Estado, en Washington, y con la misión diplomática estadounidense en Santo Domingo.

La cúpula de la Iglesia Católica Dominicana, y como es lógico suponerlo, muchos sacerdotes, se mostraron hostiles a Bosch y a su partido, durante la campaña electoral y después de ésta.  En una ocasión el Episcopado llegó a calificar el programa de Bosch como de “filo marxista demasiado patente”.  Los prelados católicos, respaldados por la extrema derecha, censuraron el hecho de que el proyecto de Constitución no reconocía el Concordato firmado entre Trujillo, a nombre del Estado, y la Santa Sede.  Esa era, en verdad, otra falacia para fustigar al naciente gobierno. Trece años después, en la Constitución de 1966, tampoco se mencionaba el Concordato –que se mantiene vigente-, pero ningún obispo estimó que ese hecho constituía una prueba de tendencia marxista o comunista del gobierno iniciado el primero de julio de ese año por el doctor Balaguer.

No hay duda alguna de que Bosch cometió errores durante su breve gestión gubernativa.  Esa gestión, sin embargo, fue un ejemplo de ejercicio de libertades públicas, durante la cual ningún dominicano fue encarcelado, deportado o asesinado por sus ideas políticas.

El golpe de Estado del 25 de septiembre de 1963, pues, fue un verdadero crimen contra la incipiente democracia dominicana.  Ese golpe, evidentemente, cambió el panorama político dominicano y aun hoy se padecen males que son consecuencias de ese artero zarpazo a la voluntad de un pueblo.

Del cuartelazo que depuso a Bosch se han escrito centenares de miles de páginas, muchas de ellas responsabilidad de actores dominicanos y extranjeros de la funesta aventura.

El periodista Miguel Guerrero, hoy, hace un nuevo y valioso aporte a la historia de ese episodio que tantas tragedias generó a la sociedad dominicana.  Guerrero, quien se ha revelado como un acucioso investigador, al ofrecernos El Golpe de Estado completa el relato de una etapa histórica de marcada importancia, que va desde el ajusticiamiento de Trujillo hasta el derrocamiento de Bosch.  Sus dos obras anteriores: Los últimos Días de la Era de Trujillo y Enero de 1962: ¡El Despertar Dominicano!, pueden considerarse como serios esfuerzos para poner en su justa perspectiva muchos acontecimientos anteriormente distorsionados.

Es Guerrero, pese a su relativa juventud, un periodista de amplia experiencia y de largo ejercicio profesional.  Graduado en periodismo, fue corresponsal de la agencia norteamericana United Press International.  Prestó sus servicios como ejecutivo del matutino El Caribe, del cual también fue columnista durante muchos años.  Fue director del Instituto Azucarero Dominicano y de la Corporación Dominicana de Empresas Estatales.  Fue, además, miembro de la Junta Monetaria y hoy dirige una firma de consultores en relaciones públicas.  Escribe una columna en el matutino El Siglo.

En El Golpe de Estado, el periodista Guerrero acumuló centenares de horas de entrevistas y conversaciones con hombres que tuvieron una activa participación en el derrocamiento de Bosch.  También con muchos de los hombres que respaldaron el régimen perredeísta.  Guerrero trata de ser lo más objetivo posible en su relato y sus juicios los expone con claridad.  Necesariamente no hay que estar de acuerdo con todos esos juicios para admitir y reconocer que el periodista ha tratado de ser fundamentalmente honrado en la presentación de los mismos.

La forma en que Guerrero ha estructurado El Golpe de Estado permite al lector seguir, paso a paso, hasta dónde es posible, la vida, la pasión y el derrocamiento del gobierno boschista.  Una simple lectura de la obra autoriza concluir que Bosch y su gobierno fueron víctimas, desde la óptica local, de la ambición de unos, de la incomprensión de otros, del odio de muchos.  Desde la internacional, es claro que el exagerado temor al comunismo mostrado por desorientados segmentos de poder estadounidenses y por la idea de que República Dominicana constituía un apéndice norteamericano para tomar medidas, en el plano nacional, en desconocimiento de las normas que impone el ejercicio de la soberanía.  En los Estados Unidos se respaldó el golpe por el “peligro comunista”.  Dos años después, sin embargo, unos 42,000 marines desembarcaron en el país para evitar que los comunistas se hicieran con el poder.  ¿Quién fomentó más, entonces, el “desarrollo comunista”: Bosch o quienes le sucedieron?

Siempre he creído que el PRD y Bosch defendieron poco su gobierno.  Bosch se confió mucho en las ansias de libertad de un pueblo que estuvo oprimido durante más de treinta años.  Tal vez subestimó la fuerza de quienes tenían las cadenas listas para engrillar, nueva vez, a ese pueblo bueno y generoso.  Él mismo frenó cualquier respaldo masivo partidario, pues neutralizó al PRD, hasta el punto de convertir sus locales en centros escolares. ¿Era que, acaso, ya en 1963, al comenzar su gobierno, Bosch no creía, como lo hizo patente una década después, en el perredeísmo?

Bosch fue tímido frente a los mandos militares. Aun cuando la coyuntura internacional no era la misma en 1963 que en 1974, si Bosch hubiera removido los mandos militares el mismo 27 de febrero, como en 1978 hizo el perredeísta Antonio Guzmán, era muy remota la posibilidad de un levantamiento en presencia del vicepresidente norteamericano Lyndon B. Johnson, del influyente presidente venezolano Rómulo Betancourt y del no menos influyente, ante la Casa Blanca, gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín.  Desperdició Bosch esa ocasión, en que contaba con un masivo respaldo de su propio pueblo y del concierto internacional.  Hacerlo meses después, era ya más arriesgado y es claro que Bosch, como lo ha admitido reiteradas veces, quería evitar derramamiento de sangre. El golpe, sin embargo, se llevó a cabo y dos años después la sangre dominicana corrió mientras el país era víctima de una vergonzosa intervención militar foránea.

Bosch concedió capital importancia, al ser derrocado, a un hecho insólito: que el país fuera una especie de campamento para preparar una expedición militar contra el tirano haitiano François Duvalier, con el respaldo de militares dominicanos y la misión militar local de los Estados Unidos, sin el conocimiento del jefe del Estado dominicano.  Es muy cierto, como apunta Bosch, que la situación de los Estados Unidos, frente al tinglado mundial, iba a ser muy difícil cuando se revelara en los organismos internacionales esa maniobra.  Pero entiendo que cuando eso ocurrió, el 23 de septiembre, todos los cabos para su derrocamiento, ya habían sido atados.

Siempre he creído –y es una opinión muy personal- que los intereses nacionales que usaron a los militares dominicanos y los extranjeros que querían mantener el dominio de la economía criolla, no podían tolerar una feliz culminación del gobierno de Bosch.  En primer lugar, la consolidación del gobierno y la terminación de su período, hubiera sentado una especie de principio de institucionalidad que no convenía a quienes siempre buscan la ganancia de los pescadores.

La Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA), en un memorándum que cita Guerrero en su obra, indirectamente, señala una de las causas por las cuales no se podía tolerar a Bosch: el sesenta por ciento de las tierras cultivables del país, y una “gran porción de la capacidad industrial, herencia de “Trujillo”, se encontraba en manos del Estado.  Ese patrimonio, manejado por Bosch con la honestidad que le es característica, constituía un “peligro” para los eternos depredadores.  Por eso la CIA tildaba a Bosch de “afortunado”. Hay quienes todavía creen que el hecho de que el Estado dispusiera de esos medios de producción permitiría convertir el país en “otra Cuba”, ignorando que la revolución castrista fue una revolución cubana, con sus propias características y que no fue impuesta desde el extranjero, aun cuando después de establecida, y por causas bien conocidas, pasó a depender, en gran medida, del entonces llamado bloque comunista.

Si Bosch podía hacer un gobierno en el cual predominara el libre ejercicio de las libertades públicas, aun en contra de su voluntad, se hubiera consolidado el PRD.  Pero lo que era más “peligroso” para los tradicionales intereses gobernantes, lo constituía la posibilidad de que el partido 14 de Junio, de mandos dominados por la izquierda, pero fundamentalmente una agrupación nacionalista, se desarrollara y madurara en un clima de libertades y de convivencia civilizada, convirtiéndose en opción de poder en 1967, frente al PRD, descartando a la UCN, que cada vez perdía más fuerza popular.

Importa destacar, asimismo, que un gobierno de Bosch que durara sus cuatro años, con el mantenimiento y reforzamiento de las libertades públicas, sepultaba, para siempre, cualquier tentativa de movimientos trujillistas o neo trujillistas.

Los hechos acaecidos después del golpe de Estado del 25 de septiembre de 1963 me confirman en mis hipótesis.  Las fuerzas militares fueron implacables en la persecución de las guerrillas organizadas por el 14 de junio en diciembre de ese año, descabezándolas de manera criminal, especialmente en cuanto toca su líder máximo, el carismático doctor Manuel A. Tavárez Justo, un político inmaduro, inexperto, pero con un valor a toda prueba, quien sacrificó su vida en una experiencia que, de antemano, se sabía condenada al fracaso.  Don Emilio de los Santos, quien presidía el Triunvirato de facto que sucedió a Bosch, renunció después de la cacería de Manaclas.  Y a nadie se le ocurriría decir que el doctor de los Santos tenía filiación izquierdista y simpatizaba con la causa que defendía el doctor Tavárez Justo.

Todos sabemos cuál ha sido el destino de la mayoría de las empresas estatales confiscadas a Trujillo y a los suyos.  Y sabemos, asimismo, cuánto ha costado al pueblo -citado como su propietario- el sostenimiento de esas empresas.

El Golpe de Estado, de Miguel Guerrero, es una obra cuya lectura no sólo es edificante por los relatos históricos que presenta.  Es una obra que debería hacernos meditar a todos.  Vivimos cargados de problemas.  Como vivíamos en 1962 cuando Bosch fue electo.  A Bosch, en realidad, no se le ofreció concurso alguno para resolver esos problemas.  O se le ofreció muy poco.  En cambio, se le hizo la vida imposible.  Su derrocamiento, para convertir “el estado de Derecho por un estado de deberes”, cuanto logró fue agudizar nuestros males, encender aun más nuestras pasiones y fomentar el odio de hermanos contra hermanos.  Nos hizo víctimas de la codicia nacional y extranjera.  Y nos convirtió en piedra de escándalo internacional, cuando esa comunidad nos había abierto los brazos para que nos sacudiéramos del letargo que dejó una larga noche de treintaiún años de oscurantismo.

Nuestros problemas tienen que ser enfrentados por nosotros mismos.  Sólo así podremos ir dándole soluciones.  Eso no lo lograremos, sin embargo, mientras nos consideremos dueños absolutos de la verdad, mientras nos cerremos a un diálogo franco y abierto que nos permita trazar nuestro propio destino. Y lo que es tan importante, o más aún, mientras no saquemos experiencias y conclusiones de un pasado reciente que nos acecha.

Mario Álvarez Dugan

Intelectual y periodista profesional de largo ejercicio.  Fue durante muchos años director de El Caribe y en la actualidad dirige el diario Hoy.

Santo Domingo, Enero de 1993

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