libro el mundo que quedó atrás
libro el mundo que quedó atrás

Mi padre fue siempre un hombre testarudo que vivía

apegado a la tradición. Tenía, sin embargo, una

capacidad extraordinaria para adaptarse a los

cambios de la época. Era un hogareño empedernido,

obsesionado por los detalles de la casa.

Algunas de las esporádicas  riñas familiares se debían a que

casi siempre participaba en decisiones que mi madre

reclamaba, como, por ejemplo, la comida del día. Le molestaba

terriblemente que faltaran alimentos a la hora de la comida.

Sentado a la cabeza de la mesa estaba pendiente de la cantidad

que cada uno se servía. Cuando consideraba que alguno de

nosotros se abstenía de tomar otro pedazo de carne se ponía

rojo y la cara se le endurecía, porque él, en aquellos momentos

de abundancia relativa, se encargaba siempre de que hubiera

suficiente en el refrigerador.

En lo que a él concernía, era un austero incorregible. Pasaba

años enteros sin comprarse una camisa. Había dejado de fumar

a fuerza de mucha voluntad muchos años atrás. No recuerdo

haberle visto nunca con un cigarrillo y tampoco bebía. En la

Nochebuena hacía una excepción e ingería una o dos copitas

de vermouth o una cerveza. Nada más. La vida no le había

dado tiempo suficiente para esas frivolidades. Desde muy pequeño se vio precisado a enfrentar la vida y su horario de trabajo no terminaba nunca. No volvió al cine desde la guerra pero la televisión le fascinaba.

Su hermosa y grande nariz aguileña, que heredaron

algunos de mis hermanos, se distinguía sobre sus labios

rectos que parecían una diminuta línea delicadamente

pintada en aquel rostro que sólo era duro en apariencia.

Sus brazos fuertes e hirsutos terminaban en unas manos

cuya suavidad no habían podido destruir casi cinco décadas

de labor en el campo o en ásperos talleres llenos de

tractores y camionetas. Eran esas manos un espejo

de su blando interior.

Con una terquedad inexplicable, se esforzaba en ocultar sus sentimientos, como si temiera dejar al descubierto aquella ternura que le ahogaba por dentro. Pero sus manos traicionaban su aspereza cuando nos tocaba o acariciaba el pelo. Pequeñas, regordetas y callosas tenían en cambio una frescura que pasmaban.

Permaneció tan unido a la familia, en la escasez y en la

abundancia, que su ausencia dejó un vacío en aquella casa

enorme que compartió con mi madre y muchos de nosotros

en los últimos años. Daba la impresión a veces de que seguía

allí cuidando de su única y eterna compañera. Por más que mi madre lo disimulara, su partida le había causado un dolor inmenso, como si un pedazo muy grande de su corazón se hubiera ido con él.

Sus lágrimas no se secaron jamás. Hizo que yo me llevara el sillón reclinable que le había prestado para que pudiera hacer la siesta en

aquellos últimos meses interminables de lucha contra la

diabetes, la deficiencia cardíaca y otras enfermedades que

cerraron definitivamente sus ojos, que sabían reír con una

tristeza inconfundible.

Cerró virtualmente la habitación que compartían y se fue

a dormir con mi hermana al otro lado de la casa. Parecería

que en cada lugar ella pudiera años después percibir su olor a

tierra mojada, su aliento y sus pasos vagar del patio a la nevera

para cortar un pedazo de queso blanco o un dulce, lo que

tanto le prohibía el médico.

Los peores tiempos no fueron para mi padre aquellos en

que todavía un niño tenía que madrugar y recorrer kilómetros dentro del cañaveral o en el batey. No lo fueron siquiera cuando ese orgullo indoblegable le hizo abandonar un buen empleo y se enfrentó a un futuro incierto con una numerosa carga familiar.

Lo más doloroso fue saberse prácticamente incapaz de

sobrevivir por sí mismo. Le martirizaba creerse una obligación

para sus hijos. Fue la época en que cuidaba cada centavo como

si fuera una fortuna. Él mismo hacía las compras semanales en el supermercado. Por la mañana leía detenidamente los anuncios de especiales en el diario y hacía algunas breves anotaciones en una libreta. Compraba entonces el café en un establecimiento, el arroz en

otro y la carne en un tercero, para ahorrar así unos pesos

valiosos. No se cansaba de recomendarnos que hiciéramos lo

mismo. Yo tenía a veces que mentirle para evitarle

preocupaciones. Si uno llegaba a la casa y no había nada que

ofrecernos se sentía molesto con sí mismo.

Recuerdo que en mis años de infancia mi padre apenas hablaba. Llegaba muy tarde del trabajo, se daba un baño prolongado, cenaba,

escuchaba las noticias por la radio del extranjero, a pesar de

que eso estaba prohibido, y luego terminaba de leer los

periódicos o alguna obra sobre Francia. Le gustaba conversar sobre la revolución francesa y la historia de Europa. Cuando Hitler burló la línea Maginot con una operación envolvente desde Bélgica, y Francia capituló, creyó que el fin de Inglaterra estaba próximo y se encerró en

sí mismo.

Cuando se contrariaba, lo que ocurría con cierta frecuencia,

la cara se le ponía como de piedra y pasaba días enteros sin

decir una palabra. Era como si un muro de silencio

infranqueable oscureciera la casa. Pero bastaba un saludo

cordial, un beso o una caricia por su blanca y revuelta cabellera

para que ese muro cediera y, entonces, una sensación profunda

de seguridad lo invadía todo.

Al final se hizo un conversador incansable, como si temiera

irse con algún secreto. Sus conversaciones favoritas versaban

sobre la agricultura. En eso era un experto. Gran parte de su

vida la había pasado entre arados y surcos. Sabía tanto de

maní como el que más. Me decía que era un cultivo traicionero.

En un año que parecía lleno de esperanzas, invirtió todos sus ahorros e hizo grandes compromisos en una siembra de

maní en San Juan de la Maguana. La sequía fue tan terrible

que rajaba la tierra y la cosecha fue un fracaso. Cuando vino

el tiempo de la recolección y las matitas en pie permitían alguna

posibilidad de cubrir los gastos, el cielo se desbordó, no cesó

de llover y todo se vino abajo.

Nunca se cansó de llamar la atención sobre la conveniencia

de otros cultivos para la producción de aceite. Escribió cartas

y cartas a los periódicos sobre las virtudes del ajonjolí y otros

productos. Muchas se publicaron pero nadie parecía prestarle

mucho interés. Haciéndome estas historias, meneaba la cabeza

y decía: .¿Cuándo se van a dar cuenta?..

Un día agitó el diario ante mí, me señaló un gran

encabezado y pronosticó en la época de la bonanza de precios

azucareros: .Están llenando el país de cañaverales. ¿Es que

creen que el mercado seguirá alto para toda la vida? Es plátano

y yuca lo que tienen que sembrar..

Al final apenas podía leer y eso terminó por quebrar su

entusiasmo. Sin embargo, no quedaba un retazo al que no

dedicara su atención. Estaba al tanto de todo. Que las

conversaciones Norte-Sur estaban estancadas, que los

soviéticos estaban timando a los norteamericanos en la

conferencia SALT sobre armamentos nucleares, que si

Venezuela pensaba que nos estaba haciendo un favor con su

petróleo.

Han transcurrido más de cuarenta años de su partida

y su presencia sigue tan viva como siempre. Él me proporcionó

una profesión y me hizo un hombre. Si hubiera heredado su

coraje habría podido conquistar el mundo.

–0—

De regreso de un curso de periodismo en Italia, Julio

Guerrero me trajo un regalo de Navidad: un aparato de afeitar

con una original brocha a la que se le podía añadir un tubo

provisto de jabón líquido. La brocha me recordó a mi padre.

Durante años papá usó una muy similar, que con el paso

del tiempo llegó a parecérsele. Tenía la necesidad de afeitarse

dos veces al día, la última vez con cada regreso a casa después

de una larga jornada de trabajo en el campo o en la calle.

Cuando su cuerpo, pequeño pero fornido, comenzó a sentir

los embates de la cruel enfermedad que finalmente le llevó a

la tumba, solía cortarse con frecuencia. A veces, para combatir

la irritación y simular los pequeños cortes en las mejillas y el

mentón, cuando le fallaba un poco el pulso u olvidaba cambiar

la navaja semioxidada por el uso continuo, se echaba una buena

dosis de loción para después de afeitar, que le dejaba la cara

agradablemente limpia como la de un niño.

Sin embargo, yo prefería su olor natural a tierra mojada,

llena de promesas, que más de una vez sentí en sus últimos

años al acercármele para besarle la mejilla de padre triste

consciente de su partida próxima.

Caonabo, mi tío, con quien se llevaba muy bien y compartía

el amargo dolor de algunos fracasos, le regaló de cumpleaños

en una ocasión un aparato eléctrico. Lo usó una semana y lo

olvidó para siempre en una gaveta junto a otros objetos

personales inservibles, porque para él era como no afeitarse.

El regalo de Julio refrescó en mí todos esos recuerdos

perdidos en un arcano pero seguro rincón del corazón más

que del cerebro. Por eso, al levantarme al día siguiente cedí a

la tentación de usarlo, en la vana esperanza de ver de nuevo

su rostro en el espejo en lugar del mío lleno de espuma. Como

le solía pasar en la etapa final de su vida, yo también me corté

al rasurarme.

Cuando él hacía referencia a su barba, que no era sino

una oscura sombra sobre su faz curtida por el sol, me

felicitaba por el hecho de que a mí no me crecía. Tener que

afeitarse a diario más de una vez era una especie de esclavitud.

Por cansancio al final ya ni lo hacía, pero su vieja brocha,

casi gastada a fuerza de uso, seguía estando allí en el

maltrecho botiquín, como si se tratara de una importante

pertenencia.

Aún en los períodos de bonanza, que

llegaban a mi hogar de familia de clase media,

mi padre conservó esa brocha, que unas veces llenaba de

espuma marca Foamy, de Gillette, o simplemente de jabón

Palmolive, que era su favorito y que daba a su piel dura,

curtida, e increíblemente suave al mismo tiempo, ese olor

particular que anunciaba su presencia. Como no era hombre apegado a las cosas materiales, no sentía necesidad de cambiarla por una nueva mientras la vieja siguiera sirviéndole. Esa falta de interés, en el atuendo adquiría casi visos de

desprecio. Su último traje era una confección de la década del

50. Lo usó por última vez, dos años antes de su muerte, cuando

acompañado de mamá, hizo un viaje a San Antonio, Texas,

donde mi hermano Tilo ejercía entonces la medicina, para un

chequeo general que sólo sirvió para confirmar que muy

pronto se nos iría.

La tarde de su muerte, el 31 de mayo de 1978, mientras

abrazaba sus pies yertos en un extremo de la cama sobre la

cual mamá lloraba con una dignidad asombrosa, alcancé a

ver su vieja brocha, sobre la esquina de la mesa de noche,

como esperando por una nueva afeitada suya. Como sucedió

con él, no volví a verla desde esa tarde.

–0—

En la soledad de sus últimos años, mi madre encontró un

compañero con el que mataba su tedio en interminables

soliloquios. Era un viejo cuadro del Sagrado Corazón de Jesús,

colgado encima de un retrato de mi padre que sus manos

arrugadas movían a cada momento de un lugar a otro, en un

espacio físico de apenas unas cuantas pulgadas.

La imagen del Cristo tenía una sonrisa débil de tristeza,

como si se empeñara en estar a tono con la tranquila soledad

que sufría su extraña propietaria. Era un recuerdo de bodas,

que Esther, mi esposa, salvó de la destrucción,

enviándolo a enmarcar cuando todavía había tiempo.

Cuando le hablaba a la imagen del Señor no estaba

del todo claro a quien se dirigía realmente mi madre, si a

Él o a su ido compañero de toda la vida que la había

abandonado tempranamente años atrás, quizás cuando

más la necesitaba.

De todos los retratos de papá ese era su favorito. El que

perpetuaba sus mejores recuerdos, al través de su disimulada

sonrisa de varón apuesto y tímido, con su despejada frente y

su regia nariz, que sólo heredaron dos de mis hermanos.

Era como me hubiera gustado conocerle, aunque fuese

por una sola vez. Mamá se enorgullecía con solo contemplar

ese retrato, increíblemente conservado sobre aquella maltrecha

mesita colocada al lado del televisor y en la que ella colocaba

siempre una flor o un puñado de hojas verdes, para que él no

se entristeciera.

Ni al retrato de su varón ni al cuadro de Jesús ella ponía

jamás velas encendidas. No porque pudieran dañarlos, sino

porque dentro de su corazón él nunca había muerto. Por eso

colocaba en su lugar un vaso de agua fría para que él continuara

colmando la insaciable sed que comenzó a agobiarle en la

etapa final cuando la muerte, indiferente, fijó un plazo

perentorio a su existencia, debilitada por una cruel y larga

diabetes.

Con la regularidad con que en su agonía le administraba

las amargas medicinas, cambiaba diariamente el contenido de

aquel vaso, como queriéndole decir ¡bebe no sufras sed! sin

perder nunca la esperanza de que le escuchara, razón por la

cual se cuidaba de tenerle siempre un poco de agua fresca,

como él la prefería.

La imagen de Jesús era tal vez el testigo más fiel de ese

idilio interminable. Únicamente la fe en el Señor le había

permitido sobrellevarlo por tanto tiempo, sola con su dolor

incompartido. No era una casualidad que estuvieran la imagen y el retrato tan próximos uno del otro. Pero tampoco hubo una

premeditación. Llegaron a estar tan cerca porque en realidad

uno y otro eran una misma cosa para ella. Y lo fueron más a

medida que el tiempo, inexorable en sus determinaciones, le

aproximaba cada vez un poco más, al momento en que

también ella habría de irse, para unirse a él esta vez para

siempre.

–0—

Ningún otro hombre me recuerda a mi padre tanto como

el doctor Jorge Hazoury. Tenían una infinidad de cosas en

común, pero lo más asombroso era la terquedad con que

ambos, a su manera, se entregaban a las causas en que creían.

La pasión de mi padre, un hombre corriente sin grandes

ambiciones personales, era, sobre todo, su familia, a la que

dedicó con decisión y sacrificio toda su vida transcurrida

dentro de una extraña mezcla de frustración, felicidad,

abundancia y escasez.

Como Hazoury, era un incorregible nato. Una vez que

hallaba el camino nada le hacía volver atrás. Esta peculiarísima

concepción le granjeó muchos sinsabores. Las vidas de mi padre y la del doctor Hazoury se cruzaron en momentos cruciales para el primero. Cuando la terrible diabetes que terminó derribándole se presentó con sus señales inequívocas, fue Hazoury quien luchó denodadamente contra ella alargando una vida útil y fuerte que se esfumaba con la misma intensidad con que había combatido desde muy pequeño la adversidad y la soledad de un mundo que en

muchos aspectos le era hostil.

Se habían conocido en Barahona, donde mi padre se

enamoró de mi madre. Pero no fue únicamente esa vieja

amistad lo que hizo que Hazoury se dedicara a él con devoción

en aquellos tiempos aciagos en que la enfermedad le

arrebataban la voluntad y la existencia.

Fue el sentido del deber lo que le mantuvo al lado de la familia en aquellos días difíciles de sufrimiento. Ese

incomprensible sentido del deber que ha comprometido su

profesión, su matrimonio y sus hijos en una obra de

solidaridad, que en un principio pareció utópica, y que muchos

a su alrededor llegaron a considerar absurda en un mundo

falto de la caridad humana que a él le sobra.

Como a todo idealista, Hazoury se empeñó en materializar

un gran sueño que al resto parecía irrealizable. En eso también

se parecía a mi padre. Eran sueños e ilusiones diferentes lo

que espiritualmente los unía, pero grandes propósitos al fin.

Mi padre, por ejemplo, ambicionaba una profesión para

cada uno de sus seis muchachos. Para conseguirlo, y esto fue

lo que finalmente le permitió morir en paz consigo mismo, se

sometió a privaciones inimaginables. Era un fumador

empedernido en sus años mozos y en aras de la austeridad

que se había impuesto no compró ni fumó jamás otro

cigarrillo. Pasaron años sin que adquiriera una camisa y nunca

más volvió a saber lo que era una función de cine.

Tenía vocación y voluntad de desprendimiento tal como

Hazoury.

Las similitudes, en dos vidas tan diferentes, son

extraordinarias. Hazoury, por ejemplo, se empeñó en levantar

un gigante y lo hizo. Cuando empezó la ingente tarea a su

regreso de España, donde perfeccionó sus conocimientos en

endocrinología, no tuvo a nadie a su lado, salvo su familia.

No podía tener a nadie más porque era una idea intangible

y muy pocos acostumbran respaldar proyectos que no dejaran

beneficios inmediatos. Por tanto era un solitario librando una

batalla en varios frentes. Cada día aumentaba el número de

diabéticos y cada día el país se encontraba más indefenso ante

los embates de esa terrible enfermedad.

Había que construir un hospital especializado, pero eso

costaba un dineral y Hazoury no tenía con qué empezar. No

obstante, lo hizo. Librándose de sus exiguos ahorros y

recurriendo a los bienes de su esposa, su inseparable Mercedes,

alquiló una vieja y carcomida casa en la esquina de las calles

San Martín y Doctor Delgado. Así comenzó una obra casi

milagrosa.

Abandonada durante años, esta casa necesitaba

reparaciones urgentes. La familia Hazoury se hizo cargo

también de esta tarea. “.Mi esposa, mis hijos y yo tuvimos que

limpiarla; quitarle los inmensos pedazos de costra que cubrían

sus pisos y paredes para hacerla habitable.”, recuerdo

perfectamente que dijo en una sesión rotaria hace años.

Impulsada a fuerza de su trabajo y dedicación, esta obra

fue creciendo y dando frutos. Hoy es una increíble y fascinante

realidad. Una vez, en un momento de desconsuelo, trató de

justificarse a sí mismo con esta frase: “.no sé si esta será la

obra de un tonto”.. Pero no lo es y nunca lo ha sido. Con ella

Hazoury levantó un inmenso monumento a la solidaridad

humana y cada vida que allí se salva y prolonga, como una

vez la de mi padre, en muchos sentidos, es un tributo a su

dedicación y desprendimiento.

–0—

Ninguna otra noticia afectó tanto a mi padre, como aquella

de que Luis Aquiles, Tilo en el cariño familiar, el segundo de

sus hijos, se iba inexorablemente a la guerra. Fue en el inicio

del otoño del 1968, apenas unos cuantos meses después de

sufrir el primero de sus infartos.

Como todo médico dominicano recién graduado, mi

hermano tenía la ilusión de hacer una especialidad en medicina

en los Estados Unidos. Tras una pasantía de seis meses en el

Hospital Toribio Bencosme de Moca, y un breve paso por el

Hospital Salvador B. Gautier, después de haberse ganado un

concurso para la posición de interno, la oportunidad se le

presentó. Fue cuando un hospital en Cleveland, Ohio, al cual

había escrito, le envió un contrato de trabajo como médico

residente de aprendizaje, para empezar el primer día de julio

del 1965.

Con ese contrato en mano se presentó al consulado

americano buscando una visa de estudiante y salió de allí con

una de residente. En esa época los Estados Unidos estaba

envuelto en la guerra de Vietnam, y necesitaban muchos

médicos para sus fuerzas de combate, lo cual hacía más fácil

para los médicos extranjeros conseguir el visado de residencia.

Al llegar a los Estados Unidos había que inscribirse en el

servicio militar obligatorio, cosa que mi hermano hizo. Desde

ese momento, era sólo cuestión de tiempo que fuera llamado

por el ejército para terminar sirviendo con las tropas

americanas en Vietnam.

El enrolamiento de Tilo añadió un elemento de

preocupación a mi padre. En las noches, se hacían más largas

sus horas de insomnio debido al intenso calor y a las malas

noticias de la guerra que la radio difundía, y que él seguía

paso a paso como una obsesión.

La orden de presentarse como capitán médico del ejército americano, le llegó a Tilo con una mención del lugar donde él estaba supuesto a servir. Decía que primero debía presentarse al Fort Sam Houston,en la ciudad de San Antonio, Texas, para un entrenamiento

durante los meses de noviembre y diciembre del 1968. Una

vez concluido el período de entrenamiento, su destino final

sería San Francisco, California, instrucciones que venían

acompañadas de un número postal. Era la señal inequívoca

de que su destino real no era otro que Vietnam.

En medio de su quebranto, nada podría ser entonces peor

para papá. Tilo hizo un viaje a Santo Domingo para conversar

con él y mamá y estar unos días con nosotros, sus hermanos.

Hablaron sobre el peligroso futuro que debía enfrentar y sobre

las alternativas existentes. Una consistía en su regreso a Santo

Domingo donde podía tranquilamente ejercer la medicina.

Otra, terminar la especialidad en algún país como México,

España o quizás Argentina o Francia. Ninguna de estas

opciones parecía válida, por cuanto Tilo estaba convencido

de que ninguna le haría feliz, y pasaría toda la vida frustrado,

ya que su gran ilusión fue siempre hacer la especialidad en un

hospital universitario en los Estados Unidos. Tampoco se

sentiría bien, le confió a nuestro padre, huyendo como un

ratón, aunque nadie se enterara y no tuviera que pagar las

consecuencias.

Haciendo un gran esfuerzo, conteniendo su dolor, le

respondió: “.Hijo mío siempre tendrás de mí todo el apoyo

que necesites. Si decides quedarte yo estoy contigo, pero si tu

destino está en los Estados Unidos y tienes que pasar por la

experiencia de Vietnam, mi corazón estará siempre a tu lado

y te dará fuerzas para cumplir con tu deber”.

Estas palabras le reconfortaron y dieron a la familia el valor necesario para ver partir a uno de sus miembros hacia un remoto lugar, donde había un cruento conflicto del que diariamente leíamos

cosas horribles e intranquilizadoras en la prensa.

Años después, Tilo rememoraría con nostalgia aquella dolorosa

escena, grabada en su corazón: “.Sentí un

alivio grande que inundaba todo mi ser. La decisión estaba

hecha. Yo me iba a Vietnam con la frente alta y con el valor

que me confería la noción, de que sin importar lo que me

pasara, los que quedaban atrás no tenían porque sentirse

culpables de nada, puesto que todos estaban conscientes de

que yo tenía que hacerlo. Me fui de vuelta contento a

enfrentarme a mi destino”.

Después de terminado el entrenamiento en Fort Sam

Houston, mi hermano regresó a New Jersey, donde vivía, para

pasar las navidades con su esposa Mercedes (Niní), que a la

sazón tenía tres meses de embarazo, y con su pequeña hija

Carmen. Nuestro hermano mayor, Luis, ingeniero de

profesión, quien tenía entre nosotros el más alto sentido de

solidaridad familiar, quiso acompañarlo los últimos días antes

de su partida y viajó hasta allí con su esposa Rafaelina.

Tilo salió de New Jersey el 28 de diciembre con destino a

Oakland, California, para registrarse en la base militar previo

a su salida para Vietnam. El avión perteneciente a la línea

aérea Flying Tiger, salía el 30 de diciembre. Cuando ya faltaban

horas para tomar el avión, telefoneó a Niní, para despedirse

de ella y de su pequeña hija Carmen. Inmerso en la confusión

que el temor de no volver a ver a su familia le producía fue el

último en subir al avión. Le tocó el último asiento, que no era

reclinable, por causa de lo cual no pudo recostarse para dormir

durante las 24 horas que duró el vuelo. Ese día, se dijo: “.De

ahora en adelante cuando haya que ir a algún lugar, yo seré el

primero que suba al avión, al camión o al autobús”.

Volaron de Oakland a Anchorage, Alaska, donde hicieron

una corta parada, y de allí directamente a Vietnam. El aparato

en que viajaba mi hermano aterrizó en una desolada base

aérea en Vietnam, de nombre Ton So Nut, por lo menos así

sonaba. La terminal de pasajeros era una estructura de

madera muy parecida a las graderías de un estadio de béisbol.

Tenía techo y bancas para sentarse y estaba abierta por todos

lados. Las graderías estaban llenas de jóvenes soldados, que

gritaban jubilosamente y aplaudían con entusiasmo.

Mi hermano se preguntó que hacían allí esos soldados

vociferando. La respuesta le estremeció y le dio una primera

e inolvidable visión de la guerra. Eran los que habían

terminado su misión de un año en Vietnam, y esperaban

precisamente el avión en que él viajaba para regresar a los

Estados Unidos. “.Inmediatamente todos los cerebros de los

que con rostros compungidos descendíamos la escalinata

del avión, pensamos al unísono ¿estaremos en esas graderías

dentro de un año esperando el avión como esos que hoy

regresan?”.

.

Con ese pensamiento descendieron él y sus compañeros

y fueron llevados al lugar de registro de llegada. Fue la

primera vez que tuvo la oportunidad de ver las casas de

campaña, las casuchas de madera y las letrinas con baños al

aire libre, rodeadas de sacos de arena. .”Estúpidamente

pregunté”., recuerda, ¿.para qué eran los sacos de arena, y

me dijeron que servían como protección de las esquirlas

que producen los morteros y cohetes al explotar.”.

 Después de unos días en aquel lugar fue asignado a una unidad de

tanques, con su base en Pleiku, en el centro de Vietnam.

Con todo su equipaje en un saco militar especial para efectos

personales, él y sus compañeros fueron llevados a la base

aérea, donde abordaron un avión C-130 de transporte. A

este avión se entra por la parte de atrás, y estaba adaptado

para transporte de equipo pesado, de manera que le habían

quitado los asientos para acomodar un generador gigante

que ocupaba todo el centro del aeroplano. Se sentaron en el

piso a los costados del avión, y se sostenían de una correa

pegada a la pared. Las ventanas del avión quedaban por

encima de sus cabezas. Mientras volaban llegó el atardecer y

empezaron a ver luces como relámpagos, al tiempo que el

piloto les decía por el micrófono, que les estaban disparando

desde tierra, por lo tenía que subir a más altura para evitar

que tumbaran el avión.

Así empezó la estadía de mi hermano en Vietnam, que

por ley se prolongaba por todo un año. Tiempo después

rememoraría esos hechos con las palabras siguientes: .”En

pocos días había pasado, de una persona totalmente libre,

que tenía el control de su destino, a un ente humano movido

por fuerzas superiores, cuyo control era inalcanzable. Así

aprendí a resignarme a todas las circunstancias que se

presentaran, y a obedecer las órdenes”.

Al llegar a Pleiku, fue asignado a una unidad de tanques

que se encontraba en otra región mucho más profunda en

Vietnam, llamada Kontun. En esa pequeña base conoció al

médico al que estaba sustituyendo y quien terminada su misión

en Vietnam, regresaba a los Estados Unidos. A partir de ese

momento, Tilo se convertía en un cirujano de batallón

(Batallion Surgeon), cuyo papel era dirigir una unidad médica

en el campo de batalla. La compañía médica que dirigía, estaba

formada por un capitán médico, que era él, un teniente

administrativo y unos veinte soldados enfermeros o médicos.

Tenían a su disposición un tanque plano llamado PC, provisto

de dos camillas y toda una enfermería para tratamientos de

emergencia, bajo la protección de las paredes del tanque.

A todos los soldados le asignaban un rifle M-16, pero a Tilo le

asignaron un arma más ligera que no tenía retroceso. Era más

liviana y podía usarse como fusil o como ametralladora. El

coronel le dijo: “.Doctor esto es para cuando se vea atacado

pueda descargar todo el peine”. Tilo le comentó que si hacía

eso, se quedaría sin municiones, a lo cual el oficial superior le

respondió: “.Cuando usted descargue todo el peine debe

asegurarse que no deja un enemigo vivo”.

La unidad de artillería disparaba constantemente sus

cañones calibre 175. Si era ensordecedor estar cerca de ellos

cuando lo hacían, más aterrador podía ser estar del lado que

los recibía, especialmente por el sonido escalofriante del

cohete de cañón mientras se aproxima. En esos primeros días,

mi hermano dormía en una pequeña tienda de campaña,

rodeada de sacos de arena, con los oídos cerrados con algodón,

para disminuir el ruido inmenso de la artillería. El sonido hacía

que la tierra se estremeciera y que su cuerpo rodara en la

camilla de dormir y terminara en el suelo varias veces durante

las noches.

Un día le llevaron a la enfermería a un joven soldado, alto

y delgado, que se había caído de un tanque y presentaba varias

heridas superficiales. Los soldados estaban supuestos a estar

siempre dentro del tanque cuando andaban en una misión,

pero el calor era tan agobiante que preferían sentarse en el

tope del mismo. Como este muchacho presentaba varias

heridas y el comandante lo consideraba indisciplinado, Tilo

pensó en mandarlo de reposo a la retaguardia. Al enterarse, el

muchacho pidió perdón y le rogó que no lo separaran de sus

amigos. Después de conversar con el comandante sobre el

asunto, decidieron darle una oportunidad siempre y cuando

él jamás desobedeciera aquella orden.

Algunos días después,

mientras la unidad estaba en una misión, se encontraron de

repente con una unidad de tanques de Vietnam del Norte. Se

produjo una batalla que duró varias horas hasta que los tanques

enemigos se marcharon. Mi hermano lo recordaba. “.Cuánta

fue mi angustia al saber que aquel muchacho estaba sobre el

tanque cuando empezó la batalla, y fue hecho trizas por una

bala de cañón de un tanque enemigo. Se pudo haber ido a la

retaguardia y se quedó para encontrar su muerte”.

Una vez lo despertaron en horas de la madrugada con

órdenes de preparar su unidad para una movilización. No

sabían hacia dónde se dirigían, pero tenían que estar listos

para combatir. “.Emprendimos el camino por la carretera”,

recuerda aquellos momentos difíciles. “.Yo iba en un jeep

manejado por un sargento mayor, y el resto de los médicos

venían detrás. Yo estaba aproximadamente en el medio de la

columna militar, de manera que mirando hacia delante o hacia

atrás podía ver la magnificiencia y el poder del ejército que

marchaba por el camino. Después de varias horas, empezaron

a atacarnos con balas de mortero que venían de las montañas

que bordeaban la carretera. Le pregunté al coronel si nos

íbamos a detener para responder el ataque y él me contestó

que nuestra misión era seguir hacia delante, que ya los

helicópteros (gunships) vendrían a defendernos. Unas horas

más tarde llegaron los helicópteros y prácticamente quemaron

las montañas. No hubo más ataques después de eso.

Empezamos a subir por un camino entre las lomas, pasando

por casuchas donde vivían los residentes del área. El aspecto

de estas gentes era diferente al vietnamita común al que ya

nos habíamos acostumbrado. Eran los mountanyards, y

sospechamos que podíamos estar en Laos”.

Después de más de un día de camino, llegaron a su destino,

una meseta en el medio de las altas montañas. Allí se había

establecido una base militar temporaria y la unidad de tanques

de la que formaba parte llegaba para apoyar las tropas que ya

se encontraban en el lugar. De inmediato los tanques

empezaron a excavar la tierra para hacer grandes huecos que

cubrían con madera y sacos de arena. Tilo estableció la

enfermería en un hueco y ahí también dormía. Cuando llegaba

la hora de comer tenían que ir a recoger la comida en filas

con dos metros de separación entre los soldados para mayor

protección.

Pronto se dio cuenta mi hermano el por qué habían hecho

los huecos. Por primera vez desde que llegara a Vietnam,

presenciaba un ataque con cohetes y balas de cañón de más

de 105 milímetros. El mortero puede dispararse desde

cualquier superficie y hasta lo puede sostener y accionar un

hombre, dependiendo del tamaño del proyectil. No tiene

precisión y se tira sin un cálculo exacto de distancia o

localización. El cohete, sin embargo, necesita de una superficie

sólida de sustentación. Se puede calcular exactamente la

distancia y con menos precisión la localización. Cuando el

cohete es disparado produce un ruido que ensordece y

aterroriza. Al caer a tierra hace un hueco donde cabe un tanque

y destruye hombres y objetos a varios metros a su alrededor.

Fueron aquellos, hasta ese entonces, sus momentos más

difíciles en Vietnam.

Para que un soldado fuera declarado muerto, tenía que ser

pronunciado así por un médico. Las tropas que se iban a las

montañas en busca de efectivos del Vietcong, regresaban con

sus muertos para que él los pronunciara. También certificaba

a los que fallecían en la base a consecuencia de los ataques de

cohetes, que ocurrían con un promedio de tres veces al día.

En el recuerdo de mi hermano, constituía un espectáculo

aterrador ver a los helicópteros Chinook llegar con soldados

que inmediatamente subían a las lomas y ver algunos de ellos

regresar sin vida dentro de body bags.

Después de un par de semanas en esa situación, a Tilo

comenzó a obsesionarle la idea de que iba a morir en aquel

lugar. Por esos días, en la casa paterna se recibió una carta en

la cual le aseguraba a nuestro padre que la decisión de ir a

Vietnam había sido solamente suya. Explicaba que se sentía

satisfecho de haber madurado y ejercido su voluntad, y que si

llegara a perder la vida nadie en la familia debía sentirse

culpable, sino orgulloso de que él hubiera tomado la decisión

de servir al ejército más grande del mundo.

Al cabo de tres semanas en aquel lugar llegaron los B-

52 y empezaron a bombardear el área. .”Fuimos despertados

por un sonido sordo y constante que hacía temblar la tierra.

El cielo entero se oscureció y se estremecieron las

montañas. Gritamos de júbilo, al pensar que por fin aquello

se acabaría. Pero tomó toda una semana más para que los

vietnamitas desaparecieran. Después de cada bombardeo

de los B-52, nos tiraban una andanada de cohetes de media

a una hora de duración. Hasta que por fin se fueron, y

aquello se acabó”.

En la casa no volvieron a recibirse cartas de Tilo durante

el resto de su permanencia en Vietnam, y ello hizo más dura

la espera por su regreso. En aquel difícil diciembre del 1969,

ya Tilo  ostentaba el rango de mayor y había sido

comandante de toda una compañía médica. Cumplida su

misión en Vietnam sólo esperaba la orden de regreso para los

Estados Unidos.

Aquellos fueron también días de angustia para todos nosotros. Tilo no encontraba qué hacer. Quería llegar a Santo Domingo, donde se había trasladado su esposa Niní con sus hijas Carmen y Yazmín, esta última a quien no conocía todavía. Quería llegar a tiempo para celebrar el año nuevo con ellos.

El comandante le mandó a buscar para que participara en un acto que tenían y él le mandó a decir que ya no tenía la obligación de estar presente. El comandante insistió en que era imperativa su presencia. Obedeció a regañadientes para descubrir que el acto era en su honor a fin de otorgarle la medalla de bronce por servicios meritorios en la zona de combate y entregarle, a su vez, la orden de salida.

Lleno de entusiasmo se fue a preparar el equipaje y se

trasladó a la base de Cam Ram, para salir en el vuelo más

temprano que pudiera encontrar. De forma desgarradora,

Tilo nos cuenta esos últimos momentos en el escenario de

la guerra: “.Triste desilusión al llegar, y ser informado que

no habría vuelos de salida por los próximos tres días. Se

encontraban allí, otros dos médicos con orden de salida.

Hablando con el sargento a cargo de los vuelos, fuimos

informados que de otra base aérea saldría un avión al otro

día y que había espacio para tres oficiales. Tomamos un

avión pequeño que nos transportó de una base a la otra, y

por poco perdemos la vida durante el viaje, ya que el avión

fue atacado durante el vuelo por fuego de artillería. Sólo

pensamos, Dios no nos dejes morir a última hora. Por fin

llegamos a la base aérea de Ton So Nut, y nos registramos

con el despachador. De ahí nos transportaron a la terminal

para tomar el avión. Cuánta fue mi sorpresa al verme en

las graderías, que ocuparon un año atrás aquellos soldados

que vociferaban cuando llegaba mi avión. Todos a mí

alrededor empezaron a gritar de júbilo, pero yo me puse

triste por los jóvenes con caras de miedo y amargura que

descendían del avión hacia un destino desconocido”.

Cuando le vieron de vuelta en casa para unas breves

vacaciones de descanso, en ese año nuevo de 1970, mis padres

volvieron a reir.

–0—

La capacidad de separar lo personal de lo político produce

muchas veces una acogedora sensación de sosiego íntimo,

difícil de describir. Ello explica el por qué, a pesar de los

años transcurridos y las enormes barreras ideológicas que

nos distancian, guarde un profundo aprecio por Juan

Doucudray, dirigente en los años sesenta del entonces Partido

Socialista, más tarde Partido Comunista Dominicano, y

quien dos décadas después dirigiera el semanario Vanguardia

del Pueblo, órgano del Partido de la Liberación Dominicana

(PLD).

Lo conocí inesperadamente una mañana en mi casa, cuando

vivíamos en la cuarta planta de un edificio de cinco, a una

cuadra del Palacio Nacional. Lo llevó mi hermano Tilo, que

entonces era un estudiante de medicina y militante de izquierda

en la universidad. Fue en 1964, cuando yo era apenas un

muchacho más dado a la literatura y al ajedrez que a las luchas

políticas.

La policía buscaba a Juan por actividades clandestinas. Su

foto había sido publicada ofreciéndose una recompensa por

información sobre su paradero. El haberlo llevado a casa había sido un acto irreflexivo de mi hermano .quien luego se hizo

médico, ejerce en los Estados Unidos y estuvo años después

en la guerra de Vietnam., pues ponía en peligro la tranquilidad

de un hogar laborioso, castigado frecuentemente por la

escasez y los apuros económicos.

Mi hermano no reparó en que mi hermana Mercedes

(Mechi), trabajaba en el Palacio, en una oficina próxima a la

del presidente del Triunvirato que gobernaba a la nación.

Eso aumentaba los riesgos.

La primera seria desavenencia política entre mi padre y

mi hermano, a quienes entonces separaban grandes diferencias ideológicas, vino por esta causa. Mi padre se opuso con

energía, pero los argumentos del hijo que amenazó con abandonar

la casa y entregarse a la política con el visitante, terminaron

por derrumbar sus objeciones. A regañadientes aceptó al nuevo inquilino.

Juan, a quien todos conocían por el sobrenombre de

Pato., pasó a ocupar la última habitación al final del pasillo,

en la que habitábamos también dos de los cuatro varones de

la familia. En poco tiempo pasó a ser uno más en aquella

casa llena de miedo, donde el temor se filtraba con la fuerza

repentina de un látigo con cada toque del timbre.

En los casi dos meses que permaneció allí escondido se

estableció una gran corriente de estimación que ni aún los

fuertes reparos ideológicos de mi padre resistieron. No pasó

mucho tiempo sin que él llegara a sentir afecto por aquel

extraño hombre silencioso, de mirada serena y a veces huidiza,

que movido como por un resorte solía levantarse de prisa

de la mesa, a la hora del almuerzo o la cena, cuando alguien

tocaba el timbre de la puerta.

Su ingreso en tales circunstancias en la casa había obligado

a cambiar los hábitos de familia. Tilo había comunicado

la información de su llegada a mi madre antes que a mi padre,

por diversas razones, la principal, de las cuales era

diligenciarse su apoyo precio. Lo primero que hizo mamá

fue despedir a la muchacha del servicio.

En la habitación, antes de ir a la cama, había adoptado la

costumbre de buscarle conversación a este hombre misterioso

rodeado de leyendas que a mi edad e inquietudes naturales

resultaba fascinante. Él se interesaba por mi afición por el

ajedrez. No hacía mucho que había tomado parte en Tel Aviv,

Israel, en unas olimpiadas mundiales y él se interesaba por

las anécdotas que yo le contaba sobre los soviéticos y la manera

como superaron al resto de los competidores. Tenía una

enorme facilidad para mantener mi interés en su persona y

llegué a convencerme en un momento dado que le agradaba

mi presencia.

Al principio tenía miedo de acercármele. Había presenciado

la disputa de mi padre con mi hermano y la forma en

que esta desavenencia familiar afectó a aquél, que se encerró

en sí mismo durante días, sin pronunciar una sola palabra. Su

rostro se había convertido en un solo rictus, donde había

enfado y amargura y una extraña dosis de tristeza, por la situación personal de aquel inesperado e inoportuno visitante.

Cuando finalmente nuestro huésped se fue, envuelto en

un curioso disfraz, con el sosiego familiar se hizo un tremendo

vacío en la casa. Mi madre nos reunió a todos esa noche

alrededor de la mesa para dar gracias al Señor y orar por la

vida de aquel hombre. En medio de tal solemnidad se alcanzaba

a escuchar la voz ronca de mi padre que nunca rezaba,

repetir aquellas oraciones milagrosas: .Padre nuestro que estás

en los cielos..

Posted in El Mundo que quedó atrás

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