Años después de la caída del bloque soviético, los comunistas todavía suelen referirse al materialismo histórico como el método más eficaz para analizar los acontecimientos y, por analogía, lo consideran un sistema infalible para predecirle el curso de un proceso social.
Pero usualmente el marxismo resulta ser incapaz de ofrecerles una visión real y justa de la situación y de sus posibilidades inmediatas.
El propio Lenin no fue capaz de evaluar en su justa perspectiva la realidad rusa, en las postrimerías de la lucha popular contra el zarismo. El líder bolchevique era esencialmente escéptico con respecto a las posibilidades de un triunfo revolucionario, en momento en que la monarquía exhalaba sus últimos respiros.
Una semana antes de la abdicación de Nicolás II, Lenin había dicho, abatido por la desilusión en su exilio en Suiza, que no creía en las perspectivas de una victoria cercana. Exactamente el 22 de enero de 1917 declaró en una reunión pública: “los hombres mayores no viviremos para ver las batallas decisivas de la revolución”.
Sin embargo, a mediados de marzo de ese mismo año la Duma se hacía con el poder y lograba no sólo la abdicación del Zar Nicolás, sino también la de su heredero, el pequeño Alexis, enfermo de hemofilia. De manera que en las puertas de su caída, Lenin no fue capaz de prever el fin de la dinastía de los Romanov.
Lenin estaba convencido de que la instalación del gobierno provisional que sustituyó el reinado del Zar no constituía un paso revolucionario. Por el contrario, desconfiaba del nuevo régimen y creía que podía dificultar sus planes. Estaba muy lejos de sospechar entonces que ese mismo año se iba a convertir, como el propio Nicolás II, en el amo de todas las Rusias.
A finales de marzo, poco después de la instalación del gobierno provisional del que Alejandro Karenski formaba parte como ministro de Justicia, Lenin envió instrucciones precisas a los bolcheviques de Petrogado para delinear la táctica del partido ante la nueva situación. Les advertía, sobre todo, que debían desconfiar del gobierno y abstenerse por lo tanto de cualquier apoyo.
El planteamiento estaba basado en su creencia de que la revolución de marzo que destronó la monarquía era simplemente la sustitución de un régimen por otro, que no aportaba nada. Los acontecimientos tomaron desprevenidos al líder bolchevique, que entonces adoptó la decisión de regresar de inmediato.
Sin embargo, Lenin no estaba seguro de cuál era el mejor método para regresar a Rusia. Temía que pudiera ser arrestado si se decidía por una ruta normal. Los alemanes, que eran sus enemigos, ansiaban su retorno. El Kaiser estaba convencido de que el regreso de Lenin contribuiría a desatar un caos mayor en Rusia y eso encajaba en sus planes: Rusia y Alemania estaban enfrascadas en la Primera Guerra Mundial y el Kaiser sabía que los bolcheviques estaban comprometidos a poner fin al conflicto a cualquier precio. Este no era el caso de los revolucionarios sociales y los mencheviques, que dominaban la Duma y el gobierno provisional que reemplazó al Zar, decididos a mantener la guerra. Por eso los alemanes se ofrecieron a trasladar a Lenin a Rusia y éste aceptó. En 1918 Lenin pagó tan prestantes servicios firmando la paz de Brest Livtskov en condiciones onerosas para Rusia.
El desastre en el frente precipitó los acontecimientos. A mediados de julio de 1917, todavía Lenin y los dirigentes del partido bolchevique no estaban preparados para tomar el poder. Lenin sufrió otra decepción y tuvo que abandonar Rusia y exiliarse en Finlandia después que fracasara el levantamiento del 16 de julio, cuando centenares de obreros marcharon por las calles de Petrogrado pidiendo la caída del gobierno de Kerenski. Aún entonces estaba lejos de sospechar cuán cerca se encontraba del poder absoluto.
Como método de análisis, el marxismo no le fue suficiente. De todas maneras. Sólo los fanáticos creen que el marxismo es infalible.
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Uno de los rasgos más cautivantes de la biografía del dictador soviético Josef Stalin es el de su trabajo en la clandestinidad, desde su expulsión de un seminario jesuita en 1899 hasta el triunfo de la revolución bolchevique en 1917. Constituye también la parte menos conocida de su vida.
Sus biógrafos oficiales, entre los que se cuentan a Lavrenti Beria, quien fue uno de sus más crueles jefes de policía, cumplieron a la perfección el encargo de suprimir todos aquellos pasajes que pudieran comprometer la trayectoria revolucionaria del hombre que reinó como todo un viejo y poderoso Zar sobre las cenizas del zarismo. A pesar de ello, los archivos de Ojrana, la temible policía secreta del Zar abiertos años después de la muerte de Stalin ha permitido aclarar muchos puntos. Se sabe ahora que Stalin fue colaborador de los servicios secretos imperiales y que en varias oportunidades ofreció a éstos informaciones muy valiosas sobre el movimiento bolchevique.
Esos archivos fueron abiertos a finales de la década del 1950. Habían sido enviados al Instituto Hoover de Stanford, Estados Unidos, por Basil Maklakov, el último de los embajadores del Zar en Francia tras el triunfo de la revolución en 1917.
Compuestos por más de 100,000 documentos sobre las operaciones extranjeras e internas de la Ojrana desde 1889 hasta la caída del Zar, estos archivos fueron sacados por Maklakov de la oficina de la citada policía en París y enviados a Stanford con la condición de que solo fueran abiertos después de su muerte, la cual ocurrió en 1957.
El estudio de esos documentos secretos ha permitido reconstruir una parte importante del movimiento bolchevique y especialmente algunos rasgos de la personalidad de Stalin. Las autoridades soviéticas suponían que estos archivos habían sido destruidos a raíz del ascenso al poder de los partidarios de Lenin, por lo que la revelación de su contenido causó una gran conmoción en el Kremlin a pesar del hecho de que esto coincidió con el período de desestalinizacion. iniciada con el discurso pronunciado por Nikita Kruschev en el XX Congreso del Partido Comunista Soviético.
De acuerdo con esos documentos, citados profusamente por varios historiadores, Stalin viajó a un congreso, celebrado antes de la revolución en Estocolmo con un pasaporte falso facilitado por la Ojrana. Estos y otros archivos sugieren asimismo que Stalin sirvió a la policía zarista entre 1906 y 1912.
Otros hechos, muy poco divulgados revelan rasgos de la personalidad del dictador. Cuando fue expulsado del seminario teológico administrado por jesuitas, el futuro dictador soviético escribió una carta al rector denunciando a otros compañeros de actividades reñidas con las enseñanzas religiosas.
Los acusaba ante la autoridad religiosa de ser “políticamente indignos de confianza”, lo cual determino la expulsión de éstos. Las noticias de esta carta, la revelación de que Sosó, apodo por el que se le conocía en esa época, se había convertido en un delator, provocó que fuera llamado a una especie de juicio en el círculo obrero en el cual ya desplegaba actividades revolucionarias.
Djugachvilli, que era su verdadero nombre, admitió la acusación en su defensa y dijo lo siguiente: “Los alumnos estaban todos destinados a ser curas o frailes, servidores de la Iglesia. Yo los he salvado para la revolución. Al denunciarlos he llevado al partido a una docena de revolucionarios educados y de confianza, precisamente lo que más necesitamos”.
Lenin desconfiaba de Stalin, al que no consideraba un comunista cabal. Aunque los biógrafos oficiales al servicio de Stalin trataron por todos los medios de vender otra imagen de estas relaciones, la verdad es que los hechos demuestran lo contrario. Tras su muerte, entre sus papeles fue encontrada la carta que el 5 de marzo de 1923 le escribió Lenin recriminándole acremente por la forma grosera en que había tratado a su esposa Krupskaia.
Kruschev dijo después que era realmente “asombroso” que Stalin conservara esa carta. Después de la caída de Kruschev, Stalin fue rehabilitado y vuelto a ser “Héroe de la Unión Soviética”. Sin embargo, su papel en la clandestinidad en los años de lucha contra la tiranía zarista, las intrigas internas que él dirigió para aniquilar a sus antiguos camaradas una vez en la cima del poder, el asesinato de millones de rusos, las purgas en el Ejército y los procesos montados contra intelectuales y altas figuras del partido y el gobierno, arrojan serias dudas sobre su figura de revolucionario puro y auténtico.
La época stalinista constituye una mancha en la historia del movimiento comunista. Resulta claro, sin embargo, que su desmitificación equivaldría al derrumbamiento de toda la estructura ideológica en que se sustenta.