A medida que este libro cobraba forma, me angustiaba el eco ensordecedor de una pregunta que hería mis oídos con la fuerza de un martillazo ¿qué sería finalmente al concluirlo? ¿ un ensayo ,literario o el fruto de una labor periodista? Me asediaban así los mismos fantasmas que habían por años asaltado las conciencias de muchos escritores y reporteros.
Uno de los entretenimientos más antiguos alrededor del ejercicio del periodismo ha consistido siempre en descifrar la relación que tiene con la literatura. Muchos grandes escritores y literarios han sido primero periodistas. Y casi todos han confesado alguna vez que la práctica del periodismo, en sus diversas modalidades, mejoró notablemente su habilidad para contar historias
.¿ Por quién doblan las campanas? de Ernest Hemingway, es solo un ejemplo, tal vez de los más conocidos entre nosotros. Pero son incontables las grandes historias perpetuadas en la literatura universal nacidas de las experiencias vividas por autores como reporteros.
Algunos de nuestros mejores novelistas y literarios han salido de las redacciones de los medios de comunicación y continúan ejerciendo al mismo tiempo la profesión de periodista. Incluso en la actualidad, muchos grandes novelistas e historiadores ejercen simultáneamente la profesión, ya sea como comentaristas, articulistas o corresponsales extranjeros.
La verdad es que nada resulta a veces tan difícil y complejo como diferenciar entre la realidad y la ficción. Oscar Wilde, el famoso dramaturgo y ensayista irlandés, escribió que “la verdad deja de serlo cuando la perciben dos o más personas”.
En su visita al país con motivo de la puesta en circulación de su novela La fiesta del chivo, Mario Vargas Llosa confesó, en la entrevista que le hiciera para CDN Cadena de Noticias, que en la práctica del periodismo ha encontrado los mejores argumentos para sus libros.
Otro prominente escritor latinoamericano, muy leído en la República Dominicana, Gabriel García Márquez, fue en sus inicios periodista y no dejó nunca de serlo. La mayoría de sus novelas son fantásticas historias extraídas de la realidad, que su fértil imaginación hizo creíbles.
Existe, sin embargo, una tendencia muy arraigada en el periodismo de nuestros días a confundir los límites de una actividad intelectual de las fronteras de la otra. Es cierto que las páginas de un periódico o de una revista, y los espacios de radio y televisión, son excelentes vehículos de promoción de los géneros literarios. Más lo es aún el hecho de que todo buen periodismo, aquí o en cualquier parte, ha debido nutrirse de la más auténtica literatura y, por supuesto, de los más genuinos representantes de sus géneros. Pero periodismo es una cosa y literatura es otra.
Todo intento de hacer literatura a través del periodismo termina en el fracaso y no logra siquiera construir buenas lecturas periodísticas.
El pensador y académico norteamericano John McPhee nos ha dicho: “Las cosas que son vulgares y chillonas en la novela funcionan maravillosamente en el periodismo porque son ciertas. Por eso hay que tener cuidado de no compendiarlas, porque se trata del poder fundamental que uno tiene en sus manos. Hay que disponerlo y presentarlo. Hay en ello mucho de habilidad artística. Pero no se debe inventar”.
No debemos confundir la calidad que una buena escritura le confiere al periodismo como un nuevo género literario. El verdadero e inapreciable aporte de la literatura a la práctica del periodismo y al mejoramiento de lo que este ofrece al público, consiste básicamente en hacer de este un producto con credibilidad, atractivo y de buen gusto.
Como el periodismo es no solo una fuente de entretenimiento, sino más bien de información y orientación y, por ende, de educación, la literatura ejerce en él una influencia positiva. Los diarios y revistas tienen que estar bien escritos porque, entre muchas otras razones, son de más fácil acceso al gran público. De ahí la necesidad de que los periodistas se esfuercen cada vez más por mejorar sus técnicas de redacción, para decir más cosas en menor número de palabras, y en un lenguaje lo más próximo posible a la perfección.
Como en literatura, en el periodismo las ideas, no las palabras, es lo que realmente importa. Esto no significa un desprecio por el valor de los instrumentos que el idioma pone al servicio del escritor o periodista para expresar esas ideas. Pero de nada valen las mejores palabras, si detrás de ellas no se ocultan o surgen buenas ideas.
En el prólogo de un importante libro titulado Los periodistas literarios o el reportaje personal, el escritor estadounidense Norman Sims hace la reflexión siguiente: ”Las historias cotidianas que nos hacen pensar en la vida de nuestros vecinos solían encontrarse en el mundo de los novelistas, mientras que los reporteros nos traían noticias de lejanos centros de poder que a duras penas afectaban nuestras vidas. Los periodistas literarios reúnen las dos formas. Al informar sobre las vidas de las personas en el trabajo, en el amor o dedicadas a las rutinas normales de la vida, confirman que los momentos cruciales de la existencia diaria contienen gran dinamismo y sustancia”.
Poe eso, en opinión de Sims, en lugar de merodear en las afueras de poderosas instituciones, los periodistas literarios tratan de penetrar en las culturas que hacen posible que funcionen.
Es indudable que en la actualidad, con el desarrollo de sofisticados instrumentos de comunicación, en la era de la cibernética, algunas de las diferencias que separaban la literatura del periodismo han desaparecido o se han estrechado. Pero a todos los fines prácticos, todavía la ficción continúa siendo el alimento vital de la novela y la literatura y la pura narración de los hechos la esencia del periodismo, en su forma más tradicional u ortodoxa.
Sims explica también que al contrario de los novelistas, los periodistas literarios deben ser exactos. “A los personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como en las novelas, pero sus sensaciones y momentos dramáticos tiene un poder especial porque sabemos que sus historias son verdaderas”, agrega, para añadir a seguidas que la calidad literaria de las obras provienen “del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultural real”. Porque a su entender las fuerzas esenciales del periodismo literario residen en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo.
De suerte que no debe confundirse la literatura propiamente dicha con este nuevo tipo de periodismo conocido como literario. Esta modalidad tuvo su máxima expresión en los años sesenta y comienzos de la década siguiente, periodo durante el cual en los Estados Unidos surgieron numerosos periodistas que se dedicaron a la tarea de publicar libros, muchos de los cuales contribuyeron a enriquecer el llamado periodismo histórico y la novela.
Pero aun dentro del ejercicio de este nuevo periodismo, existen reglas. Una de ellas es el límite que este nuevo y excepcional género establece entre la novela y la información, ya que esta última tiene que ser exacta.
El periodismo literario es un excelente recurso para narrar historias humanas y relatar aquellas que contadas dentro de las normas de reacción de un periodismo esencialmente informativo, carecerían de sentido o serían incapaces de llamar la atención del lector.
Obviamente, no podría hacerse en estos tiempos un buen periodismo, un periodismo de altura y calidad, prescindiendo de este nuevo género, que es el periodismo literario.
En el país ha crecido el interés por la polémica antigua de cómo o cuándo una historia puede ser convertida en ficción a través de una novela. Tal vez no podamos nunca llegar a un consenso sobre el tema. Lo que sí podemos aceptar como una regla, es que los límites de la literatura y el periodismo están dictados por la necesidad y la obligación moral que tienen los periodistas de narrar las historias conforme a una visión de la realidad la más cercana a lo que la inteligencia humana nos permite.
Y aún que dentro de las libertades narrativa que la nueva forma de periodismo, conocido como literario, consiente, su distancia de géneros como la novela sigue siendo lejana, por lo que no existe peligro mayor de contaminación, tanto para un género como para el otro, que traspasar esas fronteras, resguardadas por la obligación de ser fieles a la verdad como a la imaginación. Los hermanos Edmundo y Julio Goncourt, novelistas franceses del siglo pasado, escribieron que la historia no era más que una novela que ha sucedido y la novela una historia que hubiera podido suceder. A su vez, Oscar Wilde dijo: “Se puede muy bien despojar un historia de su realidad al intentar hacerla demasiado verídica”.
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Por desgracia, ni a través de la literatura, ni por medio del periodismo, hemos podio desentrañar las virtudes en que descansa el tan peculiar sentido de la vida que hace del dominicano, un pueblo curiosamente feliz a despecho de sus enormes sufrimientos. El mayor de los tesoros nacionales reside en un hecho que en medio de las pugnas cotidianas suele pasar desapercibido a la generalidad de los dominicanos, aun a los observadores más agudos y brillantes. Me refiero a que en el fondo nuestras rivalidades no son tales.
Las heridas morales de nuestras sórdidas y sangrientas luchas políticas suelen cerrarse tan pronto como cicatrizan las heridas físicas. La historia de los conflictos más recientes así lo avala.
Protagonistas de los enfrentamientos que hemos sufrido en los últimos decenios han llegado con el tiempo a ser amigos. Los rencores dejados por las pugnas, por severas que estas fueran, ha podido ser sepultados. Es posible, y hasta lógico, que aun queden dolores y remordimientos, pero en la mayor parte de los casos, los enemigos de ayer han podido superar sus odios. Donde el dolor excavó tan hondo que no h podio fructificar una amistad, por lo menos dejó una simiente para el olvido y el perdón.
Esta característica nacional es uno de los rasgos más sobresalientes de la personalidad del dominicano. Es cierto que somos dados a la polémica, que usualmente traspasamos los límites del debate e incursionamos en el plano personal, que los elementos de brutalidad que nos hacen parecer a veces una nación de energúmenos, imponen las discusiones cotidianas y que la ofensa muchas veces aflora a la superficie. Pero Dios nos ha preservado el don de concederle a esos agravios una existencia efímera, tan breve como un ocaso.
Alegrémonos de ello. Otros países no han superado del todo todavía las huellas de sus guerras civiles y la división de Alemania fue por décadas la herencia del nazismo como de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, gente aquí que sirvió a Trujillo o que estuvo en trincheras diferentes en la guerra del 1965, durante la cual llegaron a almacenarse tantos odios, se junta y marcha pareja sin resabios de esos días difíciles y cruentos.
El que esa gente se salude y abrace con afecto es una señal clara de que, en el fondo, la dimensión de las rivalidades nacionales es más pequeña y superable de lo que la dura brega cotidiana aparenta y proyecta.
Todo lo cual indica que los dominicanos son, en su mayoría, gente buena, sencilla y humilde, más necesitada de comprensión y amor que de cosas materiales, tal vez más relucientes, pero definitivamente de menor valor y durabilidad.
De ahí mi convicción de que el espectro de la conciliación nunca ha sido un fantasma en el país, y que en la medida en que se agudizan los problemas probablemente estemos más cerca de ella que en periodos o bajo circunstancias normales.
Cuando descubramos la verdadera fuerza oculta en este rasgo del carácter nacional tal vez estemos encontrando el motor para dinamizar definitivamente a esta sociedad y sacarla de su marasmo.