“Es verdad curioso ver a los diablos  hacer sus cálculos sobre lo creado”

FAUSTO A. MEFISTOFELES, en “FAUSTO” de WOLFGANG GOETHE

 

 

Aquel primero de enero tenía mucho de singular.  Para el buen número de dominicanos que la noche anterior permaneció fiel a la costumbre de cenar opíparamente y beber hasta el cansancio, la festividad del Año Nuevo brindaba la oportunidad de un descanso para superar la borrachera.  Ajenos a los acontecimientos, centenares de parejas esperaron el amanecer en el Malecón tras la llegada del nuevo año por el que habían aguardado en centros nocturnos y de recreo.

La innumerable cantidad de vasos, botellas y restos de comida esparcidos por toda la extensa avenida George Washington, a lo largo del litoral, testimoniaba la intensidad de la juerga.  Apenas unos cuantos coches circulaban esa mañana la vía, usualmente concurrida.  La tranquilidad se afianzaba con el avance de las horas. A las once de la mañana podían contarse con los dedos de las manos el número de transeúntes.  Los habitantes de la ciudad habían trasnochado como para que a esa hora pudieran estar despiertos, con ánimo de hacer nada.  Por eso, muy pocos se percataron de que en sus pantallas de televisión, el Canal 4 de la televisora oficial Radio Santo Domingo Televisión, la antigua voz Dominicana de Petán Trujillo, el lascivo hermano del dictador que había intentado un golpe militar en noviembre, y encabezado el exilio de la familia poco después, proyectaba un acontecimiento histórico que marcaría el curso de la vida de todo el pueblo.

A esa hora, con una puntualidad inusual, el presidente Balaguer procedía a juramentar y poner en posesión a los nuevos miembros del Consejo de Estado, que compartiría con él las tareas del gobierno.  Encabezaba el grupo el licenciado Rafael F. Bonnelly, un prominente abogado de Santiago, la segunda ciudad del país, que había ocupado altas posiciones en la dictadura de Trujillo, a partir de mediados de los años 40, después de habérsele considerado como una figura sospechosa.  Trujillo le había restablecido su confianza y amistad después que Bonnelly, como presidente de un exclusivo club social de Santiago, se viera precisado a pronunciar un discurso lleno de encendidos elogios hacia el dictador.  Como vicepresidente del Consejo, Bonnelly estaba señalado como el pronto sucesor de Balaguer.  Los días de éste al frente del gobierno parecían esa mañana soleada de Año Nuevo más próximos a su fin.

Completaban el “staff” del nuevo gobierno ampliado cinco prominentes ciudadanos, el licenciado Eduardo Read Barrera, abogado, tan conocido como Bonnelly; el doctor Nicolás Pichardo, respetado y tranquilo médico cardiólogo aficionado al ajedrez; monseñor Eliseo Pérez Sánchez, uno de los principales jerarcas de la Iglesia Católica, y los dos únicos sobrevivientes del complot que culminó con el asesinato de Trujillo, Luis Amiama Tió y Antonio Imbert Barrera.  El poder real lo ejercían en este grupo el vicepresidente Bonnelly y estos dos últimos hombres.  Los demás parecían simples figuras decorativas.  De un modo u otro todos habían estado ligados al régimen trujillista.

La instalación del nuevo gobierno contribuía a aflojar las tensiones y a propiciar la calma.  Su tarea principal era la de crear las condiciones necesarias para la celebración de elecciones libres y democrática antes de finales de ese mismo año.  Su deber era entregar el poder el 27 de febrero de 1963, aniversario de la Independencia, al hombre que resultara electo Presidente en esos comicios, los primeros realmente libres en más de 30 años.  Sin embargo, los sentimientos y expectativas generales en torno a los objetivos y capacidades del Consejo instalado esa mañana parecían muy divididos.  La falta de respaldo político que había marcado desde un comienzo la suerte del precario régimen de Balaguer, se perfilaba en el destino político de aquellos hombres que, vestidos de oscuro, prestaban juramento, prometiendo ser fieles a la Constitución y a las leyes de la República.  Las sonrisas que exhibían frente a las cámaras de televisión no alcanzaban a ocultar la enorme preocupación que les embargaba.  El peso de la responsabilidad puesta sobre ellos lucía, al entender de muchos de sus compatriotas, superior a sus fuerzas.  Todos estaban conscientes de que al pasar al primer plano de la vida pública nacional ponían también en juego sus vidas.

Los sentimientos de una gran parte de la opinión pública habían quedado resumidos ese día en el texto de un editorial publicado por El Caribe: “La desaparición de Trujillo y su clan del escenario político durante 1961 ha abierto un cúmulo de expectativas halagadoras.  Las peores características de la tiranía trujillista han quedado atrás y se ha avanzado bastante en el proceso de liquidación de los aspectos más sombríos de la misma, cosa que es, sin ningún género de dudas, un preliminar indispensable al establecimiento de una genuina democracia representativa”.

El editorial advertía contra la posibilidad de pretender que el peligro hubiera pasado.  “El terror rastrero, incubado por una maquinaria gansteril patrocinada y mantenida por el Estado, ya no está presente.  Y ese sólo hecho ha dejado en el ánimo popular la rara sensación de alivio que produce la súbita salida de una horripilante pesadilla.  Ese nuevo estado de ánimo no debe, sin embargo, conducirnos a una falsa sensación de seguridad.  La herencia de la dictadura es pesada y sus frutos muy amargos todavía.  La inmensa mayoría de los graves problemas nacionales creados y fomentados por el régimen trujillista están aún sin resolverse”.

El fondo del editorial se resumía en el párrafo siguiente: “Este año puede ser un año de felicidad; pero también puede ser un año de profundas dislocaciones sociales y políticas”.

La incontenible marea de disturbios que sacudía el territorio nacional de un extremo a otro, confirmaba este aserto. Más que una advertencia era una premonición.

Diecinueve familias pobres, con un total de 92 personas, habían ocupado por las malas la mansión donde vivía la familia García Trujillo, en la avenida Bolívar. Turbas habían saqueado antes la enorme residencia de la calle Pedro Henríquez Ureña donde en una oportunidad vivió Trujillo.  Uno de los ocupantes de la casa de los García Trujillo era Ofelia Castillo, quien fue por años su cocinera de confianza.  Ofelia había encabezado la turba instalándose en la habitación principal de la residencia.  Con lágrimas en los ojos había dicho que los propietarios de la mansión se habían ido del país adeudándole 50 pesos, el salario de tres meses.  Ahora actuaba como dueña de la casa.  Estas ocupaciones violentas no eran acciones aisladas.  Eran producto de la agitación y desorden que envolvían a todo el país; la fuente de donde podían brotar las “dislocaciones sociales y políticas” sobe las que advertía El Caribe.

Uno de los problemas más espinosos a que debía hacer frente de inmediato el gobierno colegiado que prestaba juramento esa mañana en el Salón de Embajadores de la tercera planta del Palacio Nacional, en presencia del Cuerpo Diplomático, funcionarios civiles, invitados especiales y oficiales de alta graduación de las Fuerzas Armadas, era el de los exiliados.  Balaguer había sido objeto de fuertes ataques por las dificultades encontradas por adversarios de Trujillo para retornar al país e incorporarse a las lides políticas.  La Federación de Estudiantes Dominicanos (FED), responsable de la casi cotidianas movilizaciones en los predios de la universidad estatal y otros centros escolares públicos, culpaba horas antes al gobierno de la situación, acusándole de un presunto plan para impedir el regreso de los exiliados. A la protesta siguió un agrio comunicado, sustentado por 40 asociaciones de profesionales y comerciantes, exigiendo garantías para el regreso de esa gente, publicado en espacio pagado en los diferentes medios de comunicación y entregado a la prensa extranjera.

La naturaleza profunda de los problemas que habría de enfrentar el nuevo Consejo de Estado se dejaba traslucir en la posición asumida por el Catorce de Junio, el grupo formado por ex-prisioneros políticos de Trujillo, de tendencia izquierdista, simpatizantes de Castro y la revolución cubana.  La organización denunció ese mismo día la integración del Consejo como una acción hecha “a espaldas del pueblo” y condenándola como “una trama” contra el pueblo. Al negarle públicamente su apoyo decía que la junta cívica carecía del respaldo de las grandes mayorías nacionales, por un lado, y tampoco respondía a las exigencias que el partido había planteado como solución a la crisis nacional en su comunicado anterior difundido el 6 de diciembre.

Una parte del planteamiento tendría profundas repercusiones ulteriores en la lucha partidaria y estaba directamente relacionado con los conflictos de intereses desatados en torno a la formación del Consejo.  El Catorce de Junio llamaba a su militancia inscrita en la Unión Cívica Nacional a renunciar a dicha entidad ante la “inminencia” de que ésta se convirtiera en partido político, dejando a un lado su carácter de agrupación cívica-patriótica”, prevenía el comunicado.

El emplazamiento desataría una inmediata deserción de las filas del Catorce de Junio de respetadas figuras políticas.  Las deserciones comenzaron el mismo día con la dimisión de Máximo Coiscou Henríquez, una vieja patriarcal figura de la resistencia a la dictadura.  En el breve lapso de las horas siguientes se unirían los nombres de otras destacadas personalidades públicas.  De la división, la UCN parecía sacar los mejores puntos al inicio de la batalla.  Pero el cuadro no tardaría en modificarse.

En síntesis, el Catorce de Junio exigía la “capitulación total y definitiva del gobierno trujillista del presidente Balaguer” y la integración en su lugar de un régimen de “unidad nacional”, compuesto por “todas las fuerzas representativas” de la República.  Firmado por dos jóvenes profesionales y ex-prisioneros políticos de Trujillo, Manuel Aurelio Tavárez Justo y Leandro Guzmán, presidente y secretario general, respectivamente, el comunicado encontró pronta simpatía en los círculos más militantes del espectro político nacional.

Ajeno a estos sucesos que iban definiendo el curso futuro de la lucha política, tenían lugar hechos que contribuían a conferir cierto aspecto de normalidad a la situación.  Por primera vez, un grupo civil escalaba el Pico Duarte, al que el dictador había puesto su nombre, el más alto de la isla, y en el punto más elevado de la cima, a unos 3,175 metros de altura cubierta con copos de nieve, había desmantelado placas con loas al régimen derrocado.  A las nueve de la mañana del día anterior, cuando los dominicanos hacían planes para la cena de despedida del año, se había dado comienzo a la zafra azucarera en el Central Río Haina.  Antes lo habían hecho otros ingenios del consorcio estatal formado con las antiguas propiedades de Trujillo: Barahona, Porvenir y Consuelo.  Para los días próximos comenzarían a moler caña las factorías Ozama, Boca Chica, Quisqueya y Santa Fe, pertenecientes a la nueva compañía dominicana Azucarera Haina, C. Por A.  Los pronósticos sobre la zafra parecían prometedores.  Puestos en una balanza, los presagios parecían, sin embargo, más dominantes que el cuadro de noticias alentadoras.

En un esfuerzo por infundir confianza a la gente, Bonnelly había delineado los puntos sobre los que el Consejo de Estado afianzaría la democracia naciente y alentaría el desarrollo de la economía.

 

 

Pero había ciertamente un fuerte pesimismo general con respecto a sus promesas contenidas en un extenso programa de reformas democráticas y de amplias libertades públicas.  La negra herencia de la dictadura había enseñado al pueblo a ser escéptico. Bonnelly, en su fuero interno, no abrigaba demasiadas esperanzas acerca de la posibilidad de que la apelación al patriotismo de sus compatriotas para ayudar al Consejo a cumplir su misión, surtiera efecto.

La solemne y austera ceremonia de juramentación había comenzado escasos minutos después de las once, inmediatamente los miembros del Consejo llegaran juntos a Palacio.  Un batallón de la Guardia Presidencial, comandado por el coronel Miguel A. Corominas, le rindió honores militares de estilo, los cuales se repitieron poco después de la una de la tarde a su salida del recinto.  Alejandro Abreu, empleado de los archivos de Palacio, que había ido a trabajar en ese feriado día de Año Nuevo, consultó su reloj de pulsera.  Eran exactamente las 11:05 A.M., cuando el presidente Balaguer alzó su mano derecha para tomar el juramento al grupo.

Consciente de su papel, de que entregaba de hecho el poder, el cual había ejercido en medio de serias dificultades en las últimas semanas, Balaguer improvisó un breve discurso de juramentación, destacando los inconvenientes del momento. Dentro de su contenido ceremonial, el discurso subrayaba la naturaleza y profundidad de los problemas a enfrentar por el nuevo gobierno, en un lenguaje diplomático y sutil que resaltaba su fino sentido político.  Era de tal magnitud la crisis, decía Balaguer, que se requería del auxilio de Dios y del sentimiento patriótico de los ciudadanos, los cuales invocaba ese día.  “La sola presencia de ese poder superior (de Dios), repito, no sería suficiente para superar la crisis que desde hace más de siete meses afecta al país, crisis violenta que ha sacudido los propios cimientos de la nacionalidad y que en ocasiones ha hecho inclusive palidecer la estrella de sus destinos imperecederos”.

Eran días difíciles y calamitosos, continuaba el presidente, que requerían la cooperación de “todos los hombres buenos, de todos los hombres virtuosos, de todos los hombres de buena voluntad.  Por eso apelo tanto en mi propio nombre como en el de los demás miembros del Consejo, al patriotismo de todos los dominicanos sin excepción, porque no creo que exista entre cuantos han tenido el privilegio de nacer en esta tierra esencialmente cristiana, un solo ciudadano que no conserve intacta su fe en la República, o en cuyo corazón se haya extinguido totalmente el fuego sagrado que ardió por primera vez en el Baluarte del Conde”.

Balaguer reconocía la relevancia del papel encomendado al Consejo.  “Gracias a esos dos factores”, señalaba, “el de la protección divina y el del concurso patriótico de todos los dominicanos, el Consejo cumplirá felizmente su tarea, dando a la República en esta etapa de transición, la paz que necesita, para que acabe de formarse la nueva conciencia nacional y para que todas las ideas y todos los intereses legítimos quepan en los moldes en que se está hoy fundiendo la democracia dominicana”.

Mientras tenía lugar la juramentación se precipitaban notables sucesos que habrían de influir en el curso de los acontecimientos al más corto plazo.  La instalación del nuevo gobierno distaba mucho de significar una tregua en las confrontaciones, que tenían ya un alto contenido ideológico.  En una respuesta inmediata al Catorce de Junio, la UCN negaba que tratara de convertirse en un partido político.  La posibilidad había sido planteada, era cierto, admitía un vocero calificado, pero de inmediato desestimada.  La realidad era otra.  En una asamblea reciente se había resuelto preservar el status de agrupación cívico-patriótica “en tanto no se instaure en la vida pública dominicana un clima social y político favorable al funcionamiento de un partido político que se ajuste a normas y valores de convivencia que consideramos esenciales al mismo”.

Mucha gente creía que ese cuadro estaba a punto de crearse.  La instalación del Consejo con el pleno apoyo de la UCN podía significar el primer y definitivo paso hacia ese fin.  Era por lo menos lo que creían la alta dirigencia del Catorce  de Junio  y  otros  grupos  de  izquierda, activos  en  el  escenario político dominicano.

La tesis quedaba fortalecida con el apoyo público expresado por la UCN al Consejo, a través de declaraciones de su presidente y secretario general, doctores Viriato A. Fiallo y Luis Manuel Baquero.  “Si el Consejo actúa de acuerdo a los principios que informan ese discurso (pronunciado por Bonnelly en el acto de juramentación), entendemos que hay motivos justificados para ser optimistas y para concebir esperanzas de un futuro de libertad y de justicia social para el pueblo”.  En términos casi similares se había pronunciado Horacio Julio Ornes, presidente de Vanguardia Revolucionaria Dominicana (VRD).

Los antecedentes del Consejo de Estado estuvieron llenos de intrincadas negociaciones e intrigas políticas.  Balaguer y Rodríguez Echavarría se mostraban poco entusiastas de la idea y el proyecto llegó a un punto muerto a comienzos de diciembre.  Interesados en la paz de la región, los Estados Unidos veían con profunda intranquilidad el curso de los acontecimientos dominicanos.  Para el presidente John F. Kennedy, la cuestión revestía prioridad dado su experiencia cubana de Bahía Cochinos.

El asesinato de Trujillo había tomado de sorpresa al mandatario estadounidense mientras cumplía una visita oficial a París.  A su regreso a Washington, Kennedy se dedicó a estudiar la situación.  El panorama era el de un país enfrascado en una ardiente lucha política por extirpar los restos de una tiranía decapitada, con Balaguer, que había sido Presidente nominal bajo la dictadura al frente del gobierno, y Ramfis Trujillo, el hijo mayor del dictador, con el control del ejército.  En su libro “Los Mil Días” (A Thousand Days”), Arthur M. Schelesinger, jr., asistente de Kennedy, sostiene que el presidente de Estados Unidos observó la situación dominicana con un sentido realista.  “Hay tres posibilidades”, dijo Kennedy, según Schelesinger, “descendiendo en orden de preferencia: un régimen democrático decente, una continuación del régimen de Trujillo o un régimen como el de Castro.  Debemos apuntar al primero, pero no podemos renunciar al segundo hasta que estemos seguros de poder eliminar al tercero”.

Kennedy envió a uno de sus diplomáticos más experimentados, Robert Murphy, y al veterano periodista John Bartlow Martin (quien luego sería su embajador en República Dominicana) a examinar la situación del país.  El informe de este último, de 115 páginas, acaparó su atención, leyéndolo por completo mientras veía por televisión la transmisión de un juego de serie mundial de béisbol, una tarde de otoño.  Según Schlesinger, los informes rendidos a Kennedy sugerían que Balaguer “estaba haciendo un esfuerzo sincero para hacer una transición a la democracia”.

A finales de agosto la administración tenía ya una idea acabada de sus objetivos en República Dominicana.  El Departamento de Estado convenció a Kennedy de la necesidad de una salida democrática en el país caribeño sobre la base de un gobierno que reuniera a las diversas fuerzas moderadas que convergían en el escenario de la nación.

Estados Unidos había contribuido a frustrar la intentona golpista trujillista de noviembre, con el envío de barcos a las aguas territoriales en previsión de cualquier acción contra el proceso de transición.  Pero el objetivo de su política consistía en el ensanchamiento de las bases del gobierno de Balaguer con la incorporación de otros grupos, como la Unión Cívica, el Catorce de Junio y el propio PRD, de Bosch.  El Catorce de Junio rechazaba esa posibilidad y Bosch ponía obstáculos que descartaban de antemano su participación.  Según Schlesinger, las animosidades y sospechas que separaban a dichas fuerzas, hacían del esfuerzo norteamericano “una tarea ingrata”.

La situación alcanzó su punto máximo el 15 de diciembre.  Ese día, en viaje a Caracas, Kennedy hizo escala en San Juan, Puerto Rico.  En la noche, después de una reunión en la que analizó con sus principales asesores el desarrollo de los acontecimientos dominicanos, el presidente norteamericano tomó la decisión de llamar a Santo Domingo.  Su gestión personal ante Balaguer rompió el hielo.  “Su intervención fue el catalizador que hizo posible el establecimiento de un Consejo de Estado, sobre la base de un programa de democracia política y la preparación de elecciones”; sostiene Schlesinger.

Dos semanas después, Balaguer juramentaba a los seis miembros restantes del Consejo de Estado.

 

Las negociaciones para la búsqueda de una salida política a la crisis quedaron de hecho estancadas en su mismo comienzo.  Ocho días después de abortado el golpe auspiciado por los tíos de Ramfis Trujillo, tuvo lugar una reunión secreta que habría de marcar el curso inmediato de los acontecimientos.  En su residencia de la avenida Máximo Gómez, Balaguer recibía el domingo 26 de noviembre a Viriato A. Fiallo y a Jordi Brossa, médicos y dirigentes ambos de la UCN.  Fiallo era el principal líder de la oposición y para nadie eran desconocidos sus deseos de llegar a la Presidencia.  Su alta y fuerte figura tenía un aire patriarcal, subrayada por su corta y rizada cabellera blanca, peinada hacia atrás. Era uno de los pocos dominicanos mayores de edad que podía vanagloriarse de haber rechazado cuantas ofertas le hiciera Trujillo para plegarse a la dictadura.  Había soportado estoicamente cárceles y toda clase de vejaciones, y su actitud de no colaboración con Trujillo se había mantenido firme.  Ese era, empero, todo su credencial político.  Ni como orador ni como negociador exhibía mayores atractivos.    Sus   aspiraciones   de   alcanzar   la   primera   magistratura   eran absolutamente legítimas, pero le resultaba en extremo difícil a él y a sus allegados ocultarlas de tal modo que muy pronto, cuando la estampa de su figura patriarcal comenzó a perder atracción entre la gente, no dispuso de muchos recursos para preservar su liderazgo que en un momento parecía dominar el escenario político nacional.

Los líderes ucenistas planteaban una fórmula para llevar a Fiallo al poder por medios indirectos.  Pero era en extremo burda.  La estratagema consistía en la designación de Fiallo como secretario de las Fuerzas Armadas y la de Rodríguez Echavarría como jefe de la Aviación Militar.  A esto seguiría la renuncia de Balaguer y la juramentación de Fiallo como Presidente.  Rodríguez Echavarría ocuparía de nuevo su lugar como secretario de las Fuerzas Armadas llenando el vacío dejado por el líder de la UCN.

El plan parecía demasiado complicado dentro de su simplicidad.  Balaguer se negaba a aceptarlo condicionando su aplicación a que fuera aprobado por el resto del equipo gubernamental y las propias Fuerzas Armadas.  El planteamiento de Fiallo y Brossa no tuvo finalmente acogida.  En cambio, surgió la alternativa de crear una junta de gobierno encabezada por el propio Balaguer, cuyas funciones, con poderes ejecutivos y legislativos, se prolongarían dos años, al cabo de los cuales se celebrarían elecciones.  La UCN exigió la formación de un Consejo integrado por siete miembros, lo que fue rechazado de plano entonces por los militares.

Esta última fórmula se impuso finalmente.  La llamada de Kennedy tuvo un efecto decisivo.

La conformación del Consejo fue anunciada al país escasamente dos días después de la llamada del presidente norteamericano.  “No podemos continuar viviendo en una agitación permanente y dando la espalda al porvenir lleno de promesas que nos aguardan como si fuéramos una nación sin brújula o un pueblo empujado por fuerzas fatales e incapaz de sobreponerse a su destino azaroso”, diría Balaguer en un discurso.  “Convencido de la gravedad del momento histórico por el cual atravesamos, he resuelto enfrentarme a esta situación llena de peligros para la República Dominicana tomando una resolución heroica que resolverá, mediante una reforma constitucional inmediata, la actual crisis política, creada artificialmente por circunstancias y por intereses que no es oportuno analizar en esta ocasión”.

El presidente destacaba el fracaso de los esfuerzos del gobierno y la oposición por llegar a un acuerdo satisfactorio.  La fórmula no era otra cosa que una salida para salvar al país del caos y la bancarrota política y económica.

Los detalles de estos hechos son ofrecidos por Balaguer en discursos de la época que muchos años después recogiera en un libro titulado “Entre la sangre del 30 de mayo y la del 24 de abril”.  En ellos reafirmaba su decisión de propiciar el establecimiento verdadero de un régimen democrático. Sólo cuando pudiera lograr esto abandonaría el poder, voluntariamente.  Uno de sus objetivos era la eliminación de las sanciones diplomáticas y económicas impuestas por la OEA al país, en represalia por el atentado de Trujillo contra el presidente venezolano Betancourt.  “Cuando esa obra de democratización quede completa con el retorno del país al seno de la familia hemisférica, mediante el reconocimiento absoluto de sus prerrogativas como nación soberana, daré por cumplida mi misión y abandonaré, por mi propia iniciativa, la presidencia de la República, para dar así oportunidad a otros ciudadanos de mayores aptitudes que la mías para encaminar la República por la vía de su rehabilitación definitiva”, diría Balaguer.  “Espero que este proceso se cumpla de ahora en adelante con la mayor rapidez, y que me sea posible retirarme a más tardar el 27 de febrero de 1962”.

 

Posted in Destacado, Enero de 1962

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