“Más que nacimiento, me hace falta la suerte.

Sabed que poseía un trono.  Ved, pues, de que fortuna, de que poderío, de que riquezas me ha despojado el destino”.

 

CICERÓN

 

 

 

 

 

 

Tan pronto como bajara su excitación, por efecto de los graves incidentes de los que fue testigo excepcional momentos previos, Bonnelly convocó a una reunión de emergencia del Consejo de Estado.  Había tratado de ver antes al Presidente, pero éste se había retirado a descansar, cerca de las cuatro, como hacía usualmente.  Debido a la agitación, Balaguer había optado por almorzar esta tarde en Palacio, en lugar de hacerlo en la residencia de sus hermanas, Ana Teresa (Laíta), Carmen Rosa y Emma, residentes en la calle Estrelleta, a cuadra y media del Parque Independencia.  Pero como hacía después de comer en casa de sus hermanas, se dirigió a su residencia particular, en la número 25 de la avenida Máximo Gómez, tomando una ruta opuesta a la plaza.

El jefe de sus ayudantes militares, coronel Rafael de Jesús Checo, tomó la previsión de disponer protección a la casa de las hermanas del Presidente.  Muy estimadas en el sector, el vecindario decidió, a su modo, protegerlas.  Un “comité” de jóvenes había recibido también la encomienda de evitar que las turbas atacaran la casa, si ocurrían incidentes con los militares.   Y como de costumbre, amas de casa acudieron allí desde otros puntos del barrio, en busca de ayuda.

 

La familia de Balaguer ocupaba dos modestas viviendas de la calle Estrelleta, entre la Padre Billini y la Canela.  Ana Teresa, la mayor, residía en la más pequeña de un solo nivel.  Al lado suyo, vivían entonces en una casa de dos plantas, Emma y su esposo Mario Vallejo, en la de arriba y Carmen Rosa, en la planta baja.  Las dos plantas de esta última vivienda eran totalmente independientes.

Al recibir informes del tiroteo y de la presencia de los dos “consejeros” en el parque, Balaguer apresuró su retorno a Palacio interrumpiendo su habitual caminata interior en su residencia privada.  Al llegar se encontró con una situación tensa.  Los demás miembros del Consejo le pedían su renuncia, culpándole de los incidentes.  Balaguer se mantuvo firme.  No se iría bajo presiones y mucho menos de ese género.

Un punto de fricción era el enfoque de ambas partes sobre el tiroteo.  Influenciado por las escenas presenciadas, Bonnelly y Pichardo insistían en que se había producido una matanza gigantesca, un genocidio, que desataba y en cierto modo justificaba la ira del populacho que incendiaba todo a su alrededor. Balaguer insistía en que las cifras de Bonnelly eran exageradas.  Su versión cifraba los muertos entre tres y cinco, a lo sumo.

Más atento a lo que pudiera suceder fuera del salón, debido a razones de seguridad, el coronel Checo pudo escuchar sin embargo claramente la voz de Balaguer, rechazando las acusaciones:

¡Ustedes saben muy bien que no soy el responsable!

El presidente consideraba, en cambio, una imprudencia la iniciativa de Bonnelly de acudir personalmente , despreciando todas las normas de seguridad, al parque.  A su juicio, ese hecho pudo haber tenido consecuencias aún más lamentables.

Las diferencias no solamente abarcaban las contradicciones respecto a la magnitud de los incidentes.  Era obvio que la frágil unidad del Consejo quedaba definitivamente rota y que les resultaba imposible trabajar juntos.  La posición del grupo de Bonnelly había sido expuesta con claridad: Balaguer debía dimitir y el Consejo quedar en manos de ellos, bajo la Presidencia de Bonnelly, que era el segundo en jerarquía.

Balaguer meditó unos segundos y dijo que debía llamar a Rodríguez Echavarría.  Una decisión de esa naturaleza no podía tomarse sin el conocimiento de las Fuerzas Armadas.  Se le pidió que llamara del salón, pero respondió que mejor hacerlo desde su despacho, para utilizar la línea privada.

El rechazo del Presidente a la exigencia de los “consejeros” era definitiva, por lo menos en los términos planteados.  De hecho, Balaguer sabíase imposibilitado de mantener el poder que en la práctica no era tal, pues lo compartía con los hombres allí reunidos y el hombre fuerte de San Isidro.  Era dudoso que le todas formas él permaneciera en Palacio.  Como un río desbordado por una fuerte creciente, los acontecimientos estaban imponiendo cambios dramáticos.  En los rostros de cada uno de los presentes podían adivinarse rasgos de aprensión y ansiedad.  Todos compartían una doble preocupación: la suerte de la República y la seguridad personal de cada uno de ellos.

Un oficial cerró las puertas del salón y dejó a Bonnelly, Pichardo, Read Barrera y monseñor Pérez bajo custodia de dos oficiales de menor rango dotados de metralletas.  Se les advirtió que tenían hasta la diez de la noche para renunciar y dejar a Balaguer en condiciones de designar sustitutos.

Pichardo trató en vano de llamar a su casa.  Apenas unas horas antes, en la tarde, después de los incidentes del parque, le había visitado en Palacio su hermano, Ulises, abogado, preocupado por su situación.  Pichardo le había aquietado con seguridades de que todo marchaba bien, aunque debían estarse tranquilos en casa sin desafiar el toque de queda.  Ahora no podía llamarle para explicarle el cambio.  Pichardo dejó de hacerse ilusiones.  Aún en el caso de que renunciaran, lo que no contribuiría en modo alguno a aliviar la situación del grupo, era improbable que pudieran salir en libertad esa noche.

 

Las noticias llegaron rápidamente a San Isidro.  Atento al teléfono en su despacho, el general Rodríguez Echavarría respondió al primer timbrazo.  “Era de Palacio”, relataría años más tarde al autor.  En la sede del Ejecutivo, donde el sonido de los disparos pudo oírse con precisión, dada su cercanía del parque, reinaba un clima próximo al paroxismo.  La llamada era directamente del presidente Balaguer inquiriendo información.  “Balaguer me preguntó qué estaba pasando.  Yo le respondí que le informaría exactamente cuando llegara la tropa”, diría después Rodríguez Echavarría.

Cuervo no tardó en presentarse, sudoroso y excitado, haciendo un enorme esfuerzo por dominarse.  “Estaba sereno, dentro de las circunstancias, aunque un podo afectado”, recordaría el general, quien de inmediato mandó a buscar al coronel Juan Pérez Guillén, su ayudante, a quien pidió una insignia de coronel.  Con ella en sus manos, Rodríguez Echavarría se cuadró frente a Cuervo y le dijo:

“Usted acaba de ser ascendido por su comportamiento, porque las armas que se le entregan a un oficial deben defenderse con su propia vida”.

Cuervo tragó en seco, pidió permiso para salir, se cuadró militarmente y haciendo sonar los tacones dio media vuelta y se marchó.  El eco de las palabras del general retumbaban sobre el silencio pétreo que ahora dominaba la habitación. Los rostros de los curtidos jefes militares allí reunidos, al llamado de su comandante, parecían labrados en roca.

Entonces Rodríguez Echavarría marcó personalmente un número de Palacio y se comunicó con el Presidente.  “Llamé a Balaguer y le expliqué lo que me había dicho Cuervo.  El me respondió que había habido muertos.  Le dije que exageraban”.

Muchos kilómetros al oeste, los lamentos y gritos de venganza, sustituían ahora las rítmicas palmadas de la multitud.  En un completo desorden, brigadas improvisadas de jóvenes se entregaban a la tarea de levantar cadáveres y heridos, pidiendo la caída del Gobierno y las cabezas de Balaguer y Rodríguez Echavarría.  La escena macabra del parque adquirió un tono aún más impactante cuando la voz ronca se dejó escuchar de nuevo por los altoparlantes clamando justicia, bajo esta consigna: “Pueblo, llegó la hora”.  Las escenas de dolor y muerte entraban en contradicción con la escueta explicación del jefe militar al Presidente.  El número de cuerpos tendidos sobre el césped, cubierto de harapos y sangra, no constituía una exageración, como él había dicho.

 

Julio César Martínez, director de La Nación, había llamado varias veces sin suerte al general Rodríguez Echavarría esa mañana, antes de los sucesos.  Como periodista con acceso a muchas fuentes, Martínez era por lo común un hombre bien informado.  Y esa mañana había llamado a Rodríguez Echavarría para ponerle al corriente de todo.  Las noticias no eran buenas.  Y malos presagios corrían por doquier de boca en boca.  Martínez era un hombre de la completa confianza del general, ya que la esposa de éste, Dolores, era hermana suya.  Como de costumbre, Dolores había llamado a la base para poner esta vez en conocimiento a Rodríguez Echavarría de los rumores de conspiración.  La conversación con Martínez puso en guardia al secretario de las Fuerzas Armadas.  Martínez le dijo que Dolores le había pedido al coronel Pérez Guillén, su ayudante, que le comunicara con él en varias ocasiones ese día.  Sistemáticamente, Pérez Guillén se había negado a establecer la comunicación, alegando que el general estaba muy ocupado. “Posteriormente eso me dio a entender que Pérez Guillén sabía lo de la conspiración.  Pero ese día me limité a redoblar las precauciones y llamé a mi esposa para decirle que no se preocupara y me dejara trabajar”, contó Rodríguez Echavarría.

 

Rodríguez Echavarría sigue sosteniendo, tantos años después, que la manifestación ante el local de la UCN era el punto central de un complot para sacar a Balaguer de la Presidencia y destituirle a él como jefe de las Fuerzas Armadas.  Bosch lo creería así también como se verá más adelante.

Mientras continúan llegando informes alarmantes de disturbios e incendios en toda la ciudad, las medidas de seguridad en torno a la base de San Isidro se hacen más rigurosas.  Hay prácticamente un acuartelamiento general.  Con todo, Rodríguez Echavarría encontró espacio para ducharse y cambiarse de ropas.  El baño le sentó bien, despejándole un poco la mente, absorbida por los acontecimientos.  El general echó un rápido vistazo a su reloj de pulsera cuando el timbre del teléfono rasgó el silencio de su despacho.  Eran aproximadamente las 6:00 de la tarde.  La llamada era del Presidente que reclamaba su presencia inmediata en Palacio.  Rodríguez Echavarría dio unas cuantas órdenes rutinarias a sus ayudantes militares y se disponía a partir cuando el teléfono volvió a timbrar.

-“Si va a venir, venga preparado”-, era de nuevo el Presidente, contaría años después al autor.

Sin pérdida de tiempo hizo llamar de nuevo a su despacho a los jefes de Estado Mayor del Ejército, general Luis Román; de la Marina, contraalmirante Enrique Valdez Vidaurre y de la Aviación, el general piloto Santiago Rodríguez Echavarría, su hermano.

No tardaron muchos minutos antes de que los tres jefes militares se presentaran, acompañados de sus respectivos estados mayores.  Mientras esto sucedía, el secretario de las Fuerzas Armadas hizo buscar al coronel Vladimir Sessen, un mercenario húngaro, que había ayudado a formar la otrora famosa Legión del Caribe, fundada por Trujillo para apoyar conspiraciones regionales.  La Legión había sido disuelta tras la muerte del dictador, pero Sessen, como muchos otros oficiales extranjeros, permanecía activo.  Alto, rubio, de fuerte contextura física y bien parecido, con sus impresionantes y duros ojos azules, imponía con increíble facilidad su figura militar, frente a sus compañeros.  Ni aún sus íntimos podían dar fe de sus orígenes militares.  Era un profesional frío en el sentido cabal de la palabra, con una disciplina teutónica que admiraban y temían muchos de sus subalternos y superiores.  Sobre él se tejían innumerables versiones, algunas de las cuales, la más socorrida, versaban sobre su pasado nazi.   Pero este era un tema vedado de conversación pública.

-Busca a 200 hombres y rodéame Palacio-, ordenó Rodríguez Echavarría al coronel Sessen, tan pronto como éste se presentó, ya en presencia de los jefes de Estado Mayor de las diferentes ramas castrenses.

Sessen no se hizo repetir la orden y marchó en dirección a la ciudad.  Muy pronto tuvieron noticias suyas: el Palacio, sede del Gobierno, estaba bajo el control de sus tropas.  Rodríguez Echavarría se tranquilizó y se puso en marcha con todo el alto mando militar hacia Palacio, seguro de poder dominar la situación.

Los solitarios pasillos de la casa presidencial, generalmente animados de empleados y busca empleos, no presagiaban ahora nada bueno.  Rodríguez Echavarría pudo sentir el malestar tan pronto cómo llegó allí.  Uno de sus ayudantes le informó que Amiama Tió y Antonio Imbert, dos miembros del Consejo de Estado, le inquirían en una oficina contigua.  “Penetré a ella”, cuenta al autor.

– ¿A quién vamos a poner como Presidente?- me preguntan.

– ¿Cómo?-

-Sí, ¿acaso no sabes que Balaguer renunció?

Rodríguez Echavarría perdió la compostura:

-Miren, ¿qué ustedes creen que soy?  Si no me consultaron, ¿por qué me preguntan ahora?-, y salió hacia la oficina donde el Presidente le esperaba.

“Me cuadré respetuosamente ante él y le pregunté qué pasaba”, relataría después.  Ya no soy el Presidente, me respondió.  ¿Cómo que usted no es el Presidente?  Tuve que renunciar, me dijo.  Entonces le pregunté: ¿Quiénes son los que están detrás de este lío? ¿Quiénes son los culpables de la situación?  Balaguer me respondió: Deje eso, general, que ya yo no soy nada.  Yo insistía en saber quiénes le habían obligado a renunciar.  Yo entendía que eran Bonnelly y comparsa y él me lo confirmó.

“Inmediatamente ordené a un oficial que pidiera a Bonnelly su renuncia con la de toda su gente.  Bonnelly le dijo que no se iría.  En ese momento le acompañaban otros tres miembros del Consejo, el doctor Nicolás Pichardo, el licenciado Read Barrera y monseñor Pérez Sánchez”, continúa Rodríguez Echavarría.

Ante la resistencia de Bonnelly, Rodríguez Echavarría ordena al general Miguel Rodríguez Reyes, inspector general de las Fuerzas Armadas, el arresto de los integrantes del Consejo y su conducción a la base de San Isidro esa misma noche.  El alto oficial sale a cumplir la orden de inmediato.  Rodríguez Echavarría siente entonces que alguien, a su lado, trata de llamar la atención, pisándole ligeramente el zapato.  Es el general Román que le recuerda la presencia de Balaguer, con un ligero ademán del rostro.  En aquella sala atestada de oficiales y guardias nerviosos y sudorosos, la tensión aumenta vertiginosamente y el aire se hace irrespirable.

Román se dirige al oído a su comandante con una sugerencia que parece estar en la mente de todos los presentes:

-General, vamos a coger el gobierno.  Nos están echando mucha vaina-.

Rodríguez Echavarría lanza una nueva y furtiva mirada a su reloj.  Son poco más de las diez de la noche.

-Olvídese de eso, general- respondió.  Vamos a sentar un precedente.  ¡Balaguer se queda!

Seguido de una docena de ayudantes, hace su entrada al despacho el general Rodríguez Reyes quien vuelve de la oficina donde aguardaban Bonnelly y los otros.  El oficial pregunta si incluye entre los detenidos “al cura (monseñor Pérez Sánchez)”.  La respuesta de su superior no se hace esperar:

-Sí “ombe”, llévatelo para que aprenda.

Balaguer, que ha permanecido tranquilo y en silencio, de pie, observando, interviene a favor del prelado, a lo cual Rodríguez Echavarría responde:

-¡Está bien, suelten al cura de mierda ese!-

Para sorpresa de los jefes militares que en aquella habitación deciden el curso del gobierno y la suerte de la naciente democracia dominicana, les llega rápidamente la reacción del sacerdote: “El irá a donde lleven a los demás”.  Rodríguez Echavarría casi no puede controlar sus impulsos:

-¡Pues llévenselo también y que no joda!-

Rodríguez Echavarría asegura que pidió a Balaguer que disolviera el Consejo y permaneciera al frente del Gobierno, manteniendo él, naturalmente el control del ejército, ya que Balaguer podía quitar a los miembros y designar a otros.  De acuerdo con su relato, Balaguer le pidió hasta el día siguiente para pensarlo.  “Le dije que no, que sin él no hay gobierno, así que decidimos formar un nuevo Consejo”, afirma.  Amiama había enviado por Donald Reid Cabral, a quien se asegura se ofreció formar parte del nuevo régimen de fuerza.  Reid Cabral lo rechazó.  Fue entonces, cuando se decidió integrar al Consejo Cívico-Militar, a Armando Oscar Pacheco, íntimo de Balaguer, quien se hallaba en el despacho presidencial en ese momento.  “Tómele el juramento, Presidente”, dije a Balaguer.  Rodríguez Echavarría afirma que una vez instalado el nuevo gobierno se dirigió a la Base de San Isidro.  Allí ordené al general Félix Hermida hijo, director de Migración, que se ocupe de buscar pasaportes y visado para los miembros del Consejo derrocado, quienes serian deportados a la mañana siguiente a Puerto Rico, con el consentimiento de los norteamericanos.  Al día siguiente sostiene, le van a consultar respecto a un viaje del Embajador Bonilla Atiles para una conferencia en Punta del Este, Uruguay. “¿Qué tengo yo que ver con esa vaina?, consulten al Presidente.  Pero me dicen que Balaguer renunció y dejó al frente de la Junta al licenciado Bogaert”.  Ratos después Pacheco se presenta a su oficina con un mensaje de Balaguer oponiéndose a la deportación de Bonnelly y sus compañeros.  Yo llamo a Balaguer en presencia de Pacheco y le pregunto.  “Sí, general, me responde, no deporte a esa gente”.

Todas las versiones confiables sobre lo ocurrido esa noche en Palacio coinciden en sus puntos fundamentales, Balaguer ofrecería también extensamente la suya.

“En la tarde del 16 de enero, después de los graves sucesos del Parque Independencia, el Consejo de Estado en pleno me exigió la renuncia inmediata”, confesaría más tarde, “como un medio, según los peticionarios, de calmar la inquietud popular y de restablecer el orden seriamente afectado.  Reaccioné ante ese requerimiento expresando que mi posición había estado siempre a disposición del país y que sólo consideraba conveniente, antes de tomar cualquier decisión en el sentido propuesto, que el Consejo tuviera previamente un cambio de impresiones con las Fuerzas Armadas.  Propuse que ese contacto se efectuara al siguiente día, a las nueve de la mañana.  El Consejo insistió en que la convocatoria al general Rodríguez Echavarría y a los jefes de Estado de las Fuerzas Armadas se llevara a cabo inmediatamente.  Llamé entonces por teléfono al secretario de las Fuerzas Armadas y le pedí que se trasladara con la mayor rapidez posible al Palacio Nacional en unión de sus altos oficiales aludidos”.

La explicación del Presidente continúa: “Después de las 6:00 p.m., se presentó en el Palacio, seguido por un numeroso séquito militar, el general Rodríguez Echavarría.  En lugar de trasladarse inmediatamente a mi despacho, el secretario de las Fuerzas Armadas conferenció en secreto, durante casi dos horas, en una de las habitaciones de la segunda planta del Palacio, con el consejero Imbert Barrera.  Durante el curso de esa larga entrevista fueron llamados urgentemente al Palacio los señores Donald Reid Cabral y Milton Messina.  Alrededor de las 8:30 p.m., el general Rodríguez Echavarría, acompañado por los jefes de Estado Mayor del Ejército, la Marina y la Aviación, y de un numeroso grupo de oficiales, entro a mi despacho y me participó que se había resuelto constituir una Junta Cívico-Militar de la que formarían parte Donald Reid Cabral y Milton Messina.  Ante ese giro inesperado de los acontecimientos, manifesté al general Rodríguez Echavarría y sus acompañantes que cualquier paso que se diera debía ceñirse, en mi concepto, a la Constitución de la República, porque si se alterara el orden jurídico el país se vería expuesto a graves problemas de carácter internacional”.

Balaguer asegura que ante su alegato “se llamó entonces al presidente de la Suprema Corte de Justicia, licenciado Manuel A. Amiama, quien abundó en mis propios razonamientos y tuvo además el valor cívico de señalar que una junta como la propuesta tropezaría forzosamente con la resistencia de las agrupaciones políticas y que difícilmente contaría con el apoyo de la opinión nacional.  Los señores Messina y Donald Reid, quienes se incorporaron al grupo, pidieron que se les sustituyera como miembros del organismo en proyecto.  El uno alegó, para justificar su decisión, motivos de índole personal, y el otro escrúpulos de orden político”.

Balaguer refiere que mientras las Fuerzas Armadas deliberaban en su despacho, “me trasladé en compañía de los consejeros Imbert Barrera y Amiama Tió al salón en que se hallaban reunidos los demás miembros del Consejo.  Allí, en presencia del canciller Bonilla Atiles, expuse la situación y solicité de nuevo que se aplazara toda decisión hasta el siguiente día con el fin de que se procediera en un ambiente menos caldeado, a buscar a la crisis una solución satisfactoria.  La mayoría de los Consejeros insistieron en una solución inmediata.  Entonces propuse que el Consejo, previa mi renuncia como Presidente de la República, ofreciera garantías a las Fuerzas Armadas para obtener que éstas depusieran su actitud hostil y se avinieran a un arreglo dentro del orden institucional”.

Según su relato, esta última propuesta fue aceptada y en compañía de monseñor Pérez Sánchez se trasladó al salón en que el general Rodríguez Echavarría y los demás oficiales se encontraban reunidos.  “Todos los militares presentes expresaron que sólo podían aceptar esa propuesta si el que suscribe (Balaguer) permanecía en la Presidencia de la República.  El Consejo, consultado acerca de esta nueva actitud de las Fuerzas Armadas, se manifestó categóricamente en contra de toda fórmula que implicara mi continuación en la Primera Magistratura del Estado.  Todavía intenté un último esfuerzo para impedir la constitución de la Junta Cívico-Militar.  Propuse que mi renuncia no se hiciera efectiva sino a partir del 26 de enero, Día de Duarte (Fundador de la República), con el propósito de que se gestionara en el interregno una solución compatible con las disposiciones constitucionales.  El presidente de la Suprema Corte de Justicia, licenciado Manuel A. Amiama, apoyó esta propuesta alegando que estimaba preferible mi permanencia durante algunos días más en la Presidencia de la República, a la formación de una Junta Cívico-Militar.  El Consejo, fiel a su consigna, mantuvo sus puntos de vista”.

De acuerdo con Balaguer, la suerte del gobierno estaba echada y su única posibilidad radicaba en rechazar las posiciones tanto del Consejo como de los jefes militares.  El propósito del Consejo al derrocarle era abrirle las puertas del poder a la UCN, consideraría.  Balaguer pidió entonces a Rodríguez Echavarría trasladarse a una sala contigua para hablar en privado.  Allí trató de convencerle del peligro a que se exponía fomentando una junta militar y en cambio propúsole mantener el status quo por unos días más a fin de resolver la situación “en un ambiente de reflexión y cordura”.  Rodríguez Echavarría, comprometido con sus colegas militares, le respondió que la formación de la junta era impostergable.

“Pasamos luego al salón donde se hallaban los jefes de mayor jerarquía de las Fuerzas Armadas.  Una vez allí, el general Rodríguez Echavarría me pidió que en condición de Presidente le tomara el juramento a los miembros del nuevo organismo.  Accedí a hacerlo, pero el señor Donald Reid arguyó que prefería cooperar, como lo había hecho hasta entonces, como un simple ciudadano, y sugirió que se pusiera en su lugar al licenciado Emilio Rodríguez Demorizi. Este nombre fue recibido por toda la sala con un silencio despreciativo.  Se llamó entonces en sustitución del doctor Donald Reid Cabral, al licenciado Armando Oscar Pacheco.  Después del juramento, el general Rodríguez Echavarría dispuso que los miembros del Consejo depuesto fueran incomunicados.  Le pedí encarecidamente, en presencia del señor Donald Reid y del licenciado Rodríguez Demorizi, que modificara su decisión permitiendo a los Consejeros dirigirse tranquilamente a sus respectivas residencias.  Mi petición no fue atendida excepto en lo que respecta a monseñor Eliseo Pérez Sánchez.  Inmediatamente después de la partida de los Consejeros hacia una de las residencias de San Isidro, el general Rodríguez Echavarría abandonó el Palacio con sus acompañantes”.

Tan pronto como volvió a su despacho, para recoger parte de sus papeles personales, Balaguer, antes de retirarse, tomó la decisión de llamar a Huberto Bogaert, para pedirle que “se trasladara esa misma noche a la capital de la República”.

 

Balaguer ofreció esta versión amplia de los sucesos, en una carta dirigida al director de El Caribe, Germán Ornes, y publicada al día siguiente de su partida, como exiliado un mes y medio después.  El autor de este libro hace notar que, al ser redactada relativamente poco después de los hechos, la versión de Balaguer luce más completa que las de otros actores.  Rodríguez Echavarría, Reid Cabral y Pichardo, al rememorar los acontecimientos, admitieron no poder recordar con la precisión de Balaguer.  De lo único en que parece discrepar la versión de Balaguer de los hechos, es en cuanto a la suerte corrida esa noche por monseñor Pérez Sánchez.   Al igual que los otros tres Consejeros –Bonnelly, Pichardo y Read Barrera-, el prelado fue conducido a San Isidro, en condición de detenido.  También existe cierta confusión con respecto a cuál de los Messina iba a ser designado miembro de la Junta Cívico-Militar, si Temístocles o Milton.  Como ninguno llegó a ser llamado siquiera a Palacio, es difícil establecer con precisión cuál era el candidato.  Temístocles era mayor y más conocido.  Pero Milton tenía suficiente edad para asumir el cargo.

Los miembros del Consejo, al hacerse pública la carta de Balaguer, prometieron refutar su declaración en un comunicado de prensa.  Esto nunca llegó a producirse.

 

Bosch, contrario desde un principio a la formación del Consejo de Estado, lo veía únicamente como un mecanismo para sacar a Balaguer y poner en su lugar a Bonnelly y a la UCN. Según él, la idea era mantener a Balaguer hasta el 27 de Febrero, aniversario de la Independencia, pero los cívicos estaban demasiado ansiosos como para esperar hasta ese día; querían el poder inmediatamente.  La agitación que culminó con la matanza del parque había sido instigada, de acuerdo con Bosch, con esos propósitos.

“La agitación crecía por horas y esa agitación desembocó el 16 de enero, diría en ‘Crisis de la Democracia de América en la República Dominicana’ (página 58, edición mencionada), en la muerte de cinco personas en el Parque Independencia.  Hostigado por los cívicos, Rodríguez Echavarría envió un tanque a ese parque para que impidiera actividades de agitación en el local de la Unión Cívica que se hallaba en aquel lugar, y cómo la multitud no se dispersaba sino que se mostraba agresiva, los tripulantes del tanque dispararon. Rodríguez Echavarría perdió la cabeza, y a la conmoción producida por el desgraciado episodio respondió con un golpe de Estado relampagueante.  Balaguer y los miembros del flamante Consejo de Estado fueron presos en Palacio, aunque a Balaguer se le permitió después salir, e inmediatamente Rodríguez Echavarría formó una junta de Gobierno de tres miembros”.

Los datos de esos sucesos aportados por Bosch son erróneos.  En lugar de un tanque, el convoy militar que protagonizó los incidentes del martes 16 de enero, estuvo formado por cinco tanques e igual número de carros de asalto, y en la Junta Cívico-Militar integrada esa noche en sustitución del Consejo de Estado tomaron parte siete personas, tres militares y cuatro civiles.  Aunque el propósito de Rodríguez Echavarría era el de mantener a Balaguer como Presidente y éste juramentó a los integrantes de la Junta esa noche, Balaguer no llegó a formar parte de la misma.  Bosch incurre en una imprecisión histórica cuando afirma que Balaguer llegó a ser detenido aunque después se le permitiera irse a casa.  Los militares en ningún momento consideraron a Balaguer entre los detenidos y éste pudo regresar a Palacio al día siguiente a juramentar a Bogaert, antes de optar por el exilio, cuando en la noche del jueves 18, se produjo un contragolpe que restauró a Bonnelly y los demás miembros del Consejo.

Después que Rodríguez Echavarría se retirara a San Isidro, creyendo haber convencido a Balaguer de quedarse en la Presidencia, éste pidió a su jefe de ayudantes militares, coronel Rafael de Jesús Checo, que le comunicara telefónicamente con el doctor Huberto Bogaert en Mao.  Después de una breve conversación con Bogaert, Balaguer ordenó a Checo que se le brindaran facilidades para que pudiera viajar esa misma noche a Santo Domingo a pesar del toque de queda.  Checo hizo unas cuantas llamadas desde el Palacio Nacional y dijo al presidente:

-Todo arreglado, señor.

Eran alrededor de las 11:30 de la noche y Balaguer decidió entonces retirarse.  No se despidió de sus compañeros del Consejo detenidos en un salón contiguo.

 

Posted in Enero de 1962

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