Cuando el entonces presidente Balaguer se enteró de que Ramfis había tratado de llevarse el cadáver de Trujillo, ordenó que el cuerpo fuera trasladado a la base área de Barahona, por un patrullero desde la base de Las Calderas en la provincia Peravia, para ser conducido desde allí a la base de San Isidro, donde le esperaba un alquilado jet de Panamerican para devolvérselo a Ramfis.

El oficial a cargo de la misión, realizada dentro del mayor hermetismo, requisó un camión del ingenio repleto de estiércol, lo único que al parecer encontró. El oficial no tuvo más opción que colocar detrás, al descubierto, el ataúd que Ramfis había hecho entrar en otro féretro más grande, para poder clavarlo así en el piso de uno de los salones del yate con el fin de protegerlo de los movimientos de una mar embravecida.

Al presenciar aquella estremecedora escena, el oficial a cargo, un connotado trujillista, se cuadró ante el féretro y haciéndole el saludo militar, exclamó en una especie de inútil desagravio: ¡Carajo, con lo grande que era ese hombre!

Para desdicha de su memoria, grande también fue ese momento para el pueblo que él oprimió. Y como dijera Dwigh Eisenhower, jefe de las tropas aliadas, al enterarse de la muerte de Benito Mussolini por parte de los partisanos italianos que colgaron en una gasolinera boca abajo el cadáver junto al de su amante Clara Petacci: ¡Qué triste y pobre final para un tirano! Ninguno de los dos merecía otra suerte.

(Nota: Para más detalles de este episodio histórico, véase “Los últimos días de la Era de Trujillo”, de Miguel Guerrero, Editora Corripio, junio 1991, y ediciones subsiguientes).

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