Mi padre sí era un tipo verdadero. Lo que hacía de él un hombre excepcional, eran precisamente sus rasgos comunes y corrientes y la terquedad con que los mostraba.

Sobre todo era un testarudo casi intransigente. Cuando recordé esas características de su fuerte personalidad en un artículo que rememoraba sus últimos días de dura batalla contra la muerte, mi hermana mayor, Mechi, y mi madre, no pudieron aguantar y se fueron al cementerio a llorar sobre su tumba.

Como si él pudiera oírles, nada me hubiera gustado tanto, Mechi leyó el artículo. Les quedó la impresión de que no todo su contenido se perdía con el viento y que aquellas palabras dictadas por una fuerza oculta, llegaban a él penetrando la hierba seca y la tierra erosionada.

Aquella fatídica vez que toqué su mano yerta, de vuelta del periódico por una llamada desesperada de Esther, mi esposa, la expresión ausente de sus ojos me resumió todo lo que de su vida él no tuvo tiempo para comentarme. Y fue apenas entonces cuando le descubrí por completo y comprendí lo que se iba.
Si estuvimos más cerca de él en esos últimos años de dolencia, no fue porque el roble se quebraba. Ni siquiera porque la adversidad le hubiese físicamente transformado. La diferencia consistía en que la realidad próxima de su partida nos permitía ver el rasgo tierno de su personalidad oculta tras la coraza.
Para mamá fue, hasta su muerte, como si no se hubiera ido nunca. Apenas se le ausentó para un trabajo largo. Todavía años después le veía en las manos y pantorrillas de sus nietas y en algunos esporádicos gestos míos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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