Las naciones democráticas libran desde hace años una fiera batalla contra los intentos de 57 países islámicos de imponerle a las Naciones Unidas una resolución para convertir en delito de difamación o blasfemia toda referencia o actitud que consideren ofensiva al Islam o a Mahoma. Con ello se pretendía validar las sentencias condenatorias impuestas en muchos países musulmanes contra ciudadanos acusados de difamar a la religión, como fue el caso de la cristiana paquistaní, Asia Bibi, condenada en el 2010 a muerte por ofender al profeta.

En aquel año, una mujer iraní estaba condenada a morir flagelada por adulterio, considerado un delito por el Islam, a pesar del repudio internacional y los reclamos de clemencia que los líderes de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y el papa elevaron al gobierno de Teherán. Se recuerda el suplicio a que fue sometido el escritor inglés de origen indio, Salman Rushdie, condenado años atrás por el líder de la revolución iraní, ayatolá Jomeini, por la novela “Versos satánicos”, en la que se hacen algunas observaciones al Corán. Y las reacciones entonces de extrema violencia en casi todo el mundo musulmán por las viñetas publicadas por un diario danés sobre Mahoma, en una de las muestras más fanáticas e irracionales de intolerancia religiosa de los últimos años a nivel mundial.

La oposición a este intento de la llamada Conferencia Islámica fue enfrentada en el mundo occidental a mediados de la década pasada como una amenaza a la libertad de expresión, fundamento básico de la democracia, esfuerzo al que se unieron numerosas instituciones multilaterales y ONG de naciones en las que la libertad religiosa goza de todas las garantías. Muy recientemente, el mundo ha visto horrorizado otras muestras de esa intolerancia con la matanza de periodistas en Francia y la de otros ciudadanos en Dinamarca, Alemania, Turquía y otros países.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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