Tomás de Aquino definió los pecados capitales como aquellos vicios “a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada”. Según la literatura católica son siete: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Se le llaman capitales no tanto en razón de su gravedad, sino porque cualquiera de ellos puede originar otros males o pecados condenados por la moral cristiana. Cuentan que una vez se dio a elegir a un príncipe de la Iglesia entre los siete y escogió el segundo, la gula, caracterizada por la glotonería, el excesivo consumo de comida y alcohol, creyendo que era el menor. Así tentando al demonio asociado, Belcebú, se emborrachó y cometió los otros seis.

En el Catecismo se reconocen siete virtudes, antítesis de los pecados: la humildad, generosidad, castidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia. La enumeración de unos y otros nos revelan muchas veces las causas del deterioro de la política dominicana, en los que resulta fácil observar la comisión cotidiana de los siete capitales con una ausencia casi absoluta de sus virtudes, por más misas a las que asistan los 21 de enero y los 24 de septiembre.

Algunas de las más grandes obras de la literatura universal tratan sobre el tema, como son los casos de La Divina Comedia de Dante Alighieri, El paraíso perdido de John Milton y las alegorías teatrales de Calderón de la Barca, entre muchas otras. Existe entre nosotros, como se revela en las redes, un octavo pecado capital que todavía no ha sido considerado por la Iglesia y que resulta del esnobismo, del inexplicable afán de estar en la moda, de no quedar rezagado de los cambios en las tendencias del gusto del público. Lo presenciamos atónitos, sin saber qué hacer, cuando leemos de políticos cosas que inducen a rendirse al quinto de los pecados, contra el cual solo existe un antídoto eficaz: la paciencia, la quinta de las virtudes y antítesis de los pecados.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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