La concepción de que el poder conlleva privilegios especiales ha sido transferida de gobierno a gobierno en el curso de nuestro desarrollo democrático. No es que así lo hayan creído los jefes de Estado. El problema es que a eso los arrastran muchas veces sus colaboradores.

El resultado conlleva casi siempre un proceso de deterioro gradual de las imágenes de esas administraciones, con un alto costo político para el presidente. Así ocurrió en la administración reformista, luego durante el mandato de Antonio Guzmán, se repitió en el efímero lapso de la transición que encabezó Jacobo Majluta y se ha impuesto sin cesar después. Con muy contadas excepciones, nadie se acerca a un presidente con el ánimo exclusivo de ayudarle, lo cual, además, resultaría en extremo difícil. En el reino de la adulación sólo se admiten los que están dispuestos a seguir la práctica.

Los presidentes no tienen muchas alternativas. Enfrentados a severos problemas económicos y sociales, a los que suelen añadirse los de naturaleza política, se ven muchas veces forzados a atraerse a los adversarios a cambio de canonjías: los naturales trueques en nuestro jurásico ambiente político. Los colaboradores suelen cobrar sin pérdida de tiempo sus desvelos por el presidente. Lo hacen aquellos que estuvieron a su lado en la época de duros trajines proselitistas y los que se encaraman en el carro de la victoria en la fase final, o cuando quedan atrás los ruidos de las multitudes y las consignas electorales.

Es difícil establecer cuáles de estos resultan al final más depredadores e inconsecuentes con su jefe. Conscientes de que ese es el precio que debe pagarse, los presidentes terminan aceptando esta realidad como un mal menor. Aunque en el fondo es un precio demasiado alto, que erosiona la fe de la gente en el sistema político bajo el cual vivimos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas