“A Trujillo hay que canonizarlo, pero hay que canonizarlo vivo, porque

las cualidades espirituales de Trujillo, sobrepasan las de San Agustín”.

Extraído de un discurso en un homenaje público al dictador.

         Desde el rompimiento de relaciones diplomáticas, en 1959, las tensiones entre Venezuela y la República Dominicana continuaron sin cesar.  Ninguno de sus líderes descansó en su esfuerzo por vencer al contrario.

         Si bien Trujillo había mostrado señales de inmenso poder extra nacional patrocinando sublevaciones militares contra Betancourt, éste tampoco se andaba por las ramas.  Durante los primeros cinco meses de 1960, Trujillo se vio fuertemente afectado por las iniciativas diplomáticas venezolanas dirigidas a socavar su posición internacional y presentarlo como un dictador de la peor especie, violador sistemático de los derechos humanos.  Trujillo había logrado sembrar la intranquilidad en el gobierno de Betancourt, asediado por las constantes amenazas de conspiraciones, sin llegar a lograr su propósito de derrocarlo.  Betancourt, por su parte, ganaba rápidamente respaldo en su objetivo de aislar de la comunidad hemisférica a su peligroso rival.

         La historia de esta singular confrontación habíase desarrollado sin un respiro.  Las iniciativas venezolanas mantuvieron permanentemente ocupada a la hábil diplomacia del país antillano, especialmente a partir de febrero, cuando Venezuela solicitó una reunión extraordinaria del Consejo de la OEA para conocer de sus graves acusaciones sobre violaciones de los derechos humanos en la República Dominicana.  Los fundamentos de esta acción descansaban en el texto de una Pastoral de la jerarquía católica dominicana, que parecía haber modificado con ella su posición hasta entonces de entusiasta colaborador de treinta años, ante informes de detenciones masivas de jóvenes acusados de tramar el derrocamiento de la dictadura.

         El Consejo aprobó con 18 votos a favor, uno en contra, República Dominicana y dos abstenciones, Cuba y Bolivia, una resolución que, de hecho, aceptaba los argumentos de la acusación, poniendo el estudio de la materia en manos de la Comisión Interamericana de Paz, por conceptuarlo como el órgano apropiado para considerar los planteamientos contra Trujillo.  En relación a la medida, el embajador dominicano ante la OEA, doctor Virgilio Díaz Ordóñez, proclamaría que ya no se trataba de la vulneración del principio de no intervención, punto sobre el cual la Cancillería dominicana trató de destruir los fundamentos de la iniciativa, sino del final de la no intervención.  Cualquiera de éstos días, se escuchó la voz del orador dominicano, comenzará “a escribirse, con mano subconscientemente trémula, el epitafio de la norma de no intervención”.  También dijo: Habrá motivos para darle el pésame a América y para poner a media asta la bandera de la independencia de los pueblos americanos”.

         Los brillantes recursos retóricos de su embajador ante la OEA eran los signos más evidentes de que Trujillo comenzaba a perder la batalla en el campo de la diplomacia.

         Por intermedio de su embajador, Marcos Falcón Briceño, Venezuela había apoyado su denuncia no sólo en el cambio de la actitud del clero dominicano.  Hacía referencia también a las informaciones disponibles de arrestos masivos ocurridos en enero, tras ser develada una conspiración encabezada por el doctor Manuel Aurelio Tavárez Justo, cuya esposa, Minerva, se encontraba igualmente en prisión. Igualmente se valía de informes recientes de sindicatos de Estados Unidos y de otros presentados en la sede de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra, formulando serias observaciones sobre violaciones a la libre asociación en ese país antillano.

         Cuba, que se abstuviera de votar, lo cual revelaba el nivel de deterioro de sus relaciones con Venezuela, al final presentó un proyecto de resolución, desestimado por extemporáneo, que expresaría la “honda preocupación” de los países miembros por los hechos que han estado ocurriendo últimamente en la República Dominicana.

         Una cosa había quedado al descubierto en los encendidos debates provocados por esta nueva iniciativa contra Trujillo, y era la sensación de soledad que paulatinamente parecía ir rodeando al gobierno dominicano.  El influyente diario The New York Times, en un comentario de primera página de su edición del 9 de febrero, lo percibió de esta manera: “La República Dominicana se sostuvo aislada y sin amigos hoy en el Consejo de la OEA cuando se debatieron por más de tres horas” los cargos en su contra.

         En un extenso informe dirigido ese mismo día al ministro de Relaciones Exteriores, doctor Porfirio Herrera Báez, resumiendo su intervención ante el Consejo, el embajador Díaz Ordóñez se lamentaba de que siendo aquella observación cierta, no fuera en cambio nueva.

         Su exposición contenía un largo recuento de los esfuerzos unilaterales del país en el campo de la diplomacia continental. “Solos estuvimos”, decía, “el 30 de junio de 1958, cuando respondimos a ataques que se nos hacían desde el Senado de los Estados Unidos; el 18 de marzo de 1959, cuando definimos nuestra democracia frente a una pretendida lección que un representante de Cuba quiso dar a toda América; el 5 de mayo de 1959, cuando defendimos la correcta aplicación del Tratado de Río en el caso de la invasión de Panamá desde Cuba; cuando  señalamos, los primeros, el movimiento de Castro para exportar su revolución intervencionista; cuando denunciamos, los primeros, la orientación comunista de la revolución de Castro; el 18 de junio de 1959, cuando pronosticamos, los primeros, que las vacilaciones del Consejo en el caso de Panamá traerían otras invasiones, tales como las que efectivamente se realizaron luego desde Cuba contra Nicaragua y la República Dominicana; el 2 de julio de 1959, cuando señalamos, los primeros la próxima invasión entre otras de Haití desde Cuba, la cual ocurrió desde Cuba en el siguiente mes de agosto; cuando expusimos, los primeros, cómo la demencia televisada ejercía funciones de poder en Cuba; cuando reclamamos, con todo derecho, la aplicación del tratado de Río frente a la inercia de la docta capacidad del Consejo frente a la triple invasión procedente de Cuba y Venezuela; cuando en una misma sesión del Consejo, Cuba y Venezuela, en agresivo consorcio mancomunado, arremetieron violentamente, la primera por crímenes cometidos por sus diplomáticos en Ciudad Trujillo, caso del Banco de Reservas, y la segunda tratando de explicar su violenta ruptura de relaciones con la República Dominicana”.

         Solo habíase quedado, como lo advertía angustiosamente el embajador Díaz Ordóñez, y solo habría de seguir permaneciendo el régimen, aunque al entender del diplomático “esa soledad ha dejado de serlo”, no porque alguna voz se les uniera, “sino porque los hechos han venido a corroborar la exactitud de nuestras declaraciones, haciéndonos la mejor de las compañías posibles”.

         Estas sutiles y hábiles disquisiciones de diplomacia derrotada eran objeto de la admiración y el consentimiento en las altas esferas de la dictadura dominicana.  El 19 de febrero, el Vicepresidente Joaquín Balaguer calificaba, en carta a Díaz Ordóñez, su exposición evaluativa como “brillante y documentada”, felicitándole, a nombre de todo el gobierno, por tan “contundente peroración” y abierta “defensa del interés dominicano”.

         A mediados de febrero, Trujillo fue sacudido por la información de que Venezuela se proponía llevar el mismo asunto a las Naciones Unidas. Su embajador ante el organismo mundial doctor Enrique de Marchena, se movió con la celeridad con que solían hacerlo los funcionarios a su servicio, para neutralizar la proyectada acción ante la ONU.  De Marchena visitó al presidente del grupo de representantes latinoamericanos, el embajador peruano Cyro de Freitas Valle, en procura de confirmación de las versiones.

         Confirmado el temor, le hizo saber que en el supuesto de que Venezuela llevara finalmente el asunto al grupo latinoamericano, el Gobierno de su país discutiría “con todo rigor” la improcedencia de la medida, invocando la falta de jurisdicción y de facultades del grupo para reunirse con esos fines. El planteamiento sería respaldado en los antecedentes de la posición adoptada por la delegación dominicana al oponerse a la convocatoria del grupo cuando Panamá solicitó una reunión para explicar su política frente a Estados Unidos en relación con el Canal de Panamá.  Consciente de los riesgos y aparentemente satisfecho con los resultados obtenidos en el Consejo de la OEA, Venezuela desistió posteriormente de llevar su enfrentamiento a otros escenarios.

         En un informe de fecha 10 de febrero, el embajador De Marchena informaba a la Cancillería tener en su poder el texto de una circular de esa dependencia contentiva de los “puntos fundamentales para quebrar la propaganda que se nos hace con fines aviesos y subversivos”, la cual, adelantaba, sería distribuida, para reforzar la posición dominicana, en todas las misiones permanentes latinoamericanas y a los medios de comunicación en la ONU.

         Las angustias del dictador estaban, sin embargo, lejos de terminar. A su despacho en Ciudad Trujillo llegó el 12 de febrero el texto de un nuevo mensaje del embajador Díaz Ordóñez. Informaba de los resultados, ese mismo día, de una sesión de la Comisión General de la OEA en la cual se diera a conocer el borrador confidencial de un proyecto de resolución basado en las acusaciones venezolanas, y que terminara aprobándose con ocho votos a favor con la única abstención de la República Dominicana. El proyecto sería presentado al Consejo el lunes siguiente, 15 de febrero.  Díaz Ordóñez insistía, en comunicaciones separadas, en la conveniencia de mantener la posición dominicana sobre la base del principio de no intervención.  En una carta al Vicepresidente Balaguer, de fecha 10 de ese mes, el diplomático se extrañaba que en la edición de El Caribe del domingo 7, se publicara que el embajador ante la OEA “tiene instrucciones de requerir de la organización, que investigue las violaciones cometidas contra la dignidad de la persona humana por el Gobierno de Rómulo Betancourt, en la Guayana venezolana…”

         Díaz Ordóñez informaba a Balaguer no haber recibido a la fecha esas instrucciones, si bien, “afortunadamente y por coincidencia de pensamientos, mis conclusiones presentadas ante el Consejo en la sesión extraordinaria del día 8 abarcan, encierran y apuntan hacia los propósitos de aquellas instrucciones”.  Inclusive, las reservas planteadas en su exposición habían sido de tal amplitud que a su juicio “todo podría hacerse en ese sentido”.  Sin embargo, el diplomático, dentro de la prudencia que su conocimiento amplio del régimen le aconsejaba, advertía acerca de la necesidad de resistir en base a los fundamentos de la estrategia ya trazada.  Como el eje de la réplica se fundaba en el principio de no intervención, considerando la acción venezolana como evidentemente intervencionista, Díaz Ordóñez recordaba al Vicepresidente que la delegación hubiera aparecido contradiciendo su propia defensa “al pedir, al mismo tiempo, la aplicación a Venezuela de iguales medidas que las solicitadas contra nosotros”.  La lógica de sus argumentos parecía irrefutable.

          A continuación expresaba que en las conclusiones de la posición externada el día 8, el país había formulado la petición recíproca “pero dejándola en suspenso, reservando el derecho de presentarla en cualquier momento ulterior, modificándola, ampliándola o enmendándola”.  De ese modo, analizaba el diplomático, la Comisión Especial que estudia la querella “ha quedado bajo la impresión de que, si acepta la posición venezolana, sentará un precedente que aprovecharemos con cómoda amplitud”.

         En la capital dominicana estaban encantados con la habilidad del embajador ante la OEA.  En la carta de respuesta el 15 de febrero, Balaguer coincidía “absolutamente” con las apreciaciones de Díaz Ordóñez confortándolo con la información de “todo se ha hecho de acuerdo con las mismas”.  También le informaba del cumplimiento de “tus previsiones en lo que respecta al propósito de descargar el asunto sobre los hombros de la Comisión (Interamericana) de Paz, organismo cuya iniquidad nos es de todos conocida”.  A pesar del curso que tomaba la situación, ostensiblemente desfavorable al Generalísimo, Díaz Ordóñez podía dormir tranquilo. El “Jefe” estaba satisfecho de su actuación y no podía ser de otro modo.

         En el Palacio Nacional, las cabezas más frías estaban adquiriendo conciencia de que la guerra de opinión se inclinaba a favor de la causa venezolana.  A mediados de febrero, se preparó un documento para la prensa internacional tratando de minimizar el impacto internacional de la Pastoral de la Iglesia Católica.  Con ello se perseguía, además, situar en otra dimensión, los efectos de los arrestos masivos de enero dentro del marco de la sociedad dominicana.

         El documento empleaba una autoridad eclesiástica para dar fuerza a esta interpretación oficial del contenido de la Pastoral. Y señalaba que las acusaciones contra Trujillo estaban cerrando “cualquier fisura en la solidaridad nacional surgida de situaciones recientes”.  El punto central del documento venía a continuación.  Tras considerar que la acusación venezolana, citando el documento episcopal, estaba siendo “fuente de contrariedad” para la Iglesia dominicana, la declaración mencionaba a altas autoridades eclesiásticas, entre ellas a monseñor Octavio A. Beras, administrador apostólico, excusándose ante el Gobierno por las interpretaciones dadas a ese escrito.

         Tratábase, en opinión de esas voces de la jerarquía católica, de una simple “admonición de la Iglesia a un gobierno católico” como maestra e intercesora en las cuestiones de orden moral y social.  No era, pues, como pretendía hacer ver el gobierno venezolano, “un llamamiento de agitación política”.  La Pastoral, en el fondo, constituía, de acuerdo con ésta declaración oficial, “una exhortación a la concordia y clemencia con certidumbre de que así sería recibida por el Gobierno”.  Monseñor Beras se encontraba muy disgustado de que la Pastoral, que no abrigaba intenciones políticas, fuera utilizada “como arma por gobiernos adversos al régimen dominicano”.

         Dentro del contexto de la colaboración que había caracterizado las tres décadas de relaciones entre Trujillo y la Iglesia, cuyo momento cumbre tuviera lugar años atrás con la firma por el Generalísimo de un Concordato con el Papa Pio XII oficializando los privilegios de la Iglesia en el país, nada tenía de extraño esta declaración, que el clero no se preocupó tampoco en desmentir o enmendar.

         La declaración preparada para la prensa internacional y entregada en el Palacio de gobierno, atribuía a Trujillo haber aceptado el contenido de la Pastoral como el acto voluntario de una Iglesia que era “completamente libre” en un país dotado de una Constitución que “garantiza la libertad de expresión”. Trujillo decía: “Este es un gobierno católico, apostólico y romano”.

         Únicamente existían dos reparos por parte de Trujillo a la Pastoral, los cuales ya había formulado en privado, según la declaración.  El primero consistía en que el documento episcopal no hiciera mención alguna de las causas que motivaron los arrestos, una conspiración, a su juicio, de carácter terrorista.  Los obispos debieron reconocer, entendía el Generalísimo, “el deber del Gobierno de resguardar el orden público dentro del marco de las leyes”.  El otro punto se refería al hecho de que su redacción necesariamente tenía que dar la impresión en el extranjero de que la República Dominicana “pasaba por una crisis social muy grave”.  La pastoral abrigaba el propósito de “prevenir excesos”.  En cambio, según Trujillo, “dio pie también para afirmaciones de que se habían realizado millares de arrestos”.  Lo cierto era que los detenidos, según la declaración oficial, apenas llegaban a 123.  Además, los juicios públicos en presencia de familiares servían para desmentir “las versiones de maltrato”.

         El documento para la prensa internacional llamaba la atención sobre el carácter esencialmente humano de Trujillo, quien ante la mediación de monseñor Beras a favor de una joven arrestada diera nuevamente muestra de su magnanimidad.  El comentario inicial del “Jefe” había sido: “Esta muchacha fabricó 82 bombas”, pero dispuso de inmediato su libertad y la de otras mujeres envueltas en la conspiración.  Así se le había comunicado por teléfono a Monseñor Beras, informado además de que Trujillo estaba preocupado porque todos los arrestos tengan “la máxima protección para su defensa”, seguridades que estaban recibiendo también, a su vez, los periodistas extranjeros para realizar su trabajo en el país con plena libertad.

         Estos esfuerzos propagandísticos no le servían de mucho para detener las acciones diplomáticas en su contra.  En Washington, mientras tanto, continuaba en marcha el proceso de aprobación por el Consejo de la OEA de una resolución que ya había recibido el visto bueno de la Comisión General.  Aunque Trujillo seguía siendo, como lo describía el documento entregado a corresponsales extranjeros, “el mismo hombre de nervios de acero” de aquellos difíciles días de comienzos de los años treinta, “que se siente siempre en control de los acontecimientos”, resultaba a todas luces evidente que el control de la situación se le iba de las manos.

         Pudiera ser, como razonara el embajador Díaz Ordóñez en su informe sobre las posibilidades dominicanas, que aún cuando los sentimientos políticos, como de costumbre, arrastren al error los razonamientos jurídicos, en un momento de lucidez el Consejo de la OEA reconociera la enseñanza encerrada en una vieja frase de Von Ihering en el sentido de que “muchas veces quien cava una fosa para otro es el primero en ocuparla”.  Pero la habilidad de la diplomacia dominicana, a cuyo servicio se encontraban algunas de las inteligencias más sobresalientes del país, como eran los casos (aquí hay 4 páginas con fotos) del embajador Díaz Ordóñez y el canciller Herrera Báez, no parecía ser suficiente para salvar esta vez a Trujillo de lo que se proyectaba como una condena irremediable.

         El punto débil de la posición dominicana consistía primordialmente en su intento de restarle validez a la acusación venezolana sobre la base de una asociación política del Presidente Betancourt con Fidel Castro y las viejas y superadas concepciones marxistas del primero.  En un memorándum confidencial preparado por Díaz Ordóñez, y aprobado luego en sustancia por la Cancillería, como propuesta de acción contra lo que define “infundadas imputaciones del Gobierno de Venezuela contra el Gobierno de la República Dominicana”, del primero de febrero de 1960, se decía: “si quisiéramos remontar hasta las fuentes de las injustas imputaciones del Gobierno del Presidente Betancourt… tendríamos que transponer más de una década hasta llegar al año 1945, época en que el señor Betancourt, ostensible afiliado desde entonces al ideario comunista, se hizo jefe de la Junta Revolucionaria que derrocó al gobierno constitucional que presidía normal y legalmente los destinos de Venezuela…”

         El día 17 de febrero, el embajador Falcón Briceño reiteró ante la Comisión Interamericana de Paz la petición venezolana para que se investigaran “las flagrantes violaciones de los derechos humanos por el Gobierno de la República Dominicana, que están agravando las tensiones en el Caribe”.  Tal solicitud encontraría acogida inmediata.  En carta al presidente de la Comisión, el embajador estadounidense John C. Dreier, Falcón Briceño apuntaba que “tal investigación estaría destinada a la adopción posterior por parte de esa comisión de las medidas que juzgue adecuadas tendientes a eliminar la causa de esa agravación”.

         Un incidente diplomático vinculado a la tirantez dominico-venezolana vendría a añadir otro profundo motivo de contrariedad para Trujillo.

         Ante el Consejo de la OEA llegaba una grave denuncia del Ecuador, acusando al régimen trujillista de una larga serie de violaciones a los derechos de la misión diplomática ecuatoriana que estaba a cargo de los intereses venezolanos en Ciudad Trujillo desde el brusco rompimiento de relaciones entre los dos países, en junio de 1959.  El embajador representante Gonzalo Escudero en una extensa carta de fecha 16 de febrero, ponía en conocimiento del organismo regional una lista de restricciones contra la sede diplomática de esa nación en la capital dominicana. Entre las limitaciones impuestas a la misión se incluían obstáculos para trasladar la sede de la embajada a la residencia donde anteriormente funcionaba la embajada de Venezuela, y en la que se encontraban, en calidad de refugiados, trece ciudadanos dominicanos a la espera de salvoconductos para viajar al exterior.

         Las autoridades dominicanas no solo se habían opuesto al traslado de la misión, sino que una vez permitido, negaron la autorización para que en la misma se izara la bandera ecuatoriana.  La Cancillería tampoco reconocía la condición de asilados del grupo de opositores refugiados allí, entrando las relaciones entre los dos países –Ecuador y República Dominicana- en trance de crisis.

         La gravedad del caso estaba, según la comunicación del embajador Escudero, no únicamente en que el Gobierno dominicano se negara a otorgar las facilidades a la representación del Ecuador para el ejercicio de sus funciones “sino que llevó a cabo repudiables actos, perpetrados con ánimo enemistoso, para dificultar el cumplimiento de esas funciones”.  Esas “repudiables” actuaciones consistían en el bloqueo a ciertos servicios domésticos de la residencia, como los de energía eléctrica, teléfono y abastecimiento, la apertura de zanjas frente al edificio para estorbar el acceso de vehículos o personas al mismo y el establecimiento de un servicio de vigilancia “durante las veinticuatro horas del día y de la noche”, cuya finalidad era, según la denuncia, “no permitir el ingreso de ninguna persona amiga o extraña a la Misión a la residencia”.  En lo que describía como “tenaz oposición a que se colocaran el escudo y la bandera ecuatorianos en la sede de la embajada”, las autoridades dominicanas habían llegado al extremo de ordenar que las oficinas del Correo y el Telégrafo, por instrucciones superiores que no podían ser más que de Trujillo, depositaran las correspondencias particular y aún la oficial “en la residencia ya abandonada”.

         Ecuador, al hacer pública su denuncia, calificaba los hechos narrados como “una transgresión manifiesta de las más elementales normas del derecho positivo que establecen las inconcusas obligaciones de todo Gobierno de un país civilizado, en cuanto al respeto debido a las personas de los agentes diplomáticos, a la dignidad de su representación y a las residencias en que habitan”.  La no observancia rigurosa de esas obligaciones, aseguraba, inflige “un golpe mortal al derecho de representación internacional entre los Estados, tornándose imposible su vida de relación recíproca y comprometiéndose gravemente el imperio de los principios de la armonía, de la concordia y de la paz que presiden la comunidad internacional y con mayores y más imponderables razones la asociación americana de Estados”.

         Ante la renuencia del Gobierno dominicano a deponer tales actitudes, informaba el representante ecuatoriano ante la OEA, sumado a su falta de cooperación “para resolver en términos humanos y equitativos la situación de los asilados”, Ecuador había comunicado a la embajada dominicana en Quito su decisión de retirar su embajador en Ciudad Trujillo mientras persistieran las situaciones denunciadas.  Eso había ocurrido el 19 de enero y aún el Gobierno del Ecuador carecía de respuestas concretas de la Cancillería dominicana.

         Era fundado en esos antecedentes “e imperiosos motivos” que el gobierno de Quito recurría a la Comisión Interamericana de Paz para solicitar su intervención. La petición se elevaba en conformidad con las facultades y atribuciones que le otorgan a la Comisión su propio Estatuto, la Resolución XIV de la Segunda reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de los Estados Americanos, en cuyo párrafo 2 se ha previsto que la Comisión podrá, en el desempeño de sus funciones, actuar en las materias a que se refieren al mantenimiento de la paz en el hemisferio.

         Como quiera que se le viera, esta demanda ecuatoriana debilitaba severamente la posición de Trujillo ante la comunidad americana y daba al Presidente Betancourt un formidable punto de apoyo en su decisión de promover una condena global contra el dictador.  La denuncia del Ecuador no era una queja simple a la que no se debería prestar atención.  Por el contrario, constituía una demanda tan vigorosa como la que concentraba hasta ese momento la acción de la OEA.  Sobre todo porque pedía, a la luz de las violaciones de los derechos humanos y las tensiones que afectaban la paz continental, por obra del comportamiento impropio de Trujillo, a la Comisión Interamericana de Paz o actuar “con su celo habitual y su alto espíritu de responsabilidad” para velar por la vida y seguridad personal de los asilados en la embajada del Ecuador en Ciudad Trujillo, “cuyos derechos humanos deben ser respetados”.

         En Washington, Díaz Ordóñez alcanzaba a ver con claridad lo delicado e impopular de la causa que defendía. En otro oficio, éste de fecha 18 de febrero, prevenía a su Cancillería contra la posibilidad de alentar demasiadas esperanzas de la actitud asumida por el Consejo frente a un proyecto de resolución cubano que expresaría la “preocupación del organismo por la evolución de los acontecimientos en la República Dominicana”. Tras observar que el resultado final de esa iniciativa cubana coincidía, por la vía de las abstenciones, con las ideas expuestas en su exposición ante el Consejo, Díaz Ordóñez concluía que “a primera vista podría pensarse que el Consejo acogió nuestras argumentaciones contra el proyecto cubano.  Nada nos complacería tanto como el que así hubiera ocurrido; pero creemos que ello sería incurrir en un poco de exceso de optimismo”.

         La verdad era otra y el veterano diplomático, en beneficio de la causa de su Gobierno analizaba la situación del modo siguiente: “A segunda vista, y con más sentido práctico en cuanto a las realidades que estamos confrontando, nos parece que el verdadero y positivo contenido político de aquella desestimación, ha sido el de poner de manifiesto un cambio de posición de la América Latina frente a la polémica que sostiene Cuba contra los Estados Unidos”.

         El valor de tal apreciación podía ser incalculable en la formulación de una política realista frente a la situación que amenazaba con un cerco en el campo diplomático al régimen de Trujillo.  “En este orden de ideas”, proseguía el informe de Díaz Ordóñez, “la decisión adoptada por el Consejo podría ser más una manifestación de solidaridad ofrecida a los Estados Unidos, que un movimiento para reconocer la razón que evidentemente nos asiste”.

         De todo esto podía extraerse una conclusión que, en el marco de las dificultades que asediaban a Trujillo, iba a servirle de poca cosa.  Según su embajador ante la OEA, la desestimación de la iniciativa cubana en su contra “produce el indiscutible efecto de advertirle al Gobierno de facto de Cuba que ha perdido terreno en su hábito de hacer proposiciones absurdas para sacarlas a flote con el auxilio de las tantas veces apasionada votación mayoritaria”.

         Finalmente, el Consejo aprobó la instancia venezolana poniendo la investigación de las denuncias de violaciones de los derechos humanos en la República Dominicana a cargo de la Comisión Interamericana de Paz.  Se iniciaba así otra larga batalla que habría de llevar a nuevos escenarios la cada vez más acentuada rivalidad entre Trujillo y Betancourt.

         Se planteaban ahora dos cuestiones inmediatas.  La Cancillería dominicana tenía que tomar una rápida decisión acerca de aceptar si en el caso presente era necesario el requisito de la anuencia previa a que se refiere el artículo 2 del estatuto de la Comisión para llevar adelante su investigación sobre el terreno, y si el Gobierno estaba dispuesto a dar su consentimiento para que la Comisión se trasladara al país con esos fines.

         El 29 de febrero, el canciller Herrera Báez delineó los fundamentos de lo que pretendía ser una doctrina de defensa respecto al caso.  En relación al primero de los dos asuntos a resolver de inmediato, el canciller apuntaba, en una comunicación dirigida al Presidente, Generalísimo Héctor Bienvenido Trujillo Molina (Negro), hermano del “Jefe”, que la delegación ante la OEA debía expresar a la Comisión que “solamente interpretando el párrafo 1° de la Resolución IV de la Cuarta Reunión de Consulta de Cancilleres a la luz del párrafo 2° de dicha Resolución, es posible admitir que conforme a dicha Resolución pueda la Comisión de Paz conocer de un recurso en materia de derechos humanos, toda vez que una interpretación autónoma del párrafo 1° de la aludida Resolución no autoriza ese ejercicio de competencia”.  Sin embargo, el Gobierno, en ejercicio de su soberanía y por consideraciones de deferencia a la Comisión, estaría dispuesto a aceptar que la misma actúe por iniciativa propia en materias que se referían al contenido de esa misma resolución. Había que hacer la salvedad, empero, de que el consentimiento a la Comisión en el caso conlleva también una reserva que “desde este momento desea precisar con la mayor claridad”.

         La cuestión era que el Gobierno dominicano no podía admitir la existencia de una controversia caracterizada con otro Estado Americano “sobre una materia como la que ha sido objeto del recurso”, que a su juicio, incumbe al dominio reservado del Estado dominicano.  Cosa distinta sería, lo cual no suscitaría objeciones de su parte, que la Comisión Interamericana de Paz “en el ejercicio de su actuación en este caso concluya en un llamamiento, recomendación o invitación de carácter general y sin dirigirse específicamente a ningún país en particular”, a fin de que los Estados miembros de la OEA decreten tan pronto como fuera posible amnistía o indulto para aquellas personas privadas de su libertad en razón de actividades políticas, en cualquiera de los estados americanos.

         Con respecto a la segunda cuestión bajo estudio, la Cancillería no se sentía dispuesta a recomendar una fórmula transaccional consistente en declarar que el Gobierno estaba dispuesto a admitir la investigación a menos que otros gobiernos declarasen oficialmente que aceptaban igualmente en cuanto a ellos esa investigación.  El caso para la Cancillería estribaba en que ya había consentido una investigación, con resultados desastrosos.  No podía sentirse inclinada a aceptar esa fórmula, como bien planteaba el Canciller Herrera Báez al Presidente Héctor Trujillo, en primer término “porque ya nuestro Gobierno ha tenido una gran deferencia para la Comisión”.

         Esa deferencia consistía en haber permitido a una subcomisión del organismo visitar la República Dominicana en octubre de 1959 para investigar las denuncias sobre maltrato a los sobrevivientes de las expediciones de junio de ese año.  Hasta donde supiera la Cancillería, no se tenía conocimiento de que otros gobiernos “comprometidos en la situación del Caribe” hubieran adoptado una decisión similar.

         El Gobierno terminaría aceptando esta línea de conducta ante la OEA.

         La parte final de ese memorándum, cuyo conocimiento es fundamental para entender el curso de la acción diplomática dominicana ante el organismo regional, dice lo siguiente: “No es admisible para la República Dominicana el alegato de que con respecto a otros países la Comisión no consideró necesario practicar actuaciones en el territorio de dichos países, toda vez que lo cierto es que dichos países, que son Venezuela y Cuba, han declarado reiteradamente su renuencia a aceptar en cuando a ellos el procedimiento pacífico de la investigación internacional.  Por otra parte, el Gobierno dominicano considera que en una materia que se refiere al ejercicio por el Estado de sus facultades soberanas relativas al mantenimiento de su seguridad interna, la admisión del procedimiento de investigación internacional constituye una gravísima injerencia en su dominio reservado y, por tanto, el Gobierno dominicano no podría cohonestar una medida que implicaría en cuanto al Estado Dominicano una intervención en sus asuntos internos contraria al artículo 3 de la Constitución dominicana y al artículo 15 de la Carta de la Organización de los Estados Americanos.  El Gobierno dominicano considera que en este caso se hace cuanto más justificado el ejercicio del derecho de opción que la acuerda el párrafo 2 de la Resolución IV de la Cuarta Reunión de Consulta de Cancilleres en cuanto a admitir o no admitir la investigación internacional en el territorio del Estado.  Por consiguiente, el Gobierno dominicano amparado en esa disposición, no considera que deba aceptar una investigación internacional en su territorio en este caso”.

         El párrafo de la Cuarta Resolución a que alude en reiteradas oportunidades el memorándum, y que sirvió de excusa al Gobierno de Trujillo para trabar la labor de la Comisión, establece que en casos como el citado sólo podía apoderársela cuando hubiere obtenido la anuencia de las partes. Es decir que para proceder en casos como el señalado la Comisión quedaba subordinada, fuere que lo intentara a requerimiento de los gobiernos o por iniciativa propia, al consentimiento de los Estados “para investigaciones que se deban realizar en sus respectivos territorios”. En lo que concernía a la República Dominicana esa anuencia obviamente no existía.

         El debate de las acusaciones venezolanas contra Trujillo, reforzadas con las quejas del Ecuador que el Gobierno dominicano había tardado en atender, ocupó la atención de la OEA durante el resto de febrero y todo el mes de marzo.  A finales de ese mes, la situación llegó a un punto de estancamiento que amenazó con prolongar indefinidamente la discusión.  Esta posibilidad preocupaba a los diplomáticos dominicanos que buscaban la forma de ponerle término en vista del daño que ello estaba causando a la frágil y cada vez más delicada situación en que se encontraba Trujillo en la comunidad americana.

         En el clímax de esta inquietante paralización, Díaz Ordóñez escribió nuevamente a la Cancillería, para analizar las diversas etapas recorridas hasta entonces.  En una de la sesiones celebradas por la Comisión pareció que se llegaría a tomar en cuenta la posición dominicana en cuanto a que se hiciera un llamamiento, recomendación o invitación de carácter general, sin dirigirse específicamente  a ningún país en particular, en lo que concernía al informe pendiente de presentar sobre la situación de los derechos humanos.  Esta posibilidad significaría una victoria de Trujillo sobre Betancourt.  Sin embargo, muy pronto, de acuerdo con la fría evaluación de Díaz Ordóñez, la Comisión, “en sesiones posteriores, parece haber abandonado el propósito anterior”, concretando sus actuaciones a las quejas de Venezuela y Ecuador o mezclando simultáneamente ambos casos.

         La delegación proseguía insistiendo que la mezcla de ambos asuntos carecía de fundamento legal, porque, en primer término, “el derecho aplicable es diferente en cada especie” así como diferentes eran su naturaleza y su antecedentes.

         En cuanto a la solicitud dirigida a Díaz Ordóñez por medio de la cual la Comisión de paz urgía al gobierno dominicano a atender las quejas del Ecuador respecto a la situación en que se encontraba su embajada en Ciudad Trujillo, llamaba la atención al hecho de que apenas fuera recibida el día anterior pese a lo cual estaba siendo cursada por los canales que las normas imponían.

         Presionado por el curso de los acontecimientos, el canciller Herrera Báez sugirió a Trujillo la conveniencia de un cambio de estrategia.  En un memorándum de fecha 24 de marzo proponía que el país retomara la iniciativa imputando ante la Comisión Interamericana de Paz acusaciones de violaciones de los derechos humanos por parte del Gobierno de Venezuela contra ciudadanos de ese país.  El propósito consistía en obligar a la Comisión a pronunciarse en contra de los dos países y no exclusivamente contra la República Dominicana, como, a juicio del Canciller, “parecía ser el propósito que se persigue”.

         Finalmente, el 15 de abril la Comisión Interamericana de Paz rindió un informe preliminar al presidente del Consejo, Vicente Sánchez Gavito, de México, en el que no se hacía referencia alguna a los casos específicos que venía estudiándose, lo que a entender de Díaz Ordóñez, que analizaba la cuestión con profundo conocimiento del ambiente, constituía un informe sui géneris por cuanto, además, “entre sus firmantes aparece el representante de Venezuela”.

         En su informe evaluativo a la Cancillería, el delegado dominicano trataba de no incurrir en excesivo optimismo, aunque de hecho los términos del informe preliminar daban al Gobierno de Trujillo, virtualmente arrinconado por el cúmulo de acusaciones internacionales, un respiro momentáneo que ciertamente no duraría mucho.  El informe aludía a causas de tensiones, sin señalar específicamente en su texto ningún país ni gobierno. En sus párrafos iniciales residía el único motivo de satisfacción para el Gobierno dominicano, por cuanto señalaba: “Como paso inicial e inmediato que contribuiría a atenuar las tensiones de la región, la Comisión se permite sugerir a los gobiernos de los países en donde hay personas encarceladas por actividades netamente políticas que sean puestas en libertad.  También sería de utilidad que, dentro del término más breve posible, se dieran los pasos necesarios para que todas las personas asiladas en misiones diplomáticas pudieran emigrar, previa garantía de los Estados asilantes de que no permitirían que, en sus territorios, dichas personas desarrollen actividades en contravención de ninguno de los instrumentos interamericanos aplicables a la materia”.

         Solo en apariencia esta forma elusiva de enfocar el problema en debate podía interpretarse como una victoria de la diplomacia trujillista. Con todo y que se trataba de una mención indirecta, era obvio que el punto referente a la seguridad de los asilados sólo podía ser aplicado a los trece refugiados en la misión ecuatoriana en Ciudad Trujillo.  El verdadero fondo de este aparente inocuo estilo de redacción obedecía a la creencia, sustentada en razones de índole política interna, de que Trujillo decretaría una amnistía de los presos políticos o adoptaría alguna otra forma de clemencia, el 17 de abril, con ocasión de la Pascua de Resurrección.

         Esta actitud estaba inspirada, como más tarde admitiría la Comisión al rendir un informe final condenatorio de las violaciones atribuidas a Trujillo, “en el deseo de evitar que cualquiera medida llegara a afectar en forma desfavorable la suerte de los presos políticos” dominicanos. Por ello estimó conveniente no hacer pronunciamiento alguno sobre el caso durante los primeros días de abril, optando por posponer la presentación de su informe final.  Tales esperanzas resultaron infundadas por cuanto no fue sino hasta el 31 de mayo siguiente cuando la Comisión recibiera una nota del delegado dominicano, fechada en la víspera, informando de la puesta en libertad de un nuevo grupo de 63 detenidos.  Estas personas formaban parte de los acusados de atentar contra la seguridad del Estado aprehendidos durante las redadas masivas de enero de ese año.

         A pesar de las limitaciones encontradas, a causa principalmente, de las restricciones hechas a la labor de la Comisión por el Gobierno dominicano, ésta había llegado a la conclusión de que las tensiones internacionales que sacudían la estabilidad del Caribe “se han intensificado por las graves y numerosas violaciones de los derechos humanos que se han estado cometiendo, y siguen cometiéndose, en la República Dominicana”.  Entre esas violaciones, el informe mencionaba la negación de las libertades de reunión y expresión, detenciones arbitrarias, tratamiento inhumano y cruel de presos políticos y el empleo, como arma política, de la intimidación y el terror.

         Las conclusiones constituían un rotundo revés para Trujillo y era mucho más de lo que él parecía estar dispuesto a tolerar.  Si no podía vencer en el terreno del debate diplomático, trasladaría la batalla a otros campos, donde él poseyera mayor capacidad para actuar y sobrevivir que su enemigo más odiado. La acogida que la comunidad americana daba a las acusaciones de Venezuela reforzó con toda seguridad su determinación de eliminar físicamente al Presidente Betancourt.

         Con la asistencia del coronel Abbes García comenzó a tejerse el plan final.  Muy pronto su viejo amigo el general Sanoja tendría la oportunidad de materializar su sueño de poner fin a la carrera política del líder de Acción Democrática.  Sanoja no tardaría en viajar a Madrid para atraer a la nueva conspiración al ex capitán de navío Eduardo Morales Luengo.

         Consciente de lo debilitado de la posición de su régimen en el plano internacional, Trujillo se dedicó entonces a reforzar su imagen interna.  En todo el territorio nacional comenzarían a celebrarse mítines y desfiles en repudio de la OEA y en respaldo a su figura “ilustre y excelsa”, como insistía en llamarle la prensa oficial.  Ante los ojos del pueblo que le rendía honores y se postraba ante sus pies, él continuaba siendo, pese a lo que pudieran opinar los países de la organización regional, el “Jefe indiscutible”, el “Primer Maestro de la Nación”, su “Benefactor y Guía” y “Padre de la Patria Nueva”.

         Los dos viajes subrepticios del “Cabrito”, desde Maiquetía a San Isidro, constituían el comienzo del fin de un secreto y arriesgado plan para acabar de una vez por todas con el hombre de Miraflores.

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