“Del fanatismo a la barbarie sólo media un paso”.

Denis Diderot

“Si vuestros enemigo os atacan, bañaos en su sangre”.

Cita del Corán

         Desde su elección, el 7 de diciembre de 1958, el Presidente Betancourt se había trazado el propósito de ganarse la confianza absoluta de los mandos militares. Con una admirable dosis de paciencia y franqueza podía ufanarse ahora, a un año y poco más de cuatro meses de su juramentación, de haber dado pasos en firme en la consecución de esa meta imprescindible a la estabilidad y consolidación de su régimen.

         Pretender que hubiera alcanzado su objetivo equivaldría a un ejercicio estéril de autosugestión política.  El, que acumulaba una enorme experiencia y había aprendido con las vicisitudes a distinguir entre la realidad, la ficción o el deseo, no caería en ese error de interpretación.  Más que nadie en el Gobierno, Betancourt comprendía cuán necesario era todavía profundizar las simpatías y la aceptación en los estamentos militares.

         El trato directo era vital en este esfuerzo y por esa buena razón, el Presidente no estaba dispuesto a sobreponer argumentos médicos a su decisión de asistir, ese viernes 24 de junio, a la celebración del Día del Ejército y aniversario de la Batalla de Carabobo.  Debido a una persistente dolencia hepática, el Presidente se hallaba prácticamente recluido en su residencia, Quinta “Los Núñez”, de la Tercera Avenida de la urbanización Altamira. En los últimos días la mansión alquilada se había convertido en el centro de las actividades del Poder Ejecutivo.  Allí concurrían los ministros para discutir con el Presidente los problemas del Gobierno. El Secretario General de la Presidencia, doctor Ramón J. Velázquez, su más cercano colaborador, de hecho había improvisado un despacho en aquella quinta presidencial.

         Los médicos del Mandatario estaban empeñados en disuadirlo, tratando de convencerle de que se encontraba aún muy débil y que el esfuerzo podía resultar dañino para su salud.  Las condiciones del tiempo se invocaban junto a razonamientos clínicos.  Estaba nublado y Meteorología pronosticaba un día de lluvia.  Pero los argumentos del doctor Francisco José Pinto Salinas, jefe del cuerpo médico, chocaban con la terquedad del Presidente. Por nada del mundo él iba a permitir que su inasistencia a la parada militar, donde le esperaba todo el alto mando de los cuerpos castrenses, los miembros del Congreso, el gabinete en pleno y la mayor parte de la comunidad política del país, pudiera dar cabida a falsas interpretaciones.

         Su relación con la estructura militar pendía aún sobre hilos muy delgados.  Su inasistencia equivaldría a tensarlos más allá de lo que la resistencia de esos lazos invisibles toleraría.  En otras palabras, en su fuero interior, Betancourt observaba con claridad que abstenerse de concurrir al desfile, donde además el Ejército le haría un homenaje en su calidad de comandante en jefe, sería asumido por muchos como un desaire.

         Tal posibilidad tendría, a todas luces, consecuencias peores y más dramáticas que un ligero recaimiento físico.  No, de ninguna manera, bajo ningún pretexto, él echaría atrás su decisión de presidir esa parada militar.

         Por supuesto, se esgrimían para convencerle otras causas de fuerza mayor; como la seguridad, por ejemplo.  Entre un cúmulo de denuncias sobre conspiraciones y tramas para asesinarle, los servicios de inteligencia del Gobierno procesaban informes según los cuales un grupo compuesto por tres técnicos nazis y un argentino, penetrarían clandestinamente al país para darle muerte en una emboscada.  Los informes provenían de servicios especiales del Gobierno en el exterior y estaban avalados por datos aportados por agencias gubernamentales norteamericanas y de otros países del Continente.  La trama parecía muy aérea e insuficiente para desbaratar los planes firmes del Presidente para esa mañana de cielo plomizo.

         No existía posibilidad alguna de que una trama más bien urdida para servir de guión a una película de espías impidiera que Betancourt saliera adelante con sus propósitos.

         Mientras se discutía al más alto nivel el programa de actividades del Mandatario, su chofer, Azael Valero, daba los chequeos finales en la marquesina de la quinta a los vehículos del séquito presidencial. Revisó el viejo y pesado Rolls-Royce, en el que tantas veces recorrieran el país, y se decidió por el Cadillac negro, de un modelo más reciente, convertido últimamente en el vehículo oficial al servicio del Estado.

         Valero tomó asiento y comenzó a calentar el motor. El Presidente y su comitiva ocuparon sus asientos en los automóviles del cortejo.  Eran tres en total.  Nada de exhibiciones ostentosas, al gusto exacto del inquilino de Miraflores.  Betancourt y la esposa del ministro de la Defensa, Dora de López Henríquez, ocuparon las esquinas del asiento trasero mientras el general Josué López Henríquez se sentó en una de las pequeñas sillas auxiliares, frente a ambos.

         Hubo un dato curioso que resultaría fatal para un integrante del séquito.  El coronel Ramón Armas Pérez, jefe de la Casa Militar, llegó a la quinta justo en el momento en que la caravana se disponía a partir.  Disculpándose con el Presidente ordenó a su segundo, el Capitán de Fragata Carlos Arturo Porras Rodrigo, que ocupara asiento en el vehículo que seguiría el Cadillac presidencial y se sentó en la parte delantera derecha del automóvil.

         Eran exactamente las 9:00 a.m., cuando la caravana presidencial abandonó “Los Núñez” en dirección a la plaza frente al Círculo Militar, en la Avenida de los Próceres, donde estaba a punto de empezar la parada con motivo del Día del Ejército.

La llegada tardía del coronel Armas Pérez a la quinta del Presidente sería usada luego para mencionarle como presunto cómplice del atentado.  Treinta y cinco años después de aquellos sucesos sigue habiendo dudas, en algunos sectores, sobre la lealtad del oficial. Sin embargo, como se verá más adelante, el Presidente tenía absoluta fe en el jefe de la Casa Militar, que había sido su colaborador desde los días de crisis de la Junta Revolucionaria de Gobierno, a mediados de la década del 1940, y luego en el exilio.

El doctor Ramón J. Velázquez, que le conoció íntimamente, admite que “se le acusaba y se le sigue acusando después de muerto de que estaba en la conspiración”. No obstante, Velázquez comparte la opinión de Betancourt sobre su ayudante militar.  En su entender, el temperamento del oficial daba pábulo a muchas especulaciones en su contra.  “Era un parrandero, un llanero bailador, mujeriego”.  Los conspiradores habían logrado infiltrar en Miraflores a un sinuoso personaje llamado Luis Álvarez Veitía, antiguo guerrillero y llanero.  Armas Pérez lo utilizaba como informante a sueldo y a veces solían salir juntos a “mujerear” y “comer sancochos”.  Álvarez Veitía visitaba frecuentemente la Casa Militar en Miraflores para llevar informes de cuanto pudiera estar pasando.  En realidad su propósito era otro, ya que estaba de acuerdo con los conspiradores de la avenida de Los Próceres.  Aparentemente, como creía que el Presidente no iría a la parada por sus quebrantos hepáticos, Armas Pérez estuvo hasta tarde con Álvarez Veitía.  Se ha especulado que al abandonar rápidamente la fiesta para llegar temprano a “Los Núñez”, el informante dedujo que Betancourt asistiría a la parada.

         Velázquez sostiene firmemente que Armas Pérez era un hombre leal y correcto.  “Yo lo defiendo”, dijo en una entrevista con el autor.  Uno de los principales conspiradores, Luis Cabrera Sifontes, sostendría hasta el final, sin embargo, la supuesta complicidad de Armas Pérez en la conjura.

         A las seis de la mañana de ese 24 de junio, exactamente tres horas antes de que la comitiva del Presidente abandonara la quinta “Los Núñez” en dirección a Los Próceres, dos hombres portando sendas maletas verdes salieron del apartamento 55 del edificio Venus, de la Avenida París, urbanización La California, de la ciudad de Caracas.  Se dirigieron al estacionamiento del inmueble y depositaron su carga en el baúl de un maltrecho Oldsmobile, color verde, modelo 1954.

         Uno de ellos, Yáñez Bustamante, abordó luego el coche disponiéndose a dar un largo paseo, mientras su compañero, Cabrera Sifontes, le seguía en un Cadillac azul.  Las calles de la ciudad lucían solitarias bajo un cielo gris y una atmósfera calurosa.

         La noche anterior había resultado en extremo agitada para aquellos dos hombres.  Yáñez Bustamante y Cabrera Sifontes apenas habían podido dormir.  El hombre que los dirigía, Morales Luengo, tenía a ambos bastante ocupados desde la tarde anterior.  Pero la excitación de esas últimas horas contribuyó a calmar la ansiedad que los enloquecía desde la noche del día 18, tras su regreso en el segundo vuelo del “Cabrito” desde Ciudad Trujillo.

         Durante la semana que permaneció escondido en aquel apartamento, registrado a nombre de Yáñez Bustamante, Morales Luengo sólo recibió las visitas de sus cómplices Morales Hernández y Cabrera Sifontes, quienes a su vez sólo habían salido en dos oportunidades en todo ese tiempo.  Una de esas salidas tenía conexión con una entrevista en una casa en Las Mercedes, donde Morales Luengo se reunió con su informante Luis Álvarez Veitía y un sujeto llamado Ernesto Rahn.  En ella también estuvo el viejo general Sanoja.

         Hubo luego otra salida, ésta a una quinta en Altamira, el barrio donde residía el Presidente.  Fue llevado al lugar por Cabrera Sifontes a las 8:00 p.m. del jueves 23. Allí, según estaba previsto, el ex oficial debía entrevistarse con dos oficiales activos de cada rama de las Fuerzas Armadas, los cuales no asistieron a la cita.  Tras esperar en vano por espacio de dos horas y media, Morales Luengo y Cabrera Sifontes regresaron al apartamento de la Avenida París alrededor de las once de la noche, donde pernoctaron en compañía de Yáñez Bustamante.

         La tarde anterior, 23 de junio, siguiendo instrucciones de su jefe, Yáñez Bustamante había conseguido prestado con su cuñado, Eudoro Cedraro, el viejo Oldsmobile en el que ahora se dirigía a la Avenida de Los Próceres.  Se detuvo antes de llegar, estacionando el auto frente a La Mezcladora, una importante empresa dedicada a la fabricación de concreto, y abordó el Cadillac para realizar un breve recorrido por la vía.  Después de inspeccionar cuidadosamente la zona, los dos hombres decidieron cuál era el mejor lugar para sus planes, y tomando la Avenida Victoria se detuvieron en un café, antes de ir a recoger el Oldsmobile.

         El siguiente paso fue dirigirse hacia Santa Mónica, para llenar de combustible los tanques de los dos automóviles.  De allí fueron hasta una calle paralela a Los Próceres donde Yáñez Bustamante abrió el baúl del coche y armó la carga depositada dentro de las maletas.  Tomó un objeto del tamaño de un cigarrillo amarrado con dos alambres, introduciéndolo en el hueco de la maleta. Luego agarró otro alambre que salía de la maleta por la abertura que queda en la parte superior al abrirse el baúl del carro, de manera que al cerrarlo quedara visible, afuera, un pedazo de alambre.  La maleta actuaría como receptor y el objeto del tamaño de un cigarrillo hacía de instrumento para conectar los alambres del disparador eléctrico con el circuito de fuerza designado para recibir la energía del receptor después de captar la señal del transmisor. El pequeño pedazo de alambre, de alrededor de pulgada y media de extensión, que salía del baúl del Oldsmobile serviría de antena para el receptor.

         El sistema presentaba muchos riesgos, puesto que el receptor, de manera inesperada, podía responder a la frecuencia de otra fuente no prevista en el transmisor.  Lo único que tenían Yáñez Bustamante y Cabrera Sifontes a su favor, frente a tales riesgos, era la ineficiente antena, la cual necesitaría una señal bien fuerte para provocar una explosión antes de tiempo.

         Según lo describieron después a la policía, los explosivos estaban distribuidos en las dos maletas, la más pesada de las cuales contenía cerca de treinta kilos, mientras la más liviana alrededor de otros diez.  La pesada era de un tamaño de noventa por sesenta por veinte centímetros.  Estaba colocada en el centro del baúl con la más liviana encima. Dos latas rojas circulares estaban conectadas fondo a fondo, situadas por lo largo de la parte izquierda de la maleta. De una de las latas salían dos alambres que terminaban en el objetivo del tamaño de un cigarrillo, el cual Yáñez Bustamante enchufó en la maleta liviana. No hizo ninguna conexión con la maleta pesada.

         Terminada la delicada operación, los dos sujetos volvieron a Los Próceres donde dejaron estacionado el Oldsmobile.  Yáñez Bustamante se dirigió entonces caminando al puente de unión de la vía con la Avenida Nueva Granada, a unos trescientos metros del lugar donde había abandonado el vehículo, simulando fallas mecánicas.

         Desde la altura del puente podía observar con tiempo la llegada de cualquier cosa que se moviera hacia Los Próceres.

         Todo cuanto ahora tenía que hacer era ponerse a esperar por la llegada de la caravana y avisar a Cabrera Sifontes justo en el momento en que el carro presidencial pasara ante el destartalado modelo norteamericano, con matrícula HK-8174, de cuatro puertas.

         Para el Generalísimo Trujillo, estaba a punto de comenzar una jornada de ansiedad.  Todos los planes urdidos con esmero en las últimas semanas llegaban a su punto culminante.  Los servicios de inteligencia del Gobierno, bajo el mando del coronel Abbes García, le habían pasado la información, muy temprano esa mañana, de que la parada militar con motivo del Día del Trabajo se realizaría en Caracas, como estaba anunciado.

         Una cosa, sin embargo, inquietaba al hombre que regía a la República Dominicana con mano férrea desde hacía justamente treinta años y era el pronóstico de lluvia sobre la capital venezolana.  Si la predicción se cumplía, era probable que el desfile se suspendiera y todo lo planeado tuviera que posponerse.  Eso sería intolerable.  Pocas cosas existían fuera del alcance de su poder y hasta ese momento todo marchaba conforme a lo previsto.  Pero existía algo que ni Trujillo, con su dominio absoluto sobre el país, alcanzaba a controlar y esto era disponer sobre la evolución del estado del tiempo.

         Estaba seguro de que si la naturaleza permitía la celebración de la parada militar, Betancourt, el hombre que más aborrecía en el mundo, asistiría.  La reputada terquedad de su adversario, que le había permitido tantas veces sobreponerse a la adversidad, podía actuar esta vez en su contra y facilitar el éxito de las maquinaciones de aquel hombre sentado desde las primeras horas de la mañana en su despacho del Palacio Nacional en la capital dominicana.

         Trujillo suspendió todos sus compromisos oficiales del día y por primera vez en mucho tiempo se abstuvo de presidir la ceremonia religiosa en recordación del fallecimiento de su padre, José Trujillo Valdez.  Al igual que año tras año, el oficio se efectuaría a partir de las ocho de la mañana en la Iglesia San Rafael, situada en los jardines de la casa de gobierno, a escasos metros de su despacho.  Su prioridad ese día estaba puesta en otra ceremonia, ésta de carácter militar, que tendría efecto dentro de hora y media, a lo sumo, en la lejana ciudad de Caracas.

         Desde su privilegiada posición, en el elevado del puente construido en la intersección de Los Próceres con Nueva Granada, Yáñez Bustamante vio acercarse la comitiva presidencial que marchaba a mediana velocidad.  Aunque llegaba por otra ruta, de cualquier manera, apreció, tendría que pasar delante del Oldsmobile. A la 9:28 a.m. hizo la señal convenida quitándose el sombrero.

         Cabrera Sifontes sostuvo fuertemente el pequeño control remoto y accionó el conmutador.  El transmisor consistía en dos tubos colocados dentro de una caja de tocadiscos de 45 RPM, con una batería de seis voltios, con capacidad para actuar dentro de un límite de diez a catorce megaciclos. Cabrera Sifontes había seguido las instrucciones de situarse en un lugar donde pudiera observar la llegada de su objetivo, a fin de poder hacer su propio cálculo del instante cuando éste se encontrara delante del Oldsmobile.  La acción tenía que ser calculada para abarcar el Cadillac entero dentro del radio efectivo de la explosión con el centro del impacto justo en el medio del vehículo.

         Tan pronto como Cabrera Sifontes apretó el switch que accionaba el control remoto, una fuerte explosión estremeció todo el lugar levantando a escasa distancia frente a él una nube de humo y una lengua de fuego que se alzaron a varios metros hacia el cielo, sembrando el caos y la destrucción.

         El estallido sacudió a Yáñez Bustamante, quien desde su puesto de vigilia alcanzó a ver, en fracciones de segundo, el Cadillac presidencial dar un par de vueltas en el aire mientras era consumido por una bola de fuego.  Corrió de inmediato a reunirse con Cabrera Sifontes para ir a informar del hecho a Morales Luengo que impaciente esperaba por ellos en el apartamento de la Avenida París.

         La mortífera carga explosiva había funcionado a la perfección, tal como ocurriera en las pruebas realizadas con el aparato detonador a distancia en los campos de experimentos del coronel Abbes García.  La explosión destruyó los cristales de numerosos edificios a varias cuadras a la redonda. A unos quinientos metros de distancia, en la tribuna donde la multitud esperaba por el Presidente, la detonación sorprendió a los altos mandos militares y a los líderes de la nación allí reunidos.

         Los más sorprendidos por la explosión fueron los generales Pedro José Quevedo, comandante del Ejército y Antonio Briceño Linares, jefe de la Aviación, conscientes como estaban de que la celebración no incluía fuegos de artillería.  En sus palcos de honor, los doctores Raúl Leoni y Rafael Caldera, presidente y vicepresidente, respectivamente, del Congreso, ignoraban qué sucedía. El estruendo movió también de sus asientos, inquietos, a los representantes del Gobierno, el clero, el cuerpo diplomático y otras autoridades civiles y militares congregadas en la plaza.

         Todo ocurrió en un par de segundos dejando una estela de destrucción y sangre. La onda expansiva partió en dos el Oldsmobile y empujó el automóvil presidencial fuera de la vía a varios metros, colocándolo sobre la isleta, lo que impidió probablemente que continuara dando vueltas.  Las puertas quedaron trabadas, impidiendo que el Presidente y los otros dos ocupantes del asiento posterior pudieran salir tan pronto como el vehículo dejara de rodar.

         Del Cadillac presidencial sólo quedó una masa de hierro calcinada por el fuego.  Betancourt luchó desesperadamente por salir mientras las llamas devoraban sus manos ocasionándole heridas de primer y segundo grados.  A pesar de la confusión, el Jefe del Estado consiguió escapar de aquel infierno por sus propias fuerzas, con tiempo suficiente para ver la bola de fuego consumir casi totalmente el vehículo.

         El Presidente sangraba profusamente y según testigos “su ropa ardía como una antorcha caminante”.  Daba la impresión de haberse convertido en “una barbacoa humana”.

         El Ministro de Defensa perdió de vista al coronel Armas Pérez al sentir la explosión.  Pero tuvo tiempo de observar cuando su esposa y el Presidente lograban salir al abrir la puerta trasera de la izquierda.  El general intentó asir la ametralladora pero el fuerte dolor provocado por las quemaduras en las manos se lo impidió.  El humo cubría prácticamente el interior del vehículo y el fuego crecía.  En su angustia, el ministro trató de escapar rompiendo la ventana derecha al trabarse la puerta.  El golpe desesperado agravó la herida de su mano derecha.  Sintió que estaba a punto de quedar atrapado por las llamas, cuando oficiales de la escolta acudieron en su auxilio ayudándole a salir.

         La suerte que había acompañado al Presidente y al Ministro de la Defensa y su esposa, abandonó en cambio al coronel Armas Pérez, rescatado por las cuadrillas improvisadas casi agonizante, para fallecer minutos después camino del hospital.  Los ayudantes del Presidente lograron también sacar en estado crítico al chofer Valero.  Otros dos miembros de la comitiva resultaron heridos, el doctor Pinto Salinas, médico del Presidente y el sargento técnico José Nicomedes Molina.  Un motorista de la escolta, Félix Acosta y el policía municipal Atilio Dávila, resultaron con quemaduras múltiples, aunque ligeras.  Y un joven estudiante identificado como Luis Elpidio Rodríguez o Juan Eduardo Rodríguez, que pasaba por el lugar en dirección a la parada militar, falleció en el acto a causa de la explosión.

         La ambulancia que seguía la caravana, debido a las dolencias hepáticas del Presidente, se adelantó al pasar los efectos de la explosión y rápidamente le trasladaron al centro médico más cercano en la Universidad Central.  Betancourt tuvo tiempo para ordenar a sus oficiales que la parada militar debía celebrarse de todos modos sin su presencia.

En sus papeles, Betancourt escribiría años más tarde lo siguiente: “Fue usado (en Los Próceres) el novísimo sistema de atentados políticos que teníamos el dudoso privilegio de estrenar, de hacer estallar la poderosa bomba desde una distancia de centenares de metros, mediante un mecanismo micro-ondas”.

Por su parte, en la obra Guerra, traición y exilio, Nicolás Silfa describe la escena del atentado: “El inusitado hecho de terror y espanto sembró el pánico y la confusión.  La tropa regular dejó salir dos ráfagas de los cañones de sus ametralladoras.  El presidente Betancourt, a pesar de su estado grave, recobró parte de su habitual serenidad y ordenó a la tropa que no se disparara un solo cartucho más.  Así evitó que miles de espectadores inocentes fueran muertos sin remedio por la tropa irritada, celosa y confundida”.

         La noticia llegó a Trujillo primero que a los funcionarios venezolanos presentes en la plaza de la Avenida de Los Próceres.

         A pesar de la ola de rumores que siguió a la explosión en toda Caracas, los primeros boletines sobre el hecho comenzaron a radiarse al mediodía, cuando estuvo claro que el Presidente sobreviviría a las heridas sufridas en el atentado.  Muchos caraqueños y numerosos residentes en ciudades del interior se enterarían de la novedad, en cambio, escuchando los partes radiales de la emisora del Gobierno dominicano.

         Trujillo alzó él mismo el teléfono e instruyó al director de El Caribe que le mantuviera al tanto de cuantas informaciones llegaran sobre el hecho.

         Los conspiradores  del apartamento de la Avenida París no compartían, en cambio, el entusiasmo de Trujillo.  Los explosivos habían funcionado y el automóvil presidencial quedó hecho un montón de hierro quemado a medio kilómetro de distancia del lugar donde debía presidir un desfile militar.  Pero versiones sin confirmar aseguraban que Betancourt había logrado salir con vida, aunque gravemente herido, del atentado.

         Morales Luengo advirtió a sus cómplices que corrían un gran peligro si las autoridades lograban conseguir pistas o identificar la propiedad del Oldsmobile.  Sin pérdida de tiempo se dirigieron a La Guaria, después de detenerse en una residencia de la Urbanización Montecristo para recoger a otro implicado, un sujeto llamado Lorenzo Mercado.

         Yáñez Bustamante tomó la vieja carretera para eludir cualquier indeseado contacto con la Policía y a mitad de camino Cabrera Sifontes lanzó a la maleza una pequeña maleta marrón donde momentos antes guardó el aparato con el cual había provocado la explosión.

         En su huida desenfrenada, acababan de dejar una pista demasiado ostensible a través de la cual todos acabarían siendo detenidos.

Unos días después del atentado, tras el arresto de la mayoría de los terroristas responsables del mismo, Nels J. L. Benson, especialista en demoliciones del Ejército de los Estados Unidos, cedido por el Pentágono para ayudar en la investigación, rindió un informe sobre la técnica y uso de los explosivos utilizados en Los Próceres.  Benson sostuvo que hubiera sido difícil para la persona que operara el transmisor conseguir un cálculo exacto para el momento de la explosión si hubiera tenido que actuar a base de la señal de otro individuo. Hizo referencia a un lugar marcado en un dibujo preparado por la policía que era un punto a la derecha del lugar de la explosión a 135 metros de altura.  Según Benson: “Si el agente se encontrara unos grados delante del ángulo exacto de noventa grados a la posición del Oldsmobile, el vehículo objetivo parecería encontrarse delante del Oldsmobile cuando en realidad se encontraba unos pies detrás.  Esto podría explicar por qué el centro del impacto fue logrado en la parte delantera del vehículo y no en su parte trasera”, donde viajaba el Presidente.

Las autoridades no pudieron en un primer momento determinar exactamente qué tipo de explosivos se encontraba dentro de la maleta pesada.  El informe de Benson decía que pudo haberse tratado de un tipo de explosivo capaz de ser explotado en la forma llamada “sympathetic”.  Se refería a una mezcla de TNT y otros explosivos militares no sensitivos, siendo la pólvora negra y dinamita los únicos explosivos que podrían emplearse con certeza.  “Se puede presumir lógicamente”, añadía el informe de Benson, “que (la maleta) contenía dinamita de nitrato de amonio en pedazos de 1 ¼ x 9 de media libra de peso cada una con 40% de nitroglicerina, lo cual es dinamita industrial más fácil de obtener en esta área.  La maleta grande llena podría tener 150 libras de dinamita, pero los daños causados a la transmisión y eje trasero del Oldsmobile como al piso -3 cm. de profundidad- indican que no se usó más de 50 a 60 libras”.  El informe admite que la declaración posterior de Yáñez Bustamante a la policía de que habían empleado 30 kilos (66 libras) “parece razonable”.

Durante las investigaciones, hubo excesiva especulación respecto a lo que pudo haber causado el calor y las llamas que quemaron al Cadillac presidencial. 

El informe de Benson señala: “Existe fuerte posibilidad que el hecho que el coronel Armas Pérez muriera y el Presidente se salvara se debe a que el vidrio delantero se encontraba abierto y el trasero cerrado.  La ventana pudo proveer momentáneamente la defensa de calor protegiendo a los ocupantes del asiento trasero.  El tanque de combustible con su posible 18 galones de gasolina contribuyó al calor y las llamas, pero la gasolina sería dispersada por el aire por la explosión y se hubiera quemado tan rápido que normalmente no podría causar suficiente calor concentrado para incendiar las partes del Cadillac tan rápido”.

Benson sostiene que la posibilidad de que la gasolina concentrada (napalm) fuera parte del contenido de la maleta llegó a ser considerada debido a que los detonadores se encontraban en la parte izquierda de la maleta pesada.  Sin embargo, en sus conclusiones dice que el inicio de la explosión del lado izquierdo hubiera lanzado napalm fuera del objetivo.  El informe asevera que las marcas de los daños sobre el eje trasero, caja del eje y la transmisión, claramente indican que la más fuerte detonación tuvo su comienzo en un punto a la izquierda y poco  atrás de la transmisión.  Este no era el lugar donde se encontraban los detonadores.  “Esta situación sugiere”, según Benson, “que la maleta contenía el material explosivo de mucho más baja velocidad que el que contenían los detonadores.  Existe fuerte posibilidad que este explosivo de baja categoría fuera pólvora negra”.

         Se han publicado versiones de que Trujillo ordenó experimentos en vivo del atentado en una finca de su propiedad. Un aventurero español, Luis M. González Mata, que estuvo al servicio del dictador, narró luego sus experiencias en un libro titulado Cisne, publicado en Europa en 1976.  Según revela, Trujillo ordenó que en el ensayo se emplearan presos en lugar de muñecos y al presenciar la efectividad de la explosión, que sólo dejó “trozos de cuerpos humanos entremezclados con la chatarra retorcida”, habría exclamado:

         -¡Ya está.  Ahora a Caracas!

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