De niña aprendí que toda persona y todo oficio tenía un gran valor.
Aprendí que burlarse de una discapacidad era ignorancia, que menospreciar a una persona por su condición social y económica era ignorancia total.
Que maltratar y desconsiderar a aquellos que están bajo nuestra dirección o supervisión, era muestra de mediocridad e inseguridad.
En casa me enseñaron, que siempre o casi siempre, aquel que humillaba a sus subordinados, solía arrodillarse ante sus superiores.
Aprendí que cada tarea por humilde y sencilla que parezca, tiene razón de ser y forma parte de los eslabones de una cadena.
Me enseñaron que existen tareas diferentes, que son realizadas por personas iguales.
Me inculcaron el respeto hacia los demás.
Aprendí que la mayor riqueza habita en el alma, que lo más valioso que poseemos son nuestros sentimientos y nuestros afectos, que el mejor regalo es que nos amen, que nos hablen con sinceridad, que nos respeten y valoren.
Aprendí que en la vida, por terrible que sea la tormenta, las aguas siempre vuelven a su cauce.
Aprendí que existen cosas inevitables, que no importa lo que hagas o dejes de hacer, de todas formas pasarán.
Gracias a mi familia de formación, mi primera escuela, aprendí que pretender que somos intocables para las desgracias, para las adversidades, nos deja indefensos cuando éstas se presentan, pues nuestra arrogancia nos situaba inalcanzables a los tiempos desfavorables.
Aprendí que nada está tan alto o lejano para alcanzarlo o que nos alcance.
Cada una de esas enseñanzas las atesoro, pues constituyen consejos de los que hacemos uso para conducir nuestros pasos y tratar de encaminar los de nuestros hijos.
Enseñarles que nadie es mejor, ni peor, simplemente, cada cual es diferente.
Enseñarles que unos llegan primero y otros lo harán después, que cada fruto antes de alcanzar su estado de madurez, requirió de un largo proceso, iniciado con la siembra. Que todo lo que nos rodea y de lo que hacemos uso, es el producto del trabajo y el esfuerzo de alguien más.