Una de las más desgarrantes y desgastantes luchas que un ser humano puede librar, es aquella en la que se enfrascan quienes tratan de que los otros sean como ellos, los que no admiten más razones que las propias, aquellos que no aceptan las situaciones si estas no les son favorables y quienes descartan toda realidad que es opuesta a la realidad que han edificado en su mundo irreal.

El mundo, las sociedades, conforman un conglomerado de personas que ven la vida de maneras diferentes, es así como unos viven como mejor les parece, otros tratan de hacerlo con el fin de recibir la aprobación de quienes le rodean, una abrumadora mayoría debe vivir como puede y con lo que aparece y los menos, van por la vida haciendo, diciendo y viviendo como quieren, sin pensar si quiera en lo que piense o sienta el entorno que les rodea.

Sin embargo, dentro de esos grupos humanos siempre existe aquel que aún sumido en la más cruel realidad, antes de ocuparse en mejorar su situación, se preocupa de cómo otros viven y lo que hacen.

Critican su forma de vestir, hablar, caminar y tomar decisiones.
Desaprueban la manera en que sus semejantes encaran los problemas y la forma en que asumen sus realidades.

Es así como las personas inician una eterna y estéril lucha que los llevará a ninguna parte y solo le irá ganando desafectos a lo largo de su existencia.

La única forma de no perder las fuerzas en tan inútil empeño, es respetar el derecho de los demás a hacer con sus vidas lo que mejor les parezca.

Al aceptar que cada quien es el dueño de sus días en la tierra y que puede administrar su transitar por la tierra como lo considere más adecuado, estaremos abriendo las puertas de una prisión que nos hemos impuesto a nosotros mismos y, como jueces y parte, solo nosotros podemos liberarnos o permanecer cautivos por el resto de una vida que no hemos sabido vivir a plenitud por estar más preocupados en las de otros, en vez de ocuparnos el mínimo por encaminar la nuestra de forma más productiva.

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