Conversando la semana pasada con una mujer de quien voy a omitir el nombre, pero que desempeña un papel relevante en la búsqueda de ayuda a los más necesitados; me expresó lo siguiente: “Llevo más de una década realizando esta labor, porque llegar a la convicción de que no me puedo pasar la vida viviendo en un medio donde solo te miran lo que proyectas por fuera, como el vehículo que llevas, sector en el cual vives, apellido o estatus que mantienes. Y, no puede ser posible que me limite solamente a esto”. Continuó diciendo: “Me niego a aceptar que, en mi país, los que viven dos o trescientos kilómetros de distancia de la capital, tengan en su mayoría que vivir condenados a la extrema pobreza, y a la gente de poder parecería no importarle”.

El escuchar estas palabras, provenientes de ella, quien es una de las mujeres que en la actualidad posee una de las mejores posiciones socioeconómicas en nuestro país, me demuestra que la humildad no es un sentimiento que necesariamente se encuentra a aquellos de escasos recursos. Al contrario, en nuestras calles vemos día a día la arrogancia con la cual a veces nos trata un simple empleado de un establecimiento comercial y hasta cualquier transeúnte que con la mirada quisiera aplastarnos. En ocasiones, de forma jocosa, he tenido experiencias donde lo único que he dicho es “¡ay si esta persona tuviese dinero o poder!”
En La Biblia encontramos cómo Jesús nos invita a ser mansos y humildes de corazón, y señala a los pobres de espíritu. Esto último trae cierta confusión, ya que suele interpretarse como si se refiriera a personas tristes, desanimadas; sin embargo, lo que nos señala es necesitar cada vez más de Él. La humildad no está en vestir de harapos, ni tampoco en querer ser pobres en términos económicos; ya que, como el ejemplo citado de esta mujer, se puede estar en altas cumbres, y poseer ese hermoso sentimiento de forma más elevada que aquellos que en ocasiones nada tienen.

Es en el interior del ser humano desde donde se proyecta que todos y cada uno de nosotros tenemos un papel importante en la sociedad; que, al igual que los dedos de nuestras manos, cada uno tiene una función importante y, cuando falta, aún sea el meñique, es necesario para un buen funcionamiento de la misma.

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