Toda sociedad que pretenda asegurar a los hombres la libertad, debe empezar por garantizarles la existencia”.

LEON BLUM

 

Dos meses después de la eliminación física de Trujillo, los Estados Unidos trataban todavía de delinear una política hacia la República Dominicana.

A comienzos de agosto, la cuestión era ya objeto de una enconada disputa interna en el Departamento de Estado.  El presidente Kennedy parecía más bien inclinado a adoptar un plan de acercamiento moderado, cauto, que propiciara un cambio en la situación dominicana.  Un cambio que evitara modificaciones sensibles en el status quo y anulara las posibilidades de un caos que pudiera erosionar la influencia norteamericana e incrementar, a su vez, la comunista, especialmente entre la juventud, que era el sector de la población entonces más activo en la lucha política.

Trazar esa política no resultaba fácil.  Básicamente no existía un plan de mediano y largo alcance para la República Dominicana en Washington.  Los estrategas del Departamento de Estado vacilaban bajo tres fuertes corrientes predominantes.  Kennedy estaba sin dudas, obsesionado por llegar a un punto de equilibrio, que marcara la pauta de una política sensata, desde el punto de vista de la Casa Blanca.  Para el joven presidente norteamericano existían tres posibilidades, “en orden de preferencia descendente: un régimen democrático decoroso, la continuidad del régimen de Trujillo o un régimen como el de Castro”.  Según Arthur Schlesinger jr., asistente del Presidente, Kennedy estaba convencido de la necesidad de “favorecer a la primera, pero no quería renunciar a la segunda opción, sin antes estar seguro de que la tercera posibilidad quedaba descartada”.

Pero la administración distaba mucho todavía a comienzos de agosto de haberse forjado una opinión definitiva sobre sus objetivos diplomáticos finales en la convulsionada república caribeña.  Kennedy encomendó la tarea a sus colaboradores más cercanos.  Pero éstos no habían podido conciliar sus criterios.  La obsesión del comunismo, revivida por el curso de los acontecimientos en Cuba, a contar del triunfo de la Revolución encabezada por Fidel Castro, dominaba el debate alrededor del Presidente.  Mientras elementos conservadores insistían en el peligro castrista, los más liberales creían que en la República Dominicana los Estados Unidos estaban ante una excelente oportunidad de demostrar a sus socios latinoamericanos la sinceridad de su intención de impulsar la democracia en el Hemisferio.  Estos últimos estaban formados por influyentes figuras públicas puertorriqueñas, encabezadas por el gobernador Luis Muñoz Marín, Teodoro Moscoso, a quien Kennedy había confiado la administración de la Alianza para el Progreso, y Arturo Morales Carrión.  Este en particular creía que los dominicanos tenían una alternativa democrática –entre la dictadura y la Revolución- que los Estados Unidos no debían negarle.  La sensibilidad de estos hombres, dice Piero Gleijeses en su libro La Crisis Dominicana (Fondo de Cultura Económica), frente al drama nacional “puede explicarse en gran parte en la comunidad de lenguaje, la proximidad geográfica y el legado de una cultura común”.

Atrapado entre esas corrientes, la Administración Kennedy tardaba en encontrar una política realista hacia la República Dominicana.  En realidad, como bien observara el New York Times el 7 de agosto, el resultado de esa indecisión era “una virtual ausencia de política”.

Las relaciones entre Puerto Rico y la República Dominicana habían empeorado en los finales de los años 50.  Muñoz Marín y Trujillo se detestaban.  Trujillo no le perdonó a Muñoz que diera albergue a exiliados dominicanos y alentara las actividades a favor de un retorno a las luchas democráticas en la República Dominicana.

Numerosos líderes del exilio antitrujillista habían encontrado en suelo puertorriqueño el apoyo que necesitaban para rehacer sus vidas y proseguir sus esfuerzos para derrocar a la tiranía.  Desde las emisoras de Ciudad Trujillo se vaciaban ataques furibundos, llenos de epítetos ofensivos contra Muñoz.  Los editoriales de Radio Caribe y La Voz Dominicana, del general José Arismendy (Petán) Trujillo, hermano del dictador, competían en insultos contra el líder puertorriqueño.  Muchas veces estos ataques superaban en virulencia y groserías los embates contra Rómulo Betancourt.  Había sido el atentado perpetrado por Trujillo contra este último un año antes en Caracas, lo que había precipitado la iniciativa diplomática que determinó la expulsión de la República Dominicana de la Organización de los Estados Americanos (OEA) e impuesto las severas sanciones económicas que Balaguer estaba interesado en hacer eliminar, presentándolas como un obstáculo al esfuerzo democrático en que él estaba empeñado.

Muñoz y Betancourt habían forjado para la época una amistad muy íntima.  Por diferentes motivaciones ambos parecían dominados por el sentimiento común de impulsar el proceso democrático en la República Dominicana.  El asesinato de Trujillo había infundido calor a la idea.  Irónicamente, el modelo político que permitió a Venezuela superar los años de opresión tras la caída en 1957 el general Marcos Pérez Jiménez, era planteado entre ellos como viable para la nación dominicana.  La experiencia democrática venezolana vendría a servir de esquema a Muñoz y su grupo para defender ante Kennedy la necesidad de propiciar una salida política decorosa para la nación dominicana.  Trujillo había fracasado en su intento de asesinar a Betancourt.  Ahora éste proponía la fórmula que en su país le había permitido ascender a la Presidencia, como un modelo viable para escoger un Presidente democrático en la República Dominicana ya muerto Trujillo.  El plan era en sí mismo una ironía.

Lo que Betancourt y Muñoz aspiraban era impulsar una transición, que promoviera elecciones libres tras la caída de Trujillo.  Por supuesto, había funcionarios muy próximos a Kennedy que creían factible un proceso democrático con el aparato burocrático trujillista.  Estos círculos entendían que la salida de Ramfis podía crear un vacío de poder que allanaría el camino de los comunistas y veían con simpatías cierto tipo de apoyo condicionado al régimen dominicano.  Aspiraban a un cambio democrático impulsado desde arriba y creían que Balaguer era lo suficientemente astuto para lograrlo.

Obsesionado por el temor a un nuevo modelo castrista en el Caribe, los Estados Unidos estaban dando prioridad a acciones dirigidas a disminuir el número de elementos simpatizantes de la Revolución cubana.  Las presiones sobre el gobierno dominicano para que deportara a individuos sindicados como de extrema izquierda eran cada vez mayores.

Moviéndose entre afanes para dar credibilidad a sus promesas de permitir la libre actividad política y sus fervientes deseos de evitar un colapso de la herencia de la dictadura, Ramfis y Balaguer hacían frente cada cual por su lado, a enormes dificultades.  Acceder  a las presiones norteamericanas para deportar a los elementos tildados de comunistas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Departamento de Estado, que alentaba también la UCN en secreto, equivalía a añadir motivos para nuevas protestas contra el Gobierno.  Pero oponerse significaba desafiar a Washington y quebrar la posibilidad de que Estados Unidos se pronunciara a favor de un levantamiento de las sanciones impuestas a Trujillo.  Ninguno –Ramfis y Balaguer- tenía la autoridad suficiente para oponerse y actuar guiado sólo por sus motivaciones.

La llamada fórmula venezolana comenzó a ganar terreno en los predios cercanos al Presidente Kennedy, aunque no estaba todavía definida cómo se verificaría su aplicación en el caso dominicano.  Era un plan sencillo en apariencias.  A la caída de Pérez Jiménez, se estableció un Consejo de Estado que gobernó provisionalmente hasta la celebración de elecciones, que ganó Acción Democrática y su candidato, Rómulo Betancourt.  Para Muñoz, Betancourt y Morales Carrión, ésta parecía la vía ideal para democratizar a la República Dominicana.  Trujillo había sido fulminado el 30 de mayo en una emboscada en las afueras de la capital y la fórmula parecía ahora posible.  Faltaba lo esencial: el consentimiento de los partidos y grupos organizados del país para llevar a cabo esta tarea.

A diferencia de Venezuela, con la eliminación física del dictador no había desaparecido totalmente el régimen.  Ramfis había regresado inmediatamente desde París, donde se encontraba desde hacía meses, y había asumido el control de la situación.  Las manifestaciones de descontento y fervor democrático que se produjeron semanas después, no parecían constituir una amenaza seria para su poder por el momento.

Una transición como la sugerida por Betancourt y los líderes puertorriqueños requería ante todo del apoyo de las partes dominicanas.  La oposición, encabezada por la UCN, encontraba difícil arribar a un acuerdo que implicara algún reconocimiento tácito al régimen.  Y Ramfis y Balaguer rechazarían esa posibilidad como inaceptable ya que significaría el fin de su permanencia en el poder y con toda probabilidad la salida forzosa de ambos al exilio.

La idea era promover una transición que permitiera la organización de fuerzas democráticas y la posterior convocatoria a elecciones.  El planteamiento le fue hecho a Kennedy antes de arribar a la Presidencia.  Siendo senador, en un viaje de campaña por la Presidencia visitó Puerto Rico y es cuando Muñoz y Morales Carrión le tocan por primera vez el tema.  Kennedy se interesó en el asunto e hizo muchas preguntas sobre la República Dominicana, según relatara al autor Morales Carrión.  “Recuerdo haberle dicho la importancia de que se efectuase un período de transición y elecciones libres en Santo Domingo después de derrocada la dictadura…. Cuando llega Kennedy al poder, Trujillo está todavía en el poder de modo que no se podía pensar en esa transición”.  Pero ese pensamiento comienza a aflorar cuando ocurre el asesinato de Trujillo.

Para comienzos de agosto, la idea había ya cobrado cuerpo.  Tan solo quedaba por determinar si los diferentes partidos y grupos dominicanos estaban dispuestos a ponerse de acuerdo para allanar el camino hacia una solución como la proyectada.  El escollo principal radicaba en la presencia de Ramfis y Balaguer y en todo el aparato trujillista.  Pese a los buenos deseos, la fórmula venezolana no era viable a comienzos de agosto.

La debilidad de la oposición, por lo demás dividida respecto a cuestiones básicas como el tipo de régimen que debía instalarse tras la dictadura, era también una causa de preocupación en Washington.  Consciente de esto, Balaguer había convencido a Ramfis de la necesidad de promover cierto grado de democratización, que condujera a un levantamiento de las sanciones sin poner en peligro su propia estabilidad.  Balaguer veía la posibilidad de que pese a todos los antecedentes, a su estrecha vinculación con el pasado trujillista y al odio creciente que inspiraba a la oposición, él pudiera sobrevivir a un cambio brusco.  La idea no era del todo ilusa si se observaba que la mayoría de los líderes de la oposición apertrechados en la Unión Cívica, la primera y más pujante de las fuerzas políticas antagónicas al régimen, eran personas con un pasado muy similar al suyo.

En efecto, muchos de esos dirigentes habían ocupado cargos importantes o habían colaborado de alguna otra manera con Trujillo a lo largo de sus tres décadas de dominio absoluto.  Pese a ese rasgo común, Balaguer no pertenecía a esos grupos.  Muchos cívicos eran ciudadanos corrientes que habían padecido los rigores de la tiranía y habían perdido esposos, hijos  y parientes o tenían familiares muy cercanos en el exilio.  La UCN había logrado captar la imaginación del pueblo en las semanas siguientes al asesinato del dictador, porque su prédica a favor de una salida de todos los Trujillo y de sus allegados más cercanos, Balaguer entre ellos, parecía sintetizar, más que ninguna otra tesis, el anhelo de libertad que la tiranía había mantenido encerrado durante tanto tiempo.  Más allá de esto, la UCN no ofrecía soluciones concretas a la infinidad de problemas económicos y sociales que caracterizaban la vida dominicana.  Viriato Fiallo, el presidente de la UCN, gozaba de un expediente impoluto. Su negativa a colaborar con el Jefe le había condenado a un ejercicio oscuro de la medicina y a los rigores esporádicos de la prisión.  Pero la mayoría de sus colegas dirigentes de la UCN era gente proveniente de la alta sociedad, que si bien había cedido por ambición o necesidad a las exigencias de Trujillo, nunca perdonó a éste las humillaciones a que se vio sometida de manera constante.  La colaboración había permitido sobrevivir a esta clase, pero el precio había sido demasiado elevado.

Muchos de ellos habían roto con Trujillo por razones personales, y algunos sólo después de que este hubiera muerto.  La sociedad dominicana era desde antes de 1930 muy cerrada y apenas contados ciudadanos gozaron el privilegio de viajar al exterior.  La gente de clase alta pudo educar a sus hijos en el extranjero, especialmente los Estados Unidos.  Fueron éstos jóvenes, preñados de ideas democráticas, ilusionados con el modelo de sociedad libre norteamericana, los que en cierto modo permitieron acelerar el proceso de descomposición de la dictadura.

Para sorpresa del propio Trujillo, muchos de los acusados de pertenecer a movimientos conspirativos develados entre 1959 y comienzos de 1961, provenían de familias que habían recorrido con él el largo camino de la Era que llevaba su nombre.  Entre los más militantes dirigentes de la UCN figuraban antiguos trujillistas que habían perdido hijos y hermanos durante ese interregno sangriento.  Esta gente estaba motivada básicamente por la idea casi obsesiva de eliminar todo rastro de la dictadura.  Balaguer, a sus ojos, era un obstáculo y además un símbolo de esa época.  Y lo que era peor, un mentor, la fuerza política que guiaba a Ramfis y sobre la que se sostenía el poder militar que éste ostentaba.

Los años de control trujillista habían modificado la estructura social dominicana.  La pobreza seguía siendo tan extrema y notoria como en 1930,pero allegados al dictador habían logrado escalar los más elevados peldaños sociales.  Muchos de los conflictos y enconos personales y políticos tenían sus raíces en este fenómeno.  “Al final de la Era (1961), al igual que en 1930, la República Dominicana era una sociedad integrada por dos clases, en la que una reducida clase alta dominaba sobre una inmensa masa de gente muy pobre (los infelices), con solo un pequeño sector mediano entre ellas (la gente de segunda)”, dice Gleijeses en el libro ya citado.

La tesis de dicho autor es importante para comprender las características de la sociedad dominicana en los meses siguientes a la muerte de Trujillo.  “Muchos cambios, sin embargo, habían ocurrido durante la Era”, dice.  “En 1930, la clase alta del país estaba constituida por la gente de primera, un pequeño grupo de familias, apenas más de un centenar, relacionadas entre sí por vínculos de sangre y de matrimonio.  Trujillo quebró el poder político y debilitó el poder económico de la gente de primera.  Es así que en 1961, en contraste con lo que sucedía en 1930, la clase alta dominicana estaba formada por dos sectores antagónicos: la gente de primera y los nouveaux riches (nuevos ricos) de la Era”.  Con Trujillo muerto, el choque entre ellos fue inevitable, pues la gente de primera procuró recobrar su status exclusivo anterior.  Constantemente censuraban a los nouveaux riches por trujillistas, olvidando, desde luego, que ellos también habían colaborado en los crímenes de la Era, y eran, por tanto, igualmente responsables.

Muchos antiguos trujillistas no sentían esa responsabilidad simplemente porque no habían tomado parte directamente en crímenes o despojos durante la Era.   Era una actitud bastante común entre los hombres del régimen, actitud que según Robert D. Crassweller, en su biografía de Trujillo, estaba “facilitada por el sistema de división de las responsabilidades en compartimientos estancos.  Los crímenes eran trabajo de hombres con los que los dirigentes del régimen tenían poco o ningún contacto”.

Esta actitud permitía a muchos la justificación que demandaban sus conciencias atormentadas.  En cierta medida les permitía incluso magnificar la importancia de su colaboración.  Para muchos de ellos en todo caso era una suerte que las tareas del país se encontraran, según Crassweller, en manos de hombres como ellos “a quienes jamás se les ocurría un pensamiento criminal”.

El país estaba demasiado sumido en el esfuerzo para expulsar a Ramfis y los demás parientes del dictador, como para deparar en que muchos discursos antitrujillistas ocultaban comprometedoras responsabilidades a las que podía exigirse cuentas.  La pesadilla de la Era había sido, además, demasiado larga y la corrupción y la sangre derramada se habían extendido más allá de lo que una retaliación permitía. La figura de Balaguer resultaba suficiente para atraer el odio de las masas hacia ese tipo de colaboración con Trujillo y Balaguer, con su aferramiento a la Presidencia, parecía facilitar ese empeño.

A pesar de sus promesas de promover cambios políticos democráticos, el Presidente no ocultaba sus vínculos y simpatías hacia el tirano.  Se movía en una suerte de pantano en el que cada paso en falso podía hundirle más.  Si se mostraba muy propenso a la apertura podía caer en manos de los elementos más intransigentes que rodeaban a Ramfis y que aún ocupaban posiciones determinantes en el estamento militar.  Aún si aceptaba estos riesgos era poco probable que obtuviera el apoyo de la oposición, que veía en él a un impostor y un representante del viejo orden.

Balaguer había prometido además defender la “memoria” de su Jefe al pronunciar el panegírico durante las exequias del Generalísimo, días después de su asesinato, y de acuerdo con sus críticos parecía más empeñado en salvar su situación, con el apoyo de Ramfis, que en echar adelante reformas sinceras.  Por ello sus más recientes y reiterativas promesas de persuadir a Ramfis de adoptar un rumbo democrático no habían despertado demasiado entusiasmo.

El mismo estaba consciente de las dificultades.  Veintiocho años después, en su libro Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo, diría:  “El país después de 30 años de opresión quería respirar aires distintos y ese deseo no podía ser reprimido sin graves riesgos para la paz y exponer a toda la nación a graves explosiones sociales.  La tarea no era fácil porque aún la familia Trujillo permanecía en el territorio nacional y los principales remanentes de la dictadura, aún tenían control de los mandos militares”.

Según Balaguer, su misión consistía entonces “en convencer a la familia Trujillo sobre la necesidad de que se iniciase, en beneficio de todos, inclusive de ellos mismos, la apertura democrática reclamada por el país entero”.  Este esfuerzo tropezó “con la resistencia del clan familiar que durante tres décadas disfrutó a sus anchas de los privilegios que otorga a sus beneficiarios el poder ejercido autocráticamente”.  De acuerdo con Balaguer, sólo Ramfis, entre la familia Trujillo, parecía entender el alcance de este propósito.  Por eso, “admitió la conveniencia de que abrieran poco a poco las válvulas por las cuales podía expelerse parte del fuego que inflamaba los ánimos y que no tardaría en arrasar el estado de cosas heredado de la dictadura”.

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A finales de agosto, tuvieron lugar en Santiago –la segunda ciudad del país- dos hechos de sangre que contribuyeron a unificar el sentimiento popular de la alta clase social contra el régimen.

El primero de ellos ocurrió el mismo día de un gigantesco mitin ucenista celebrado en San Francisco de Macorís.  Cuando una larga caravana de manifestantes hacía su entrada de regreso a la ciudad por Pontezuela, un disparo alcanzó al joven Fausto Jiménez, quien resultó muerto al caer de la parte trasera de un camión.  Al día siguiente, en el velatorio, una patrulla hizo fuego contra un grupo alcanzando mortalmente a Erasmo Bermúdez, un popular y muy querido miembro de una de las familias más ricas de la sociedad de Santiago, propietaria de la licorería Bermúdez, la más antigua y grande de la República.

Este último incidente terminó por derrumbar las escasas reservas de la clase alta.  Hora después del asesinato, mientras preparaban el cuerpo del joven Erasmo para el sepelio la mañana siguiente, la directiva en pleno de la UCN fue detenida por órdenes del general Pero Rafael Ramón Rodríguez Echavarría, Jefe de la Base Aérea, quien acudió a verles al cuartel de la Policía.  Después de amonestarles por los más recientes desórdenes callejeros, les advirtió del peligro de continuar incitando a la fuerza pública.  El problema, les dijo el general, era más complejo de lo que la Unión Cívica Nacional (UCN), planteaba.  Refiriéndose a las denuncias de que la población se muere de hambre bajo el régimen, tomó de improviso una cajetilla de cigarrillos y la mordió violentamente.

Si alguien tiene hambre “puede llevarse esto a la boca” y eliminarla.  Ya no tendría hambre, pero en cambio quedaría todavía desnutrido, les dijo tras permitir que todos regresaran esa misma noche a sus casas.

Esta escena final impresionaría tremendamente a los directivos de la UCN.  José Augusto Vega Imbert, abogado de 27 años, se la contaría repetidamente a su esposa Rosa María, al llegar a su casa para prepararse para la jornada difícil del día siguiente.

Desde las primeras horas de la mañana, la multitud se fue congregando en la residencia de los Bermúdez para asistir al sepelio de Erasmo.  A media mañana, la muchedumbre cubría varias cuadras alrededor.  Una emisora de radio divulgó la falsa especie de que el presidente Balaguer se había trasladado al lugar para testimoniar personalmente su profundo pesar a la familia de la víctima. El rumor agitó a la multitud que comenzó a lanzar gritos de “asesino, asesino” en dirección de la enorme residencia.  La directiva ucenista se vio precisada a llamar al orden, en momentos en que todo parecía volverse un caos.  El doctor Conrado González, directivo de la entidad y ejecutivo del equipo de béisbol profesional de la región, Águilas Cibaeñas, debió encaramarse en la verja de hierro que protegía la residencia para calmar a la cada vez más numerosa concentración allí reunida para asistir al sepelio.

Valiéndose de un altoparlante les decía que la noticia de la presencia allí de Balaguer era incierta.

Las muertes de Fausto Jiménez y de Erasmo Bermúdez, principalmente la de este último, sellarían la caída definitiva de lo poco de popularidad que le quedaba al gobierno en Santiago.  A partir de ese momento las actividades de la UCN se tomarían más agresivas y temerarias.  Vega Imbert, emparentado con Antonio Imbert Barrera, uno de los miembros del equipo de acción que tomó parte en el asesinato de Trujillo asumió un papel más activo en el periódico La Verdad, que editaba la organización.  Y pasó a colaborar más estrechamente con Alejandro E. Grullón Espaillat, unos años mayor que él, quien había tomado la iniciativa de establecer una oficina denominada La Coordinadora, desde la cual se distribuían las órdenes del comité provincial para los demás comités de Unión Cívica de la región del Cibao.

El valor de esta oficina sería inapreciable en los meses siguientes.  Era a través de La Coordinadora, de Alejandro Grullón que se tenía contacto permanente con las juntas directivas el resto de la región, lo que permitía mantener a ésta completamente al tanto de cuanto ocurría.

Desde la muerte de Erasmo Bermúdez, arreciaron las protestas en Santiago.  La forma más común de ella era la huelga.  Por cualquier incidente, por aislado que pareciera, cerraban las fábricas y las tiendas.  Muchas de estas paralizaciones de actividades se hacían sin convocatoria previa.  Entre finales de agosto y mediaos de noviembre, las huelgas se habían convertido en una rutina de la vida de la ciudad.  Los tres principales establecimientos de Santiago eran la licorería Bermúdez, de la familia de Erasmo, la tienda El Gallo y Augusto Espaillat y Sucesores, una tienda de tejidos al por mayor regenteada por Tomás Pastoriza, primo de Alejando Grullón y Erasmo.  Bastaba con que esos negocios cerraran para que el resto de los establecimientos comerciales de la ciudad hicieran lo mismo.  Entonces La Coordinadora de Grullón se encargaba de paralizar al resto del Cibao.

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Morales Carrión había mantenido contactos periódicos con figuras dominicanas del exilio y de las nuevas fuerzas surgidas en el país, que comenzaban a visitar Washington.  Estos contactos eran fundamentales para sus funciones como secretario auxiliar para Asuntos Latinoamericanos, que le había confiado Kennedy tan pronto como asumiera la Presidencia en enero de ese año.  En los meses siguientes, su visión del problema dominicano estuvo matizada por su propósito de aplicar la fórmula que había permitido a los venezolanos construir una democracia estable.

“Durante ese período de los meses que yo tuve que ver directamente con Santo Domingo (todavía la capital dominicana llevaba el nombre de Ciudad Trujillo), la idea era lograr la convergencia de las fuerzas democráticas, convencer específicamente a Balaguer de la conveniencia de que se mudara, de que se moviera al país, de que se mudara la situación de tal forma que pudiera evolucionar hacia un régimen democrático”, diría Morales Carrión al autor.  Esa fue la política que los líderes puertorriqueños, que gozaban de mucha influencia en la administración Kennedy, recomendaron al presidente.

No se trataba de una acción aislada con referencia exclusivamente para la República Dominicana.  El nombramiento de Morales Carrión en tan importante posición en el Departamento de Estado, el respaldo creciente de la Casa Blanca a las iniciativas de Muñoz Marín y la designación de otro funcionario puertorriqueño Teodoro Moscoso, al frente de la Alianza para el Progreso, encajaban dentro de los deseos de Kennedy de aplicar una política global que abarcara a toda Latinoamérica.  Esta política tenía el objetivo fundamental de promoverle desarrollo social con democracia.

“Dentro de este gran esquema continental era importante que en el Caribe los países que estaban bajo dictaduras se movieran hacia regímenes democráticos y la República Dominicana llegó a ser para Kennedy una especie de símbolo de lo que se podía hacer”, dijo Morales Carrión. Más que eso era una oportunidad “histórica”, agregó, que se le presentaba a la Casa Blanca para demostrar que de un régimen autoritario tipo Trujillo podía pasarse a un régimen democrático”, y eso para Kennedy era muy importante, empeñado, según él, “en distanciarse de la política anterior norteamericana de amistad con Trujillo”.  Kennedy quería un cambio en la actitud de Estados Unidos hacia la América Latina “no sólo en este aspecto sino en el aspecto socio-económico”.

El problema radicaba en la disparidad de pareceres existentes con respecto a los propósitos norteamericanos.  Al sur del Río Grande había crecido el escepticismo en relación a esos objetivos.  El hecho era que la mayoría de las dictaduras latinoamericanas se habían sustentado en un fuerte respaldo norteamericano.  En la misma República Dominicana los nexos de Trujillo con los Estados Unidos se remontaban a sus años de oficial de la Guardia Nacional, que habían creado los infantes de marina durante la ocupación de ocho años iniciada en 1916.  La izquierda dominicana pregonaba su animadversión hacia la política estadounidense afirmando que Trujillo había sido la herencia, el legado natural y calculado de esa ocupación militar.

La falta de credibilidad que la política norteamericana inspiraba al sur de sus fronteras, había persuadido a Kennedy de la necesidad de diseñar una nueva estrategia hacia el Continente.  Nada podía parecer mejor intencionado que involucrar en ella figuras capaces de entender más ampliamente la idiosincrasia latinoamericana.  Hombres como Morales Carrión podían hablarles a los líderes latinoamericanos en su propio idioma.  Sus inquietudes no les parecerían extrañas.

Con todo, el secretario auxiliar para Asuntos Latinoamericanos no tenía ante sí una tarea fácil.  El ascenso de Fidel Castro había promovido un sentimiento muy extendido de animosidad hacia los Estados Unidos de un extremo a otro del Continente.  Incluso en la República Dominicana donde las corrientes conservadoras primaban todavía, esos sentimientos parecían encontrar cada día mayores acogidas.

Esta nueva realidad latinoamericana era la que sustentaba los novedosos principios sobre los que se erigía la Alianza para el Progreso.  Gran parte de esos conceptos provenían “de la América Latina”, diría Morales Carrión, aunque en los Estados Unidos no tenían acogida amplia todavía.  Eran conceptos tan revolucionarios para la época como la reforma agraria, la planificación y la reforma tributaria.  “Todos esos eran principios que Kennedy acogió, hizo suyos.  De ahí la inspiración de la Alianza, que no era un programa económico-social solamente sino un programa para fortalecer la democracia”.  A su juicio era una especie de Plan Marshall en una menor dimensión, pero inspirado en los mismos propósitos.

Es difícil entender la política dominicana y la naturaleza de las fuerzas externas que influyeron en los acontecimientos posteriores al  asesinato de Trujillo, fuera del marco de esas corrientes predominantes en los inicios de la Presidencia de Kennedy.  Este se hallaba personalmente muy comprometido con una solución del caso dominicano.  No se trataba de un propósito personal obsesivo.  Por el contrario, su racionalidad estribaba en que el fracaso de su política en la República Dominicana, podía comprometer todo el éxito de la política continental norteamericana.

En la República Dominicana, el cambio tenía que introducirse de forma  pacífica y ordenada.  Pero debía ser una transformación creíble para todo el mundo.  Había corrientes de opiniones muy diversas, respecto a cuál debía ser esa política y cómo debía ser su aplicación.  Estaban los que creían, según Morales Carrión, que el país no estaba del todo preparado para ningún tipo de evolución democrática y que, por ende, “tenía que haber un régimen fuerte por un tiempo”.

Entre éstos se contaban, naturalmente, los que en Estados Unidos creían que la permanencia de Ramfis y Balaguer seguía siendo vital para la seguridad hemisférica y la estabilidad de un área como la del Caribe, estremecida por las revoluciones y las asonadas militares.  Cuba parecía ser un problema demasiado grande y peligroso como para arriesgar una transición que no garantizara efectivamente un cambio hacia formas democráticas.  El miedo al comunismo era también muy fuerte en la República Dominicana.  Aún grupos que aspiraban a ver a Ramfis y a Balaguer fuera del poder vacilaban ante el temor de que un vacío repentino de autoridad condujera a una guerra civil o a un triunfo de los elementos más extremistas que comenzaban a ocupar posiciones en el panorama político nacional, después de tres décadas de silencio.

La transición tenía pues que ser muy lenta, porque no había la posibilidad de una salida democrática inmediata.  Durante todo el mes de agosto la cuestión es objeto de agrias discusiones en la Casa Blanca, sin avances concretos sensibles.

Una de las recomendaciones formuladas a Kennedy por Morales Carrión consistía en un cambio de actitud radical, que permitiera a la Casa Blanca asumir un rol más determinante y amplio en los asuntos latinoamericanos.  Hasta entonces, el trato norteamericano se limitaba a los gobiernos.  Ahora se le sugería “oír todas las posiciones”.  Según Morales Carrión “había cierta tendencia a tratar sólo con los gobiernos, pero con los elementos de oposición los Estados Unidos estiraban la mano y los mantenían a distancia”.  Esta fórmula vendría a erradicar muchos prejuicios y a promover relaciones más amplias y francas, por lo menos en la República Dominicana.

En las semanas siguientes a la muerte de Trujillo, fiel a tal predicamento, con el consentimiento de Kennedy, el secretario auxiliar para Latinoamérica del Departamento de Estado entabló contacto con líderes dominicanos de las posiciones más diversas.  Juan Isidro Jiménez Grullón, el veterano intelectual y líder del exilio, el general Ramírez Alcántara, líder del pequeño Partido Nacionalista Revolucionario Dominicano (PNRD), dirigentes de la UCN y representantes del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), de Juan Bosch, visitaron el Departamento de Estado.  No solamente los recibía en su oficina, sino también en su casa en Washington. Esta serie de contactos dieron a la Casa Blanca una panorámica más exacta de la dinámica de la política dominicana.  Washington alentaba estos contactos y exhortaba, por diversos conductos, a los líderes de la oposición a viajar a la capital norteamericana.

El propósito principal era explicarles el interés creciente de los Estados Unidos en el curso de los acontecimientos del país y las ventajas que ellos veían para todas las partes de un proceso hacia la convergencia democrática.  La comunicación con algunos partidos –el Catorce de Junio y la UCN- se hizo bastante difícil.  No ocurrió lo mismo con el PRD.  Los dos primeros rechazaban la posibilidad de una democratización, permitiendo a Ramfis mantener el control de las Fuerzas Armadas, y no tenían confianza en Balaguer como para confiarle la conducción de ese proceso.

Con el PRD las cosas resultaban menos complicadas.  Bosch había entablado una estrecha amistad con Muñoz Marín en sus años de exilio en Puerto Rico y de esos vínculos surgieron afinidades políticas muy profundas.  Bosch y Morales Carrión se conocían personalmente desde aquellos años.  Él había contribuido a la publicación de una obra del primero sobre Eugenio María de Hostos, el educador puertorriqueño que tan profundas huellas había dejado en la República Dominicana.  Morales Carrión tenía un alto concepto de Bosch como intelectual y escritor y eso, y la amistad que los unía, facilitaba el contacto con su partido.  Pero eso no tardaría en cambiar.

Bosch parecía el líder con más condiciones y experiencia política para guiar al país por un nuevo rumbo democrático.  Pero en agosto y en los meses siguientes, su fuerza e influencia crecientes, no parecían constituir todavía una amenaza para la UCN.  Sin objetivos aparentes más allá de su propósito de destruir el aparato militar y burocrático de la dictadura, la UCN constituía sin duda la fuerza política determinante.  Recién constituida por elementos que habían sufrido prisiones y vejámenes de la Era, había abierto sus filas a figuras que en cierto momento habían desempeñado funciones en el régimen.  Su militancia se nutría de todas las tendencias del espectro político naciente.  Carecía de una ideología definida, pero era obvio que los elementos conservadores –provenientes muchos de ellos de la clase alta- ejercían el predominio.

Con todo y que estos contactos no habían logrado delinear una política definida hacia la República Dominicana, Morales Carrión había dado pasos importantes en la dirección indicada.  Aun cuando la Administración vacilaba con respecto a la manera de cómo llevar a cabo sus objetivos hacia la República Dominicana, estos parecían ir cobrando forma.  La necesidad de una transición ganaba terreno y la percepción más diáfana que estos contactos directos con el liderazgo dominicano ofrecían, alentaban al ala liberal del Departamento de Estado y contribuían a alimentar cierto optimismo en Washington.  A pesar de las apariencias, Kennedy tenía razones para creer que uno de los problemas más delicados de sus relaciones con América Latina estaba en buen sendero.

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Por tan variadas razones, para la Casa Blanca agosto vino a ser el más difícil de los períodos de las relaciones con la República Dominicana en los meses posteriores al asesinato del Generalísimo.  A los avances alcanzados mediante los contactos personales con los líderes políticos, se opusieron dificultades de otra índole.  Los dominicanos parecían cada vez más próximos a una confrontación que echaría a rodar todos los apuros de Kennedy y sus asesores.

Los pequeños pero significativos avances democráticos lucían a punto de naufragar debido a la intensidad de las divisiones y las pugnas internas.  La posibilidad de un acuerdo de la oposición con Balaguer más que remota parecía imposible.  Y las desavenencias entre los diferentes grupos políticos formados al calor de las garantías ofrecidas por el Presidente crecían a medida que aumentaba la temperatura de un verano en extremo caliente “El gobierno norteamericano” escribiría Gleijeses, “encontraba cada vez más difícil navegar con seguridad en las tormentosas aguas de la política dominicana”.

Kennedy estaba obsesionado por el fantasma de un golpe de estado por parte del ejército trujillista, que condujera inexorablemente a un régimen tipo Castro.  En una reunión con sus principales asesores, el 28 de agosto tal y como cita Arthur Schlesinger en su libro A Thousand Days, el presidente analizó profundamente esta posibilidad.  The New York Times comentaría detalles de esa reunión, dos semanas más tarde, en los términos siguientes:  “Funcionarios de Estados Unidos creen que el régimen del presidente Joaquín Balaguer se encuentra en creciente peligro ante poderosos grupos militares que se oponen a su política de restauración de las libertades políticas y preparación de las elecciones generales para el próximo mes de mayo”.

La oposición había exigido a Balaguer el retiro y envío al exilio de un número considerable de oficiales militares estrechamente vinculados a los horrores de la dictadura.  Balaguer carecía de medios para atender este reclamo.  Intentarlo siguiera hubiera representado un desafío estéril a la autoridad de Ramfis Trujillo que él, además, no estaba en condiciones de presentar, sin riesgo de su propia seguridad.  La exigencia se convertiría en una demanda recurrente.  Entre comienzos de septiembre y principios de octubre daría el tono al discurso opositor.

Luchando contra tantas fuerzas, Balaguer parecía empecinado en hacer su propio juego.  Consciente de que una ruptura brusca dejaría al país a merced del caos, estaba decidido a preservar sino el poder, una cuota importante del mismo.  Presidente títere, sin autoridad real alguna, por conveniencia política de Trujillo, veía no muy lejana la posibilidad de ejercerla libre de presiones extrañas.  Su figura endeble y de apariencia sumisa, ocultaba una recia personalidad y carácter.  Una anécdota popularizada en esos días, para acentuar el alcance de su compromiso con la Era, ilustraba esa faceta oculta de la personalidad de este hombre taciturno.  La historia hablaba de una ocasión, años atrás, en que al comentar los ascensos de Balaguer en la jerarquía burocrática y sus pocos tropiezos frente al tirano, un testaferro concluía: “No me pregunten si Balaguer es trujillista.  Pregúntenme si Trujillo es balaguerista”.  La historia era naturalmente apócrifa pero resaltaba la habilidad con que este hombre había capeado las peores tempestades.  Las multitudes en las calles y la plaza pública coreaban el estribillo: “Balaguer, Balaguer, muñequito de papel”, pero quienes le conocían sabían que en el fondo no lo era.

Cediendo a presiones de la UCN, el presidente anunció el 11 de octubre que la exigencia de que se enviara al exilio a los principales mandos militares –entre los que se incluían a los hermanos del dictador, Héctor y José Arismendy (Negro y Petán) se hallaba bajo estudio.  Ello era un requerimiento básico para aceptar la propuesta de Balaguer de formar un gobierno de coalición.  El presidente hacía una excepción con Ramfis diciendo que la permanencia de éste al frente de las Fuerzas Armadas era “indispensable” para la unidad de estas.  “Sin él”, decía, “la anarquía cundiría en el ejército y el Gobierno no puede funcionar sin apoyo del ejército”.

Ramfis reaccionó de inmediato rechazando toda posibilidad de un desmembramiento del mando militar.  En tono que parecía una advertencia a la oposición, el hijo del dictador señalaba que el exilio de oficiales activos sería “contrario a la posición de las Fuerzas Armadas e inaceptable para sí mismas”.  La enfática declaración formulaba en conferencia de prensa en la base área de San Isidro despejaba cualquier duda con respecto a la sinceridad de sus intenciones democráticas.

El efecto en altas esferas oficiales norteamericanas, como en la oposición dominicana, fue decepcionante.  Al país aguardaban días todavía más difíciles y los indicios de apertura política podrían desvanecerse pronto.

 

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