Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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Capítulo XII
Mayo, 1983.
La situación en centroamérica incrementa las diferencias Gobierno-PRD.
El fantasma de la devaluación oscurece el panorama
Como en tantos otros asuntos, había una notable diferencia de criterios entre el Gobierno y el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) con respecto a la forma en que debían conducirse las relaciones internacionales. Mientras la administración auspiciaba una postura moderada y cautelosa frente a la crisis centroamericana, el partido respaldaba abiertamente al régimen militar sandinista y a las guerrillas de El Salvador.
Esta dicotomía se dio también con idéntico ímpetu frente a la posición que debería adoptar el país ante el movimiento de na- ciones No-Alineadas. El oficialismo, como quedara patente tras la participación del Gobierno en la conferencia cumbre de la entidad celebrada en Nueva Delhi, favorecía alguna suerte de acercamiento que no afectara sus relaciones con los Estados Unidos. No era este el caso del partido, por lo menos en cuanto respecta a la Secretaría General, partidaria de compromisos estrechos que culminaran con su total integración al movimiento. Pero aún dentro del partido se daban enormes contradicciones. Una corriente, quizá la más prag- mática, encabezada por el presidente de la organización, licenciado Jacobo Majluta, no estimaba prudente acuerdos que pudieran com- prometer la independencia de la política internacional dominicana en este campo.
En líneas generales, Majluta expuso su oposición en una en- trevista con el semanario Tiempo de Madrid. Sin ser muy original, esta corriente poseía sus méritos y parecía ser la más objetivamente fundamentada dentro de la diversidad de actitudes surgida de la ambivalencia ideológica que caracterizaba el comportamiento del partido oficial en este como en otros aspectos de la vida dominica- na.
La actitud del Gobierno al enviar una delegación a Nueva Delhi se explicó en su deseo de halagar al partido y a la vez ensanchar sus perspectivas de apoyo internacional. Pero obviamente le resultaba en extremo complicado mantener una postura dual. De hecho, el no-alineamiento existía solo frente a Estados Unidos y un acercamiento mayor podía arrastrar al Gobierno a posturas internacionales contrarias a su manifiesta decisión de preservar los vínculos con Washington.
La idea de un acercamiento total, acariciada por el secretario general José Francisco Peña Gómez, encajaba dentro de una direc- triz más general que se explica en los compromisos internacionales contraídos por el PRD con la Internacional Socialista. Esta actitud no se compadecía con la conducta oficial ni parecía muy realista. En cambio, la posición asumida por el licenciado Majluta se acomo- daba más a las exigencias y realidades del momento. El país cifraba esperanzas en un fortalecimiento de sus nexos con Estados Unidos y apoyaba la aprobación por parte del Congreso norteamericano de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe del presidente Ronald Rea- gan. Una eventual integración al Movimiento No-Alineado, total o parcial, seguramente afectaría esos propósitos.
En sus declaraciones al semanario madrileño, Majluta expuso los inconvenientes de un acuerdo con el movimiento de países tercermundistas. “El problema de los no-alineados, es hasta qué punto es verdad lo de los no alineados. En el mundo de hoy hay una serie de autoengaños, de mentiras y verdades disfrazadas. Lastimosamen- te no hay una unidad del Tercer Mundo. No hay movimiento de no-alineados real”.
Los no-alineados, en efecto, se convirtieron en un elemento de presión contra las políticas de Estados Unidos y otras naciones de Occidente y casi exclusivamente en un vehículo de los intereses del bloque soviético. Por eso, la posición del licenciado Majluta parecía la más ajustada a la realidad nacional, dentro de la diversidad de actitudes que el no-alineamiento promovía en las filas del PRD.
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La Semana Santa no fue esta vez, en abril de 1983, lo que había sido siempre. Una medida que prohibió a los bañistas usar los diminutos trajes de baño conocidos con el nombre de “tanga” durante el largo feriado de Semana Santa, estuvo inspirada en una falsa concepción de la moralidad. Las autoridades no alcanzaron a explicar bien a fondo en qué forma esa clase de atuendo, tan de moda en otros países, podía dañar la moral de la sociedad o herir el sentimiento público, simplemente porque no había manera de hacerlo.
En todos los sentidos, la disposición, emanada de una depen- dencia gubernamental, constituyó un exceso de autoridad. Ninguna autoridad pública tenía facultad constitucional para decidir qué debían o no usar las personas cuando acudían a las playas. La decisión debe ser del más estricto y libérrimo ámbito particular de los ciudadanos. Lo chocante era que habiendo tantos problemas de fondo en el país, se perdiera tiempo en ese tipo de trivialidad.
Cuando una sociedad no ha alcanzado todavía el grado de de- sarrollo democrático que libera sus instituciones de las consecuencias de la arbitrariedad y el abuso de poder, hay que cuidarse contra esta clase de disposiciones inocentes en apariencia. Por eso, dentro de su banalidad, la prohibición resultó mortificante. Muchas veces los grandes cercos se inician levantando pequeñas paredes. Si en nombre de una moral a todas luces falsa se imponen reglas a la moda de los individuos, no estará lejos el día en que también pueda decidirse por ellos cuándo pueden ir a las playas y a cuál de ellas en particular. No se trata de una exageración, sino de una advertencia sobre una posibilidad que ya han visto otros países con otros asun- tos de mayor relevancia.
Ni siquiera el propósito justificaba una acción de este tipo. Por ejemplo, cuando en algunas naciones surgieron los llamados Escuadrones de la Muerte, la férrea oposición que desataron no radicaba tan solo en el hecho de que un grupo de hombres se adueñara del derecho de limpiar a la sociedad de elementos indeseables como en efecto sucedía en algunos de esos casos. Los Escuadrones de la Muerte no podían tolerarse porque, además, sentaban un funesto precedente. La eliminación de “antisociales” era, al fin de cuentas, solo un pretexto para subvertir la sociedad y pasar por alto a sus leyes y principios. Si se toleraba la posibilidad de que un grupo de “moralistas” adquiriera el derecho de disponer de la vida de indi- viduos indeseables, terminaría algún día incluyendo a otros en la lista. O lo que es peor, matando por cualquier pretexto, como por cruzar en rojo la señal de tránsito.
De ahí el peligro de las prohibiciones y los abusos de poder, aún en los casos más ínfimos e inocentes. En situaciones como esta, más que la disposición en sí, muchas veces lo que cuenta es el precedente.
El concepto de la moral es muy relativo y circunstancial, para que pueda actuarse en esta área sobre la base de ideas tan rígidas. Pero sobre todo ningún funcionario público está en capacidad para decidir por sí mismo lo que viola o respeta ese precepto. A lo sumo, las cosas proceden, o no proceden; están mal o bien hechas.
Pero quién puede decirnos con absoluta autoridad que esto es lo moral; especialmente si se trata de una sociedad no totalmente exenta de culpa por haber faltado a ella. El uso de “tangas” en las playas o balnearios públicos, no debió haber sido prohibido por alegada “falta a la moral” ni a las buenas costumbres porque, entre muchas otras cosas, nos hacía parecer demasiados anticuados. No hay reglas justas que permitan establecer que el simple uso de ese atuendo de baño vulnere principios de aceptación general por parte del conglomerado social dominicano.
Toda lo que en definitiva puede en su contra pretenderse es que “estimula el morbo”, pero eso ya sería enjuiciar de antemano. Y hasta donde se sepa ninguna ley condenaba las intenciones. Por lo demás, cuando un funcionario pierde el sueño porque las mujeres puedan concurrir a los balnearios en trajes de baño provocativos, la primera impresión es que el cargo no les llena el tiempo. Y todo el mundo sabe que el ocio es la madre de muchas travesuras, algunas de ellas infernales, aunque, naturalmente, no pretendo incluir la de las “tangas” entre estas últimas.
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A comienzos de abril, el Gobierno bajó los precios de los combustibles. La baja de la gasolina dispuesta no guardó relación con la caída de las cotizaciones del petróleo. Como tampoco lo tuvo el alza que llevó el galón de RD$1.85 a RD$2.57, a raíz del últi- mo aumento del producto. Los consumidores seguían así a merced del juego político. Para justificar la poca significativa reducción del precio del carburante, las autoridades adujeron lo siguiente: la baja aplicada por Venezuela y México al tipo de crudo que suplen a la República Dominicana es inferior al acordado por la OPEP y otros países productores que no pertenecen al cartel.
Si bien la baja mundial fue de cinco dólares por barril, los dos suplidores dominicanos solo aplicaron un porcentaje de ese nivel a sus tarifas al país, es decir un promedio de US$2.80 por cada uno de los 28,000 barriles diarios que enviaban a la Refinería Domini- cana de Petróleo. Según esta explicación el tipo de crudo que el país importaba era tan especial que costaba más que cualquiera de los otros tipos de petróleo de exportación de ambos países.
Pero lo que hacía demasiado conservador el precio del galón de gasolina impuesto por el Gobierno, era el no reconocimiento de otras reducciones anteriores del precio del petróleo. Cuando la administración del presidente Antonio Guzmán, en una medida impopular y desproporcionada, aprovechó el aumento del crudo a 38 dólares el barril para llevar el precio de la gasolina de menos de dos pesos a RD$2.57 el galón, se alegó que se hacía con el objeto primordial de reducir el consumo. Después el barril descendió a 34 dólares y la gasolina siguió igual.
Con los años, y a despecho del alegato de que la gasolina cara evita el despilfarro y reduce el consumo, ello representó enormes ingresos para el Estado a costa de los usuarios, que sufrieron los efectos directos e indirectos del alza.
Los argumentos oficiales no parecían tener mucho peso porque aun cuando fuera cierto que el consumo de gasolina descendiera con el aumento del precio, no podía demostrarse que se hubiera reflejado en el nivel de las importaciones de petróleo que es lo que a fin de cuentas tendría importancia para el Estado, en términos de ahorros de divisas. La Refinería de Petróleo continuó comprando la misma cantidad de barriles que adquiría antes del aumento último del carburante.
Contrario a cuanto decían las autoridades económicas, una rebaja de la gasolina más a tono con la nueva situación del mercado petrolero, tendría un efecto atenuante sobre los crecientes niveles locales de inflación. Así como el precio del galón se reflejó en el costo de la mayor parte de los bienes de consumo y los servicios, de idéntica manera alentaría una rebaja mayor un proceso a la inversa.
No había razones atendibles, a excepción de aquellas que resultar en convenientes a los intereses del Gobierno, para resistirse a los reclamos de un precio más realista y justo para un producto vital por el que los dominicanos pagaban demasiado en los últimos años. Tampoco tendría el Gobierno muchos argumentos para justificar su renuencia a realizar un reajuste general de otros derivados del crudo, así como de las onerosamente altas tarifas de energía eléctrica. Si sobre los consumidores se tendió el peso de las repetidas alzas del petróleo, era justo aspirar que se le brindara algún respiro ahora que el mercado presentaba un panorama menos desolador.
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Los resultados de la pírrica rebaja de los combustibles no tar- daron en verse. Sindicatos de choferes anunciaron el 7 de abril su decisión de convocar a un paro general del transporte público. El llamamiento parecía irreflexivo. Una huelga del transporte tendría consecuencias económicas, políticas y sociales difíciles de predecir. A pesar de la gravedad de los problemas económicos, la existen- cia de un clima de tranquilidad pública constituía una luz en un panorama sombrío. Un paro del transporte dificultaría las labores burocráticas del Gobierno y necesariamente afectaría el desenvolvi- miento de la actividad empresarial y comercial privada. El balance de este acto de fuerza y desafío podría tener el efecto de una pedra- da en un espejo.
Pudiera ser que las autoridades no tomaran en cuenta una am- plia gama de factores al fijar en tan sólo 27 centavos la rebaja en el precio del carburante. También era posible que la nueva escala no consideraba otras reducciones anteriores del precio del petróleo ni tampoco el impacto refrescante que una reducción mayor tendría sobre todo el cuadro de la economía nacional y los niveles crecien- tes del costo de la vida.
La medida gubernamental obviamente estaba concebida sobre consideraciones de carácter fiscal, que ignoraban planteamientos lógicos formulados por sectores directa e indirectamente afecta- dos por el decreto. Empero una huelga sin una previa negociación constituiría un desafío abierto a la autoridad.
Los sindicatos se negaron ir a la mesa de negociaciones sin analizar las consecuencias de una confrontación con derivaciones a muy largo plazo. Había indudablemente muchos grupos intere- sados en la huelga. Pero con todas las calamidades en materia de orden e imagen pública que tendría, no sería el Gobierno el más perjudicado por ella.
La administración había dado indicaciones de cierta inclina- ción a reacciones inesperadas. En respuesta a un inocuo comunicado denunciando irregularidades en el programa de repoblación porcina, que hubiese sido fácil desmentir, el Gobierno actuó des- pojando a los porcicultores de beneficio de la incorporación que le había acordado su antecesor. A una queja llena de buenas inten- ciones del presidente de la Cámara Americana de Comercio sobre la falta de reglas claras y precisas frente a las inversiones foráneas, reaccionó cancelándolo de una comisión oficial encargada de atraer precisamente nuevos capitales extranjeros.
Si las autoridades fueron capaces de correr el riesgo de impo- pularidad que ambas medidas crearon, no obstante su absoluta carencia de impacto sobre la marcha de la administración, porque evidentemente ninguna de ellas era capaz de afectar en forma alguna al Gobierno, ¿qué puede esperarse en la eventualidad de una huelga que pudiera amenazar el orden y la estabilidad públicas? Además, ¿qué beneficios podían esperar los choferes de un paro bajo esas circunstancias? Era improbable que el Gobierno cediera a sus re- clamos bajo un estado de presión como el que crearía una paraliza- ción de las labores del transporte público. Por el contrario, algunas acciones de mano dura, encontrarían pretexto en ese ambiente. De manera que una huelga del transporte era en esos momentos una soberana tontería.
El Gobierno en cambio podría muy bien analizar el alcance del decreto y disponer una rebaja más significativa en el precio de la gasolina. De esta forma la nueva situación del mercado del petróleo se reflejaría positivamente en las tasas de inflación que al ser tan altas, constituían uno de los elementos más determinantes de la ola de descontento popular que sufría la administración, apenas en su octavo mes de mandato.
Las posiciones rígidas no contribuían a encontrar medios de avenencia en esta disputa. Lo más pernicioso era que a la intransi- gencia de los choferes se uniera la del Gobierno.
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El Gobierno de Concentración Nacional del presidente Salvador Jorge Blanco cumplió en abril, sus primeros ocho meses, pero la ocasión no era propicia para celebraciones. El número de proble- mas económicos acumulados en ese breve período era tan grande como los conflictos de orden social que envolvían al país.
Si los acontecimientos en este lapso daban la tónica de lo que sería el resto del mandato constitucional, y muchos indicios lo su- gerían, la administración enfrentaría severos dolores de cabeza y con ella la nación. Algunos observadores atribuían el malestar a la propia actitud del Gobierno. Pero obviamente ella no podía ser culpada de todo. A ciencia cierta, sin embargo, el período lucía más compli- cado que el anterior, no obstante las graves calamidades que carac- terizaron las postrimerías del régimen del presidente Antonio Guz- mán que le llevaron incluso a la terrible determinación del suicidio.
Uno de los problemas que decidió encarar el Gobierno en esta primera fase de su mandato de cuatro años era el de las relaciones con su propia organización, el Partido Revolucionario Dominica- no. Ello no era nuevo. En efecto, en su oportunidad Guzmán debió pasar por la misma prueba de fuego.
La llamada “lucha de tendencias” restaba toda posibilidad de cohesión partido-Gobierno al PRD desde que asumió el poder el 16 de agosto de 1978. Esas pugnas existían desde mucho antes, pero las oportunidades del poder político la precipitaron con la fuerza de un río desbordado. Ahora el partido no parecía capaz de desenredar la madeja y se veía atrapado en ella.
Toda la oposición que Guzmán encontró en los primeros dos años y medio provino prácticamente de su gente, en especial de los grupos que habían logrado posiciones en el Congreso. Esta historia se repetía, si bien con menos virulencia.
Las autoridades se quejaron de la terquedad de las facciones del partido oficial por negarse a aceptar las directrices del Palacio, pero esto era solo una repetición de un drama que estaba en escena durante cinco años ininterrumpidos. Ninguna de las partes hacía nada por sepultar sus diferencias. Por el contrario, se afanaban en incrementarla.
Algunas autoridades gubernamentales eran muy dadas a exhibiciones de prepotencia, las cuales granjeaban grandes antipatías. Agregado a los resultados insatisfactorios de las políticas económicas, esas actitudes terminaron por hacerlas impopulares. Y dada la naturaleza populista de la social democracia gobernante eso era lo peor que podría haberles pasado.
Pero todo lo ocurrido hasta entonces pudiera ser sólo una muestra pequeña de lo que aguardaba a la nación. Con la prima del dólar en ascenso constante -alcanzando ya niveles sin precedentes-, era sumamente difícil esperar resultados halagüeños en materia de reducciones en las altas tasas de inflación, que creaban mucho des- contento entre los núcleos de ingresos medios.
La “lucha de tendencias” en plena actividad no le permitía al Gobierno esperar demasiada consideración de parte del partido. Aun cuando algunas facciones se empeñaran en brindarle ese apoyo tan necesario, había siempre una gran corriente de oposición desde allí. De manera que era poco lo que podían esperar las autoridades en los próximos meses de un partido enfrascado ya en la pugna por la sucesión y de un país enfrentado a serios problemas económicos y sociales.
Si el PRD pretendía mantenerse en el Palacio más allá del 16 de agosto de 1986, tendría que hacer que muchas cosas cambiaran. La cuestión era que algunas de las soluciones más importantes escapaban a su voluntad. Y no estaba claro el que ellos tuvieran cons- cientes de que así fuera.
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A mediados de abril una denuncia contra el Instituto Agrario, del periódico Despertar, del Partido Comunista de la República Do- minicana (PACOREDO), provocó que las autoridades allanaran el local del semanario y detuviera a dos dirigentes de la organización.
Como sucedió con el caso de los porcicultores, la opinión pública se enteró virtualmente de la denuncia por la reacción gu- bernamental. Y como era natural tanto en aquella como en esta oportunidad se brindó excelente motivo de especulación a quienes usualmente no requieren de ninguno para poner a volar bien alto la imaginación. La experiencia nacional debería ser aleccionadora en ese campo. Pero todo hacía indicar que no lo era. Contrario a lo que hubiera ocurrido, la gente estaba ahora más inclinada a pensar detenidamente en el contenido de la denuncia del semanario co- munista.
La hipersensibilidad que algunos comentaristas de periódicos y televisión atribuyeron a ciertas esferas de la administración, parecía perjudicarle. A ciencia cierta era difícil imaginar en qué forma esta reacción desproporcionada contra un semanario de escasa circula- ción y vocero, además, de un partido comunista, podía beneficiar al Gobierno.
Más efectivo hubiese sido un desmentido oficial, como el que luego publicó el Instituto Agrario pero al que de antemano las autoridades restaron efectividad ante la opinión de mucha gente. Lo primero es que muy pocos periódicos se hubieran sentido entusias- mados a tocar la cuestión en situaciones normales. Pero ahora que la Fiscalía intervino el semanario y que dos personas fueron arresta- das todo el foco de atención se centró sobre el caso.
Uno podría sentirse inclinado a pensar que existía algún interés especial en que esto último ocurriera, porque de otra manera no había lógica que lo soportara. Con los porcicultores, las autorida- des hicieron de un breve comunicado que casi nadie había leído un escándalo nacional con repercusiones internacionales, porque se pudo leer una amplia crónica del caso en periódicos extranjeros.
Inevitablemente ahora sucedería lo mismo. Y no es que los fun- cionarios no deban defenderse de la difamación y proteger su moral pública. Pero el uso excesivo de la fuerza, algunos diarios la llama- ron “exceso de celo”, podría hacerse recurrente y arrastrar al país a un estado de arbitrariedad peligroso al ejercicio del derecho.
El fin de semana siguiente gente que de ordinario no lo hacía, estuvo buscando afanosamente un ejemplar del semanario Desper- tar que provocó todo el revuelo periodístico. De la noche a la maña- na las autoridades dieron una importancia excepcional a ese vocero izquierdista de muy escasa circulación.
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Las declaraciones ofrecidas por el Fiscal del Distrito, Rafael Valera Benítez, a un vespertino, y reproducidas por otros diarios nacionales, resultaron sorprendentes viniendo de un funcionario de su investidura. En vista de la severidad de los términos por él em- pleados para enjuiciar a la prensa, y las circunstancias bajo las cuales fueron pronunciadas -el allanamiento de un semanario comunista y el encarcelamiento de dos personas ligadas a ese órgano-, debió ha- ber hecho las excepciones necesarias y señalamientos más concretos.
Por ejemplo, lo justo hubiese sido que identificara a aquellos “individuos” que en el país están ejerciendo el periodismo “como un mono con un revólver en la mano”. Y quienes, a su vez, son esos que llaman “malas reses” del periodismo. A fin de cuentas el problema no era la opinión que el Fiscal haya podido formarse de la prensa nacional, porque en definitiva no es él, a pesar de su alta posición en la Judicatura, el más llamado a hacerlo. Lo preocupante era el tono inusual de advertencia que fue fácil advertir en sus pro- nunciamientos desprovistos de tacto.
Si el Fiscal se sentía inclinado a actuar con la franqueza con que hablaba, entonces no solo “las malas reses” del periodismo tendrán razones para preocuparse. El repentino allanamiento de las instala- ciones del semanario del Partido Comunista de la República Do- minicana (PACOREDO) y el arresto y posterior envió a la peniten- ciaría nacional de La Victoria de dos dirigentes de la organización, pudieran ser apenas pequeñas advertencias. El mismo lo dijo así y no existían razones para pensar que no lo hacía en serio.
Si las autoridades judiciales estimaban que la prensa domini- cana incurría en excesos intolerables, no solo puede sino que es su deber actuar para remediar esa situación irregular. Esa sería una contribución incalculable al mejoramiento de la prensa en el país. Pero las autoridades más que nadie debían proceder de acuerdo con los dictados de la ley para enfrentar esa y cualquier otra situación violatoria.
Proviniendo de ella, los excesos constituían abusos de poder que terminan siempre erosionando el clima de respeto a la ley que es la base de un régimen de derecho. A veces existía la impresión de que algunas esferas oficiales se dejaban conducir por los arrebatos, tanto físicos como verbales. No se refería en este caso particular a la Fiscalía del Distrito. Pero se tenían muchos ejemplos de ellos como para que eso no fuera motivo real de preocupación.
No faltó quien atribuyera, por ejemplo, propósitos conspirativos a la huelga de 24 horas recientemente cumplida por un grupo de sindicatos de choferes. Por fortuna, el Presidente de la República salió a dar un paseo ese día y a hablarle a los choferes en sus propios locales, en un gesto nada común al estilo tradicional, con lo cual las posibilidades de exceso de una y otra parte quedaron virtualmente eliminadas.
Lo que quizá no entendía el Fiscal, y no estaba naturalmente obligado a saberlo, era que a pesar de los excesos “y las malas reses” que abundaban en ella, el problema principal con la prensa domini- cana era la facilidad con que ha renunciado, en infinidad de oportu- nidades, algunas muy recientes, a su rol esencialmente crítico.
De manera que a despecho de todos sus esporádicos excesos, la prensa nacional tendía a ser generalmente si no complaciente, por lo menos indulgente. Tal vez, las circunstancias no le permitan otra cosa. El mismo hecho de que se pudiera juzgar a priori la difama- ción y cerrar a causa de ello a un semanario su ideología no contaba en este caso y encarcelar por más de las 48 horas permitidas a dos de sus directivos sugería que las instituciones dominicanas no eran todavía lo suficientemente sólidas como para consentir a la prensa un papel más crítico del que había desempeñado.
Al no hacer excepciones en sus juicios, el Fiscal juzgaba a la prensa nacional por un reportaje del vocero de un partido comu- nista. Y esto no parecía un enfoque real ni mucho menos justo del periodismo dominicano.
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El Acuerdo de San José entró a finales de abril en una fase crítica. Agonizaba en medio del forzado desinterés de México y Ve- nezuela por su futuro y los desesperados esfuerzos del Gobierno dominicano por rescatarlo de su lecho de muerte.
Los términos del convenio, por virtud del cual los dos suplido- res otorgaban al país condiciones equivalentes a un 30 por ciento de financiamiento del monto total de sus importaciones, expiraban en agosto próximo. Los gobiernos de ambas naciones proclamaron públicamente su intención de renovar sus cláusulas más allá de ese plazo. Como muestra de cooperación subregional, el acuerdo había sido un gran instrumento de la diplomacia “tercermundista” de los dos colosos petroleros latinoamericanos. Pero su reanudación esca- paba a las posibilidades de dos países sumidos inexplicablemente en crisis económicas, en parte por el descenso de los precios del petróleo.
De hecho, el acuerdo estaba condenado. Sus perspectivas eran inciertas aún a corto plazo. Los países beneficiarios del Caribe y Centroamérica perdían el optimismo con respecto a su normal operatividad por lo que restaba del período de vigencia. En lo concer- niente a la República Dominicana, por lo menos uno de los com- promisarios, Venezuela, había dejado de cumplir sus obligaciones. De acuerdo con el gobernador del Banco Central, Bernardo Vega, el Gobierno venezolano no hizo en los plazos previstos los depósitos equivalentes al 30 por ciento del valor de las importaciones domini- canas de crudo desde ese país en el trimestre vencido el 31 de marzo.
Ese depósito debió realizarse el 29 del mes anterior. Según Vega, Venezuela solicitó un plazo hasta el 4 de abril para hacerlo efectivo. Se aducía que la prórroga pondría el reembolso a cuenta del segundo trimestre, a fin, según el gobernador del Banco Central dominicano, de permitir al Fondo de Inversiones de Venezuela una práctica “muy común entre los bancos” de mostrar niveles de reser- vas altas en sus reportes trimestrales.
Estas revelaciones fueron hechas por el funcionario en una re- unión del Consejo de Gobierno, a la que se permitió el acceso de la prensa. Por si la terminología daba margen a malas interpreta- ciones, Vega se permitió ser aún más contundente: “En términos estrictamente técnicos”, dijo, “el Acuerdo de San José ha sido violado por Venezuela, ya que debió haber hecho ese depósito el 30 de marzo y estamos ya a 18 de abril”.
Dichas en esa forma, las quejas dominicanas tuvieron grave repercusión internacional. Por eso, el Presidente de la República, Salvador Jorge Blanco, se apresuró a atenuarlas, atribuyendo la de- mora a “circunstancias extraordinarias “y elogiando ante el gabinete en pleno “la buena voluntad” mexicano-venezolana en mantener el acuerdo inalterable.
Pero lo dicho, dicho estaba y no sería de extrañar que los países suplidores hicieron sentir en alguna forma su protesta por la incom- prensible franqueza con que un alto funcionario dominicano, en- vuelto por demás muy directamente en las negociaciones relativas al acuerdo, pusiera en entredicho las promesas oficiales de uno de ellos de hacer honor, sin demora de ningún tipo, a todas las obli- gaciones contraídas en virtud de ese convenio, suscrito en la capital de Costa Rica.
Era la segunda vez que el Presidente corregía a sus colaboradores más influyentes. La primera de ellas, cuando aclaró declara- ciones del secretario de Estado de la Presidencia, Hatuey Decamps, en el sentido de que el Gobierno sometería al Congreso todos los préstamos concertados por el Gobierno de una parte a este tiempo. Esto se haría, según Decamps, en cumplimiento a una exigencia formulada por los bancos comerciales internacionales con los cua- les el país discutía los términos de una renegociación de su deuda externa.
Resulta evidente que cuando en esa oportunidad el Presidente aclaró que la iniciativa constituía un acto espontáneo del Gobierno, lo hacía en interés de evitar la creencia de que en esa negociación pudiera comprometerse la soberanía económica nacional. En el caso del Acuerdo de San José, la aclaración presidencial se encaminó al no menos loable objetivo de proteger la permanencia del convenio.
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Los esfuerzos de la diplomacia dominicana dirigidos a desem- peñar un rol determinante en las gestiones de paz en Centroamérica, tuvieron tropiezos insalvables. Cuando parecían encaminarse al éxito chocaron con obstáculos difíciles de superar. ¿Qué sucedió en realidad? y ¿qué motivos influyeron para frustrar la celebración en Santo Domingo de una conferencia subregional que analizaría ofertas concretas de paz para la delicada situación centroamericana?
Aún más ¿pueden los resultados tomarse como signos de un fracaso de la gestión?
Una sorprendente declaración del diputado venezolano Rodrí- guez Iturbe, del gobernante partido Demócrata Cristiano (COPEI) y presidente del influyente Consejo Asesor de Relaciones Exteriores de Venezuela, conocido por las siglas CARE, permitió atar hilos sueltos y llegar a una conclusión. Las evidencias sobre la insistencia de México de oponerse a la iniciativa dominicana parecían cada vez más abrumadoras.
A pesar del cerrado hermetismo de la Cancillería, renuente a debatir este asunto, se sabía que la gestión dominicana estaba a punto de cuajar hasta el 22 de marzo, fecha en que Nicaragua pi- dió una reunión urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para considerar sus denuncias de presunta agresión por parte de Estados Unidos y Honduras. Ese fue el día en que la junta sandinista admitió por primera vez la gravedad de la situación creada por la resistencia armada de grupos rebeldes.
El canciller dominicano, doctor José Augusto Vega Imbert, se encontraba en Caracas. Allí, según se pudo oficiosamente esta- blecer, trató de comprometerse en la convocatoria de una reunión urgente de ministros de Relaciones Exteriores de países periféricos que ya habían abordado el tema en una conferencia anterior en la isla Contadora. Aparentemente México se opuso a la inclusión de República Dominicana dentro del grupo y condicionó su partici- pación en otras iniciativas de paz a condición de que se descartara la posibilidad de considerar a Santo Domingo como sede de una reunión y de paso se le excluyera de todo rol en los esfuerzos diplomáticos.
En círculos comúnmente al tanto del quehacer diplomático, se creía que las objeciones mexicanas se relacionaban con su aspiración de desempeñar un papel de liderazgo en los asuntos regionales. Al boicotear los intentos dominicanos, se afirmó, la cancillería mexi- cana aspiraba a apuntalar su propia gestión de paz, como la mejor receta a los problemas centroamericanos. En consonancia con ello estaría en marcha una nueva propuesta mexicana muy similar, en forma y fondo, al proyecto presentado conjuntamente con Francia hacía un tiempo para la crisis salvadoreña.
Esta última fórmula había sido recientemente elogiada por la Internacional Socialista, empeñada en desempeñar una actua- ción destacada en la zona. El Partido Revolucionario Dominicano (PRD) la apoyaba activa y militantemente, aunque este no era el caso del Gobierno.
Con respecto a las motivaciones mexicanas, se especuló insis- tentemente que podría ser en represalia por la decisión del Gobierno dominicano de rescindir el contrato de construcción de una obra de infraestructura agrícola con la firma ICACONTROBAS, con fuer- tes intereses mexicanos, pero no había nada oficial. La Cancillería se rehusaba a comentar estas informaciones, incluso en privado.
El hermetismo daba pábulo a las conjeturas. Y los analistas di- plomáticos consultados se hacían la pregunta: ¿Qué pudo haber influido en la decisión mexicana si al parecer todo marcha bien en las relaciones entre ambos países? Ningún otro indicio en el pasado reciente permitía pretender que eso no sea cierto. En efecto, las visitas el año pasado del entonces presidente José López Portillo a Santo Domingo y la posterior a México del doctor Salvador Jorge Blanco, en calidad de presidente electo, eran citadas como muestras de una relación entusiasta.
Incluso a pesar de sus dificultades financieras originadas en par- te por el descenso de los precios del petróleo, el Gobierno mexicano reiteró su decisión de proseguir el cumplimiento de los términos del Acuerdo de San José. Aparentemente, el alegato mexicano fue el de que incluir a la República Dominicana en el grupo de Contadora habría conllevado la necesidad de incorporar a otros países que se habrían sentido discriminados, Pero este argumento no convenció a la Cancillería dominicana.
Según pudo establecerse, la Cancillería no consideró un golpe a la diplomacia dominicana los resultados de su gestión de paz. Ella parecía empeñada en demostrar que más que ser sede de una reunión evidentemente frustrada, su interés radicaba en lograr una so- lución pacífica a los problemas centroamericanos. Aunque muchos, la consideraron como el consuelo ante un esfuerzo infructuoso.
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En abril, la “lucha de tendencias” dentro del gobernante Partido Revolucionario Dominicano adquirió virulencia. Las recientes denuncias de cancelaciones de dirigentes y militantes partidarios del licenciado Jacobo Majluta por parte del Gobierno revivieron sus violentas rivalidades internas.
Jorge Blanco desmintió las denuncias y rechazó la existencia de una campaña de persecución contra los seguidores del presiden- te del partido y del Senado. Pero la lucha bordeó los límites que permitían una reconciliación, la cual no parecía por el momento posible.
El nivel de las querellas era una amenaza a la unidad frágil del partido. Aun en las más altas esferas de la organización se temía que ellas pudieran manifestarse de forma tal que se reflejaran en las reuniones en las cuales por necesidad coincidan partidarios de uno y otro grupo. Por eso la idea de convocar a una convención fue descartada.
La situación se asemejaba a una crisis. Y el distanciamiento entre el Presidente y Majluta era más real de lo que sugerían las fotos de sus periódicas entrevistas protocolares. En ninguna otra etapa a partir de agosto de 1978, cuando una administración del PRD se estableció en el Palacio Nacional, se había observado tanta virulencia interna. Los colaboradores más cercanos del Presidente consideraban a Majluta en plan decidido de oposición y al parecer
se propusieron reducir su papel en el partido y eliminarlo de paso como posible candidato.
Pero si no tenían éxito en la empresa acabarían por convertirlo en una víctima. Para los efectos prácticos, esto tendrá las mismas ventajas para Majluta que en su tiempo tuvo para Jorge Blanco la persecución que la administración del fallecido presidente Antonio Guzmán desató contra muchos de sus seguidores.
Hubo intentos de atribuirle al presidente del PRD la responsa- bilidad de la reciente huelga de choferes, que paralizó por completo el transporte público durante 24 horas. Majluta criticó al Gobierno por el poco significativo nivel de reducción del precio de la gasolina a raíz del último descenso de los precios mundiales del petróleo, pero públicamente se opuso a la huelga.
La amenaza de un nuevo paro del transporte, esta vez por tiempo indefinido, podría crear mayores rivalidades entre los dos grupos. El Gobierno no parecía inclinado a atender las demandas de los conductores del transporte público que reclamaban un nivel más sustancial en la rebaja del combustible.
Diferente a lo que ocurría en el pasado reciente, no existía aho- ra la posibilidad de una mediación efectiva por parte del secretario general y líder máximo del partido, el Síndico del Distrito, José Francisco Peña Gómez, porque este estaba muy vinculado al Go- bierno. En una oportunidad llegó incluso a defender esa asociación como un ejemplo de cooperación Gobierno-partido.
Una de las grandes preocupaciones de los seguidores más cerca- nos de Majluta se refería a la posibilidad de que Peña Gómez se in- terpusiera en sus aspiraciones presidenciales y decidiera ser el candi- dato en caso de que las rencillas impidan a una convención ponerse de acuerdo respecto a esta cuestión crucial, pero Majluta tendría una ventaja considerable sobre Peña Gómez. Su papel de opositor no le haría responsable de una administración magra en resultados
económicos e inexplicablemente dados a ceder a las tentaciones de la intolerancia en un campo que, como el de los derechos humanos, era el único en el cual el partido en el poder podía ufanarse de haber obtenido conquistas apreciables.
Aunque tampoco le resultaría fácil a Majluta sacar provecho político del fracaso de esta administración. A fin de cuentas, él aspiraba a ser el candidato presidencial del PRD y no el de otro partido.
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Aunque conservaba la paridad oficial, de hecho existía una devaluación de la moneda dominicana. Su poder adquisitivo fue perdiendo terreno en los últimos años debido a las altas tasas de inflación y a su situación con respecto al dólar.
Sin embargo, las perspectivas de una devaluación oficial eran muy remotas a finales de abril. Comúnmente éstas se toman en forma inesperada. El elemento sorpresa constituye uno de los efec- tos más importantes de una medida de esa naturaleza.
Cuando un Gobierno pierde la posibilidad de conferirle este ingrediente, se ve muchas veces impedido de asegurarle efectividad a la acción. La idea en esos casos es preservar la política económica de las reacciones que, tomadas de antemano, pueden restarle efecti- vidad a la medida. Por eso, en la mayoría de los países se anuncian en altas horas de la noche o en las primeras de la mañana, cuando todavía están cerrados los bancos.
En la República Dominicana esto no era posible. Aun cuando resultara vital para el propio Gobierno, una devaluación solo sería permitida con una modificación previa de la ley que creó la Junta Monetaria. Sería preciso un amplio debate legislativo para lograrla y esto le restaría automáticamente cualquier posibilidad de llenar su cometido.
Por la forma en que la palabra “devaluación” se hacía impopu- lar, eso parecía una ventaja. Si bien las autoridades eran consistentes en cuanto a su anunciada decisión de no propiciar una medida de esa naturaleza durante todo el período constitucional que concluía el 16 de agosto de 1986, pudiera ser, que las circunstancias econó- micas no les permitieran hacer honor por tanto tiempo a ese com- promiso. De hecho, la administración se vio precisada a adoptar va- rias medidas para proteger la moneda nacional. Si bien ellas tenían por objetivo aligerar la carga del Banco Central frente a la creciente demanda de dólares que gravitaban penosamente sobre el mercado paralelo, reduciendo todavía más la cotización del peso dominicano frente a la moneda norteamericana en el libre juego de la oferta y la demanda de dinero.
Con los bajos precios mundiales de muchos de los productos básicos de exportación del país y las autoridades obligadas a especializar una parte sustancial de sus ingresos en divisas para el pago de capital e intereses de la voluminosa deuda externa, el peso do- minicano no tenía, por el momento, mucho futuro. Aun cuando las cotizaciones del petróleo siguieran descendiendo las perspectivas azucareras no eran muy óptimas. Así que a las buenas noticias había que añadir cierto elemento de incertidumbre.
De todas formas, no existían razones para una devaluación oficial. El pánico que a veces rodea la aparición periódica de ese fantasma de la economía nacional no estaba por lo visto del todo justificado. La pregunta era ¿para qué preocuparse de ella si de todas maneras el signo monetario dominicano está, de hecho, devalua- do? La respuesta podría resultar un tanto cínica. El temor a una devaluación oficial radicaba principalmente en que ella obligaría a renunciar a una ficción a la que se estaba acostumbrando.
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En la última semana de abril, la Cancillería dominicana hizo esfuerzos para vender la idea de una completa identificación Go- bierno-partido en cuanto a objetivos y prioridades de política exterior. “No existen discrepancias significativas”, afirmó, aunque éstas aparecían por todas partes.
El hecho es que los propósitos de las más connotadas iniciativas diplomáticas del Gobierno, por lo menos en apariencia, dista- ban mucho de lo que sugería la retórica del Partido Revolucionario Dominicano (PRD). A esas contradicciones se atribuía en parte el resultado poco auspicioso del esfuerzo diplomático dominicano en- caminado a lograr un rol de primer orden en el campo de las rela- ciones internacionales a nivel subregional.
Mientras más se insistía en los problemas que esa confusión provocaba, más empeñado parecían ambas partes en mantenerla. A primera vista las contradicciones lucían de fondo. Dada la magnitud de algunos compromisos internacionales del partido en el poder y su manifiesto y abierto apoyo al régimen sandinista y a las guerrillas de El Salvador, podría caerse en el error de creerlo de este modo. Pero sucede que era la propia Cancillería la que insistía en que apenas eran de forma.
Cotubanamá Dipp, subsecretario de Relaciones Exteriores y miembro del Consejo Ejecutivo Nacional del PRD, dijo esa semana en un almuerzo con corresponsales extranjeros, que en la adminis- tración las discrepancias son inocuas. “No reflejan”, dijo, “la fuerza que tenían durante (el régimen de Antonio) Guzmán”.
Analizada de esta forma, uno podría llegar a la conclusión de que en asuntos de tanta trascendencia como la crisis centroamericana, existía efectivamente una coincidencia de propósitos entre la política gubernamental y los objetivos del partido. En la pasada ad- ministración del PRD, tanto el Gobierno como el partido desple- garon esfuerzos por aclarar sus grandes diferencias en el tratamiento de los asuntos diplomáticos. Ahora sucedía lo contrario.
Tantas veces como se sacaba a relucir la existencia de posiciones encontradas en materia internacional, el Gobierno y el partido se apresuraban a minimizar su importancia para subrayar, a seguidas, el alto nivel de coherencia entre los lineamientos de uno y otro, lo cual no dejaba de ser curioso. A pesar de todo, podía llegarse con suma facilidad a la conclusión de que por lo menos frente al caso centroamericano, esas discrepancias existían. Por ejemplo, el Gobierno trataba de auspiciar soluciones negociadas en El Salva- dor totalmente opuestas a las posiciones públicas del partido. Por lo demás, oficialmente el país mantenía relaciones diplomáticas y comerciales normales con el régimen salvadoreño, que el PRD de- testaba y al cual las guerrillas pretendían derrocar por vía de la lucha armada.
Incluso con respecto a Nicaragua, no obstante ciertos atisbos de coincidencia, se daban de hecho dos posiciones. Si bien ambos habían hablado recientemente de la necesidad de una vuelta al plu- ralismo y más concretamente de la importancia de elecciones libres en Nicaragua, era evidente que el entusiasmo del partido por el proceso sandinista no era el mismo del Gobierno.
Podían observarse, sin embargo, el tinte de sus simpatías con respecto a las partes involucradas en los conflictos en uno y otro país centroamericano. Cuando ambos se referían, el Gobierno más tímidamente que el partido, a la necesidad de una solución de la crisis salvadoreña que involucre “a todas las partes”, evidentemente favorecían a las guerrillas, no obstante existir allí un régimen pro- ducto de unas elecciones con amplia participación popular.
Al no patrocinar el mismo tipo de solución a la crisis nicara- güense, se trataba por otro lado de desconocer la importancia de la insurrección antisandinista, dando credibilidad a las versiones de Managua de que la actual oposición al proceso revolucionario era de procedencia externa y no el fruto de una situación de descon- tento interno.
Todo este enredo de coincidencias y discrepancias en un cam- po tan extremadamente delicado como el de las relaciones internacionales, no contribuía en realidad a esclarecer el clima de confusión reinante respecto hacia dónde se dirigían los esfuerzos de la diplomacia del Gobierno y la del partido en el poder.
Y cuando a fuerza de mucho cavilar se creía llegado a una conclusión, Cotubanamá Dipp, que representaba tanto al Gobierno como al PRD, dijo: “A mi entender, por tratarse de categorías dife- rentes (Gobierno por un lado y partido por el otro), es justo supo- ner que las aspiraciones de ambas sean diferentes, porque actúan en comunidades diferentes. Pero esas discrepancias no existen; no son grandes en esta administración”.
Como si esto no fuera suficiente, el vicecanciller puntualizó: “El Gobierno sigue el programa del partido, que rige sus actuacio- nes. No existe ningún tipo de contradicción entre la política del Gobierno y el programa del partido”.
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En mayo, los enormes atrasos en el pago de las obligaciones internacionales no eran los únicos indicios de la crisis económica, pero si los más sintomáticos. Las autoridades financieras dieron se- guridades de que la situación mejoraría. Sin embargo, no habían indicios alentadores. La prima del dólar superó la barrera récord del 54 por ciento, después de una ligera mejoría.
Las políticas de empleo no eran prometedoras. Las cifras situa- ban el nivel de desocupación en línea ascendente, sin perspectivas a corto plazo de mejoramiento. A todo ello se le criticaba al Gobierno cierta falta de acción que contribuía a mantener un estado anímico de postración perjudicial a la economía. Las autoridades no tenían éxito en asegurarse el respaldo entusiasta del partido a gran parte de sus programas económicos. A causa de ello la oposición era mayor.
Las expectativas políticas crecían como resultado de esa situación. En las filas oficialistas se reflejaba en una apertura extempo- ránea de la actividad proselitista con vista a las elecciones generales del 16 de mayo de 1986. Había varios aspirantes a la nominación presidencial, pero de antemano se preveía una competencia fuerte entre dos de los principales líderes de la organización, magnífica- mente situados para la batalla que se avecinaba. Uno de ellos, el presidente del Senado y presidente del partido, licenciado Jacobo Majluta, a quien sus partidarios consideraban el candidato ideal y lógico de la organización. El otro, el secretario general y principal dirigente, doctor José Francisco Peña Gómez.
Lejos de haber amainado, la aparición de un nuevo potencial candidato, el Síndico del Distrito, que ha dicho que su turno será en 1990 no obstante los aprestos a su favor, acentuó la llamada “lucha de tendencias” dentro del partido gubernamental. Se creía que estas bregas partidarias dificultaban los esfuerzos por plantear soluciones adecuadas a los problemas nacionales, por cuanto dis- traían recursos fundamentales hacia tareas secundarias. Esto es así por cuanto muchos de los protagonistas principales de esta lucha controlaban posiciones importantes en la administración, por un lado, o desempeñaban funciones igualmente decisivas en el partido.
Después de cinco años de administración, el partido en el poder no lograba encaminar unas relaciones Gobierno-partido que le permitiera enderezar con efectividad algunos de sus programas fun- damentales. Este divorcio permanente afectaba tanto a una parte como la otra. Y llenaba al país de frustración y cansancio.
Solo que las diferencias y rencillas parecían ser aparentes, pues había quienes creían que se trataba de un mecanismo de protección partidario, aunque eran tan irreconciliables que ninguna de las par- tes pretendía no darse cuenta de sus efectos. O simplemente no querían hacerlo.
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En mayo, una de las grandes preguntas sin respuestas era qué persigue el partido en el poder con su apoyo abierto a las guerrillas en El Salvador y su respaldo a los esfuerzos del Gobierno militar de
Nicaragua para sofocar la insurrección antisandinista. ¿En qué parte de su ambigua y contradictoria política internacional, el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) sincero a sus propósitos?
Aún para quienes seguían de cerca el acontecer nacional e in- ternacional no resultaba fácil predecir qué podía haber detrás de las posiciones asumidas por la organización oficialista y cómo podría ella beneficiarse de una situación regional resultante de una victoria de las guerrillas salvadoreñas y una consolidación del proceso mar- xista en Nicaragua. A pesar de su pretendido no alineamiento, era obvio que por lo menos en lo que atañía a esa región, el PRD mantenía una línea militantemente antinorteamericana. No obstante su creciente papel en el ambiente internacional, ese mismo entusiasmo no se reflejaba frente a otras situaciones cruciales, como la ocupa- ción soviética de Afganistán y el genocidio de tribus nómadas en ese país por parte de los ejércitos rusos. Podría citarse también el caso de Polonia en Europa y algunos otros ejemplos en el hemisferio.
El PRD exhibía una constante preocupación por los derechos humanos y era evidente que mientras ejercía el poder fue una de sus principales metas. Pero no dejó de ser hasta cierto punto contradic- toria la forma deliberada en que declinaba tocar este punto cuando a Cuba se refería.
Una de las habilidades más connotadas del partido en el poder era la facilidad con que evadía el debate en los campos en que no tenía respuesta. En 1973 se desligó, por ejemplo, del movimien- to guerrillero de Playa Caracoles, llegándolo a denunciar como un acto precipitado de “aventurismo político” y poco después develizó un busto del coronel Francisco Caamaño en la sede del partido, rehabilitando su acción y considerándole un héroe nacional, digno de emulación.
No estaba claro, sin embargo, si ese busto significaba un simple acto de compromiso para llenar las apariencias o un reconocimien-
to tácito al valor de la lucha armada y la acción guerrillera como métodos para alcanzar el poder. Por la pasión con que defendía a las guerrillas salvadoreñas se podía sentir tentado a pensar que acepta- ba la violencia como un recurso legítimo. Pero en honor a la verdad, el PRD era demasiado contradictorio en su conducta política como para llegar a conclusiones tan definitivas.
El partido, eso sí, asumía una actitud particularmente crítica a la política norteamericana en el Caribe y Centroamérica. De hecho, favorecía el rol crecientemente activo de la izquierda en la región. Si lo hacía conscientemente o se trataba solo de una coincidencia era lo que parecía intrigar a mucha gente. Las contradicciones estribaban en que sobre cuestiones respecto a las cuales cabría esperar cierta uniformidad de comportamiento, el partido exhibía actitu- des extremas, imposibles de conciliar unas y otras. Unas veces sobre la base de concepciones de derecha y otras en el extremo opuesto.
Era una ingenuidad del partido pretender que su conducta no pudiera ser evaluada dentro del contexto de la lucha hegemónica que libraban las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética. Si esa pugna tenía lugar, como realmente ocurría, era ilu- so el creer que no se debería también con la misma extraordinaria brusquedad en esta parte vital del mundo. A la luz de todo esto, el problema principal con el PRD era que en relación a cuestiones tan fundamentales uno no sabía a qué atenerse.
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En la primera quincena de mayo, la República Dominicana se encontró al borde de quedar incomunicada por la vía aérea con la mayoría del resto del mundo. De hecho, esa incomunicación existía ya en lo que a Asia y África concernía con muy serias limitaciones respecto a Europa y al resto del hemisferio, incluido Estados Uni- dos.
Una de las pocas líneas aéreas que operaban rutas desde y hacia la República Dominicana comunicó a las autoridades aeronáuticas nacionales la suspensión de dos de sus frecuencias. Se trató de la American Airlines, que decidió interrumpir a partir del 9 de junio próximo sus vuelos de Santo Domingo a Miami y el 682 de Miami a Santo Domingo.
La causa de tal suspensión era el enorme retraso en la entre- ga de divisas a esa línea aérea, por el pago de pasajes vendidos en el país. En igual situación se encontraban las demás empresas que operaban vuelo desde el territorio nacional, las cuales comenzaron a adoptar restricciones que podrían tener un efecto paralizante sobre el turismo dominicano.
American Airlines y Eastern pusieron en vigor severas restric- ciones a sus operaciones en el país. Una de ellas era la suspensión de toda conexión de vuelos en el exterior. Esto significaba que ninguna de esas líneas aéreas venderá en el territorio nacional boletos de via- je hacia puntos a los que no toquen sus vuelos desde la República Dominicana. De manera que si alguien desea viajar al Japón, por ejemplo, no podría hacer ya más sus arreglos de vuelo hacia ese lugar desde una agencia de viaje local a través de esas dos empresas de aviación comercial. La comunicación aérea con Europa queda- ba bajo la responsabilidad de solo dos líneas, Iberia, de España, y Avianca, de Colombia.
Esto conllevaba enormes dificultades para los viajeros dominicanos e igualmente para los turistas que visitaran el país en ruta hacia otros puntos. Un dominicano que deseara viajar a Italia, diga- mos por caso, debía trasladarse a Nueva York, San Juan, o Miami, para comprar desde allí su pasaje de ida a ese país europeo. Para ello necesitaba pagar en dólares lo que podía adquirir aquí más cómo- damente en pesos dominicanos.
El problema radicaba en que el Estado le adeudaba a las com- pañías aéreas alrededor o más de 15 millones de dólares, por concepto de pasajes vendidos en el país. Esas líneas vendían sus boletos en el territorio nacional en pesos dominicanos y el Banco Central
le reembolsaba posteriormente los dólares. La última entrega fue hecha por el Banco Central el 12 de mayo del año anterior, cuatro días antes de las elecciones generales. Durante la administración de Jorge Blanco no se había realizado ningún pago.
Las líneas reclamaban a las autoridades que se hiciera efectivo el compromiso sin éxito alguno. Esta demora les ocasionabna serios problemas económicos, dejándolas virtualmente sin liquidez para financiar sus operaciones locales.
American Airlines había advertido con suficiente antelación su decisión de reducir sus vuelos desde y hacia Santo Domingo. La medida había sido postergada después que las autoridades del Banco Central prometieran poner en ejecución un compromiso de pago, a base de la entrega de los dólares de los pasajes vendidos cada mes más el pago de un mes de atraso.
De acuerdo con ejecutivos de agencias de viajes que sostuvie- ron una reunión para analizar los efectos de la situación creada, el compromiso se había hecho por escrito hacía ya algún tiempo. Sin embargo, al no hacerse efectivo todavía, American Airlines decidió no esperar más.
Se tenía entendido que había negociaciones para resolver la si- tuación y evitar nuevas suspensiones que redujeran enormemente las posibilidades turísticas dominicanas. Por el momento se desconocía, sin embargo, hacia dónde se encaminaban esas pláticas. Ningún indicio oficial permitía aventurar que fueran, hasta entonces por buen camino.
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La posibilidad de que el Banco Central de la República se in- volucrara en el negocio de venta de dólares, planteó muy serias in- terrogantes. La idea, según varias versiones periodísticas, sería la de intentar contrarrestar las tendencias alcistas de la prima de la divisa norteamericana en el mercado paralelo, que la semana anterior alcanzó el nivel récord de 57 por ciento.
Para el 10 de mayo, el mecanismo contemplado por el Banco Central no parecía muy original. A fin de evitar las alzas de origen especulativo, el Banco Central recurriría al expediente de convertirse, de hecho, en una casa de cambio, al vender dólares a los can- jeadores para estabilizar la prima de esa moneda. La información publicada en un diario de la mañana, decía que el Banco se propo- nía “frenar los aumentos no justificados en los niveles de la prima, como está ocurriendo en la actualidad” y que para ello dispuso un estudio que incluiría todos los aspectos económicos, jurídicos y ad- ministrativos que faciliten su exitosa participación en el mercado paralelo.
Vista así, la decisión parecía de fácil aplicación. Pero el asunto era mucho más complejo. Lo primero, que la venta de dólares por parte del Banco Central a las casas de cambio constituiría una distorsión del papel de la institución oficial y de paso un refor- zamiento de la banca paralela en detrimento del sistema bancario dominicano.
Un aspecto de la idea en estudio digno de cuestionamiento era qué criterio emplearía el Banco Central para vender “de tiempo en tiempo” al mercado libre de divisas los dólares del sistema mo- netario. Si los colocaba favoreciéndose de las primas extraoficiales prevalecientes en el mercado paralelo, estaría entrando de lleno en el negocio de la especulación, algo reñido con los propósitos y la filosofía de la institución. Pero tampoco parecía justo que aplicara la paridad oficial, pues estaría así estableciendo irritantes privilegios en favor de grupos.
La venta por parte del Banco Central de dólares con ganancias de prima, constituiría asimismo un reconocimiento tácito de la de- preciación de la moneda dominicana. El efecto sicológico de esta medida podría resultar, en determinadas circunstancias, más dañina para la estabilidad del peso que las tendencias alcistas de la prima del dólar. Constituiría, además, una admisión de la inutilidad del conjunto de medidas puestas en práctica por las autoridades eco- nómicas para estabilizar el comportamiento del mercado de divisas, las cuales por lo visto no daban resultados.
En definitiva, las consecuencias del Banco Central en funciones de casa de cambio, tendrían efectos probablemente muy graves para la economía nacional. Fue bueno pensar que las informaciones publicadas sobre el particular no respondían en realidad a los pro- yectos de la institución bancaria. De hecho, tal posibilidad significaba no solo una distorsión sino más bien una disminución del rol del Banco Central y una lamentable confesión oficial de su incapa- cidad para hacer frente a los problemas económicos dominicanos.
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Evidentemente preocupados por la gravedad de los problemas económicos y sociales del país, los diputados echaron a un lado en la última semana de mayo, sus diferencias políticas y tras toda una ardua jornada de trabajo llegaron por fin a un consenso respecto a honrar una vía de Santo Domingo con el nombre del coronel Fran- cisco Alberto Caamaño Deñó.
No se vaya a creer que fue fácil conseguirlo. Primero hubo de superarse muchos inconvenientes “técnicos”. Había que decidir, so- bre todo cuál de las calles o avenidas de la ciudad merecía el privile- gio. Tras algunos escarceos y extensos discursos sobre el “Héroe de Abril” y el “coronel que definitivamente se casó con la gloria”, pudo llegarse a un consenso: su nombre le será otorgado a la avenida Isa- bel Aguiar, del sector Herrera, por donde diariamente transitaban miles de “aquellos por los que Caamaño combatió hasta la muerte”.
Quizás la decisión no dejó a todos los diputados conformes o tranquilos con su conciencia, después de esa larga y agotadora jornada, porque hubo mejores propuestas que la aprobada. Alguien sugirió, por ejemplo, que la vía adecuada para llevar el nombre del líder revolucionario era la avenida John F. Kennedy. Y otro, mucho más consciente de su valor histórico, propuso que se le diera a la calle que conocemos por el Conde.
Para que no quedaran dudas respecto al alcance de la preocu- pación de la Cámara por este proyecto y solo después que algunos legisladores desestimaran poner el nombre del exmilitar a una parte de la Avenida Independencia, los diputados aprobaron que los bille- tes de la denominación de cien pesos llevaran la efigie del “coronel”. Esta ha sido de las contadas oportunidades en que los represen- tantes del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), el Partido Reformista y el de Liberación Dominicana (PLD), se ponían de acuerdo sin muchas dificultades. Era obvio que cada partido tenía sus razones. Resultó también evidente que la iniciativa era parte de la concepción pluralista de algunos de los legisladores que después de haber votado en la Cámara para rendir honor al hombre que di- rigió “gallardamente la guerra Patria contra el imperialismo”, como se afirmaba en el proyecto, dieron una nueva prueba de su ausencia total de prejuicios asistiendo esa misma noche a una recepción en la residencia de un diplomático norteamericano.
Lo que no estuvo del todo claro, sin embargo, fue la motiva- ción del voto reformista. Era imposible determinar por el momento si al aprobar la designación de una calle con el nombre de Caama- ño, los diputados de esa organización honraron al “Héroe de Abril” o al líder guerrillero que años antes encabezó un levantamiento ar- mado contra el Gobierno del entonces presidente Joaquín Balaguer.
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A la hora de exhibir públicamente sus simpatías, el Sindicato Nacional de Periodistas Profesionales (SNPP) no se andaba con re- milgos. A inicios de Mayo anunció un agasajo de despedida al em- bajador de Nicaragua, Manuel Zambrano, en el último de sus mu- chos desvaríos sandinistas. Algunos antecedentes de la actuación del diplomático homenajeado por los periodistas, sitúan este acto sin precedentes en su dimensión política verdadera. El representante sandinista había sido objeto de una reprimenda por parte del Gobierno dominicano por declaraciones formuladas en el Palacio Nacional, después de una visita al jefe del Ejecutivo, consideradas fuera de tono y, sobre todo, excesivamente francas.
De acuerdo con versiones de prensa, no desmentidas, fue esa falta de tacto diplomático lo que le costó el cargo al representante nicaragüense. El matiz y contenido de dichas declaraciones, unidas al ámbito en que fueron formuladas, constituyeron al entender de las autoridades nacionales, un gesto desconsiderado hacia un país y un Gobierno amigos.
Conscientes de que ese incidente descalificaba de hecho a su re- presentante para actuar con posibilidades de éxito ante la Cancille- ría dominicana, y en vista de la importancia que el régimen militar de Managua asignaba a sus relaciones con el Gobierno del Partido Revolucionario Dominicano, que le brindaba pruebas consistentes de su amistad, los sandinistas consideraron que había llegado la hora de producir cambios en su embajada en Santo Domingo.
Aun cuando no se le diera mucha publicidad, se trató de un incidente grave, de acuerdo a la mejor tradición diplomática. Y hay indicios de que las autoridades dominicanas vieron con agrado la remoción del embajador nicaragüense. En conocimiento de estos episodios, el agasajo del SNPP al diplomático sandinista constituía algo más que un acto de respaldo y solidaridad al curso de la revolu- ción en Nicaragua. Por mucho que sus organizadores pretendieron desligar una cosa de la otra, ese homenaje al Embajador Manuel Zambrano era sobre todo un reconocimiento a su actuación per- sonal como embajador y, si se quiere, una especie de desagravio a las razones que condujeron a su salida un tanto precipitada del país. Todo esto resultó paradójico, pues los dirigentes del gremio de periodistas sustentaban siempre la defensa de la dignidad nacional, como un estandarte y uno de sus principales objetivos.
Tal vez el mayor de los privilegios del libre juego de las ideas era la posibilidad de pregonar pública y abiertamente cualquier clase de simpatías políticas e ideológicas. Como ciudadanos con pleno derecho los periodistas pueden hacerlo también. Incluso no está del todo mal que esa posición la asuma responsablemente un perió- dico. Pero el sindicato cayó a un nivel de adulación inconcebible. No hubo ningún acto de real y efectiva contribución, ya fuera en el plano de la cultura o el comercio, al mejor entendimiento dominico-nicaragüense en las actuaciones del diplomático, forzosamente sacado del país por sus propios patrones, que justificara ese recono- cimiento del SNPP.
La razón de este homenaje, era de carácter ideológico. Como lo fue también el hecho de que el sindicato no se sintiera motivado a protestar, como lo hacía por tantas cuestiones ajenas al periodismo, por ninguna de las frecuentes violaciones a las libertades de prensa y expresión que en el transcurso de todo el proceso de revolución sandinista, se producían en forma sistemática y brutal en esa nación centroamericana.