Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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CAPÍTULO VII
1980
Se agudiza la crisis económica. Peña Gómez en una encrucijada ante el deterioro de la unidad del PRD
Los primeros ocho meses del 1980 transcurrieron en el plano político como en el económico, con la misma tonalidad del año anterior, con la crisis agudizándose cada día. El 5 de septiembre el secretario general del PRD, Peña Gómez, ofreció una entrevista a un programa de televisión que abrió más interrogantes respecto a las relaciones con el Gobierno.
Lo primero es que al presentarse como un cristiano devoto y al mismo tiempo como apologista del socialismo revolucionario, el secretario general logró, más que nada, situarse ideológicamente en dos posiciones incompatibles. Al referirse a las fallas del Gobierno, el líder oficialista dijo que los regímenes de Cuba y la Unión Sovié- tica eran “más democráticos” que el de la República Dominicana porque “no tienen analfabetos”.
Peña Gómez simplificó el debate estableciendo una definición muy particular de lo que para el constituía una democracia. Sostu- vo, por ejemplo, que una democracia es funcional y más o menos perfecta si garantiza el disfrute de dos tipos de derechos: los políti- cos y civiles, por un lado, y los económicos y culturales, por el otro. A su juicio, y esta fue la parte más controvertible de la comparecen- cia televisiva, las sociedades de occidente que se rigen por pautas democráticas convencionales solo habían sido capaces de asegurar derechos civiles, mientras que las naciones en las que imperan siste- mas socialistas, y citó a Cuba y la Unión Soviética, han logrado con éxito garantizar los otros derechos no menos importantes.
Pese a que reconoció que existían presos políticos en Cuba y que allí no se respetaban los derechos civiles, definió a Fidel Castro, como “un gigante”. La entrevista televisiva del secretario general del PRD dejó a mucha gente confusa y despejó muchas dudas en otros. Lo cierto era que su definición sobre los fundamentos de la demo- cracia era muy distinta a la del Gobierno de su propio partido. La división se hacía cada vez más evidente.
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En octubre las críticas sobre la paralización de la industria de la construcción y su efecto en la economía se intensificaron. En los círculos económicos del país se afirmaba que el ritmo de las construcciones se estancaba como consecuencia de medidas guber- namentales y concepciones filosóficas respecto a cómo debían ma- nejarse los asuntos de Estado. Se estimaba que el sector estaba entre un 25 y un 30 por ciento por debajo de los niveles de mediados de 1978. Aunque se trataba de restarle trascendencia a esas cifras, su efecto sobre todo el cuadro y comportamiento de la economía dominicana era evidente.
Una de las disposiciones más criticada era la decisión de la Jun- ta Monetaria del Banco Central de cerrar los plazos para el pago de las cartas de crédito a los suplidores de insumos y materiales para la industria de la construcción. Las consecuencias de esta medida eran múltiples y diversas. Como primer resultado se observaba ya un cierre de los créditos que las grandes empresas suplidoras otorgaban a las compañías constructoras, a las firmas de ingenieros y, lo que era más importante todavía, a los pequeños ferreteros de los que dependían miles de obreros.
En fuentes de la industria se afirmaba que esta iniciativa ofi- cial tendría una repercusión mucho más profunda y grave para el sector de la construcción que el descenso en el ritmo de ejecución de proyectos de viviendas y obras públicas por parte del Gobierno, que había sido muy fuerte. Los argumentos utilizados por los responsables de esta política en la esfera gubernamental podrían dar a entender que las quejas respecto a la poca actividad estatal en esta área de la economía carecían de fundamento. Las cifras de inver- sión, de por sí, no decían mucho. Pero era muy sencillo de anali- zar. Era posible que en efecto las inversiones en cuanto al monto del dinero empleado en proyectos de construcción, se mantuvieron a los mismos niveles anteriores al ascenso del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) al poder. Pero esto necesariamente no significaba que la situación continuara igual. En el supuesto de que las inversiones fueran las mismas, su impacto en la economía en sentido general era mucho menor por el alza de los índices de inflación que en los últimos doce meses había sido galopante. Bajo cualquier punto de vista, además, el hecho de que las inversiones se mantuvieran por más de dos años a los mismos niveles, quería decir simplemente que existía un estancamiento. Y como en reali- dad había un descenso en el número de obras edificadas, tanto por unidades como por el costo, no era aventurado por tanto asegurar que el sector de la construcción, que alcanzó antes de 1978 su nivel más alto en toda la historia del país, se encontrara a finales de 1980 virtualmente en retroceso.
Esta situación y las consecuencias de la medida de la Junta Mo- netaria sobre el sector, a corto y mediano plazos, tenían derivacio- nes de un alcance mucho mayor al que se sospechaba en el ámbito gubernamental, que no parecía interesado en someter a un serio debate las objeciones que formulaban las empresas e individuos afectados directamente.
Entre agosto y septiembre, por ejemplo, el mercado del cemento descendió en unas 100,000 fundas. No había que hacer muchas indagaciones para determinar el efecto de esta merma en el panorama económico. En fuentes relacionadas con las tres plantas productoras de cemento del país se pudo determinar que en septiembre, los “stocks” de cemento llegaban a las 700,000 fundas.
Esta situación sin precedentes en los años recientes planteaba una alternativa inquietante a las fábricas de cemento. Sin pérdida de tiempo gestionaban mercados de exportación, o paralizaban o disminuían su ritmo de producción, con graves implicaciones.
Otro ángulo del problema que merecía la atención del Gobierno se refería al efecto que el cierre de los plazos para las cartas de créditos dispuesto por la Junta Monetaria, tenía sobre las finanzas de las empresas, grandes y pequeñas, que otorgaban créditos a las compañías constructoras y a las firmas de ingenieros. Esas empresas suplidoras tenían alrededor de 200 millones de pesos en cuentas por cobrar, de acuerdo con un sondeo realizado entre expertos y personas e instituciones ligadas al sector, publicadas por El Caribe. A menos que no hubiera cambios en la política gubernamental, les resultaba muy difícil a esas compañías lograr buenos índices de re- cuperación de esos créditos, reduciendo asimismo las posibilidades de terceros de obtener los créditos que la industria de la construc- ción y el país en general requerían con urgencia.
Se pretendía que las disposiciones restrictivas tomadas por el Gobierno afectaban únicamente a los “grandes intereses” comprometidos en el sector de la construcción. La afirmación no respondía a la realidad. El descenso en el ritmo de esa área de la actividad económica, perjudicaba principalmente a los medianos y pequeños propietarios, a las compañías constructoras y las firmas de ingenieros.
Había en el país alrededor de 1,400 ferreteros y 250,000 obreros y empleados que dependían de la suerte de esta industria.
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En octubre, ningún otro tema hería tanto la sensibilidad oficial como el de la industria de la construcción. Las cifras propias del Gobierno indicaban que más que un estancamiento en ese sector de la economía se estaba viviendo un proceso de virtual retroceso, reflejado no solo en el número de obras en construcción sino en el monto de las inversiones por parte del Estado. Como las construcciones fueron durante mucho tiempo una de las actividades más dinámicas de la economía, la situación del sector tenía un impacto muy fuerte en toda la estructura económica del país.
Las estadísticas del Gobierno mostraban que las inversiones gubernamentales en ese campo descendían a niveles inferiores a los de comienzos de año. Eso significaba que en términos absolutos las inversiones en obras de interés público eran inferiores no solo a los niveles anteriores al ascenso al poder de las autoridades, sino a las tasas registradas en determinados períodos en los comienzos de 1980. En el detalle de los ingresos y de los desembolsos del Gobier- no central correspondiente al mes de agosto, la Oficina Nacional de Presupuesto reveló que el total de los gastos en “construcciones de obras y plantaciones agrícolas”, alcanzó la suma de RD$9,756,010. La cantidad era sustancialmente inferior a las erogaciones por el mismo concepto efectuadas en los meses de febrero, marzo y abril del mismo año, cuando alcanzaron RD$13,0, RD$11.9 y RD$10.4 millones, respectivamente, de acuerdo con las cifras aparecidas en el boletín oficial de junio del Banco Central de la República.
A partir de mayo, las inversiones estatales en el sector de la construcción comenzaron a descender drásticamente por debajo de los niveles ya bajos en que se encontraban. Por ejemplo, en ese período las erogaciones por dicho concepto cayeron al orden de los RD$5.8 millones, probablemente uno de los más bajos en muchos años. Aunque se registró un aumento en el mes siguiente, junio de 1980, los RD$8.1 millones gastados entonces por el Gobierno no fueron suficientes para devolverle al sector de la construcción el dinamismo perdido.
En el primer semestre del año, el Gobierno central solo dedicó RD$55.8 millones a proyectos y edificaciones públicas. Un cálculo de las erogaciones mensuales por dicho concepto permitía llegar a la
conclusión de que al final del año, a ese ritmo, los gastos serían ape- nas de entre RD$110.0 y RD$120.0 millones, muy inferior a las inversiones en el área de la construcción de 1978, que fue un año de elecciones. En ese año se destinaron RD$139.5 millones al sector.
Aun cuando las autoridades negaban una virtual paralización del sector, las estadísticas sugerían lo contrario. Según el Banco Central, en todo el 1979 los gastos en construcciones del Gobierno central fueron apenas de RD$79.0, millones de un presupuesto general de RD$1,004.5 millones, sin precedentes en la historia del país. En contraste, en 1975, los gastos en edificaciones y obras de interés público fueron de RD$236.7 millones de un presupuesto de gastos generales de RD$653.3 millones. Una idea más clara de la parálisis del crecimiento del sector la proporcionaba el dato si- guiente: a pesar de que fue un año de elecciones, durante el 1978 el Gobierno invirtió en construcciones RD$3.9 millones más que en todo el 1979 y los primeros seis meses del suguiente en conjunto. Veamos otros dos ejemplos. El Colegio Dominicano de Ingenieros, Arquitectos y Agrimensores (CODIA) denunció a comienzos de octubre que se había paralizado la construcción de varios subcen- tros de salud y clínicas rurales, obras a las que el Gobierno otorgaba prioridad, estimada en unos RD$5.0 millones, debido a retrasos en los pagos periódicos a los contratistas.
Como resultado se había producido también una baja en la demanda de cemento. Las existencias de las plantas productoras crecían en forma que podrían inducirlas a reducir su ritmo de pro- ducción en caso de que no encontraran mercados seguros en un tiempo relativamente breve.
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La visita del presidente de Venezuela, Luis Herrera Campins en la primera semana de octubre tenía sin duda un enorme significado para el país. La nación sudamericana era el suplidor de petróleo y gran parte de los problemas económicos nacionales tenían estrecha relación con el encarecimiento de las importaciones de crudo.
Además de los posibles acuerdos en materia petrolera, la visita de Herrera Campins debía analizarse también sobre las perspectivas de ensanchamiento en todos los órdenes de las relaciones bilaterales entre ambos países y reducir el desequilibrio en el intercambio con Venezuela.
Los esfuerzos realizados en el pasado para disminuir el déficit comercial fueron frustratorios y los acuerdos en materia de comer- cialización de azúcar no fueron suficientes ni concebidos sobre ba- ses compensatorias. Con los precios del petróleo, las compras domi- nicanas a Venezuela ascenderían en 1980 a US$500 millones. Las importaciones venezolanas desde la República Dominicana eran in- significantes en comparación con el monto de las adquisiciones de crudo a esa nación. Las autoridades venezolanas no eran responsa- bles de la situación. Pero ya que sus dirigentes se hallaban a la van- guardia de la lucha por el establecimiento de un nuevo orden eco- nómico inspirado en un concepto de justicia internacional mejor entendido, era obvio que debían estar comprometidos a contribuir con el ejemplo a edificar las bases de esa nueva era de cooperación.
Existía una comisión mixta responsable de definir las áreas de cooperación entre las dos naciones. El organismo nunca había cumplido sus objetivos. Creada durante las administraciones de Rafael Caldera y Joaquín Balaguer, esa comisión entró en una fase de enfriamiento con la vuelta al poder de los adecos, en el Gobier- no de Carlos Andrés Pérez. El desinterés se adueñó de ella y las áreas de cooperación y complementación contempladas con ardor en sus años iniciales no llegaron siquiera a definirse. Una de las ta- reas fundamentales de las conversaciones que el presidente Antonio Guzmán realizara con su colega venezolano, consistieron en tratar de revivir el espíritu que animó la creación de ese organismo. No se trataba, naturalmente, de una tarea fácil. Las complejidades del comercio internacional dificultaban la concretización de algunos acuerdos que en teoría parecían sencillos y sobre los cuales existían, en principio, ideas comunes y similares.
Los intereses venezolanos y los dominicanos no eran ni son necesariamente los mismos, no importa cuán bellos y esperanzado- ras luzcan las protestas de solidaridad y hermandad que disfrazan la retórica internacional. La administración del presidente Herrera Campins había dado, sin embargo, connotaciones de comprensión de la naturaleza de una buena parte de los problemas que sacudían a las naciones más pobres del continente, importadoras netas de petróleo. Su histórico acuerdo con México, suscrito en San José, Costa Rica, para financiar parte de los requerimientos petroleros de esos países y contribuir así a paliar el peso de sus problemas financieros y de balanza de pagos, era un ejemplo de ello.
Su visita al suelo dominicano era, además, una reiteración de la buena voluntad que le inspiraba. Su presencia en el país abría pues, buenas perspectivas al Gobierno, de cuya habilidad para conver- tir planes y proyectos en realidades económicas, dependía que tal acontecimiento diera frutos en el futuro.
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A mediados de octubre, el conflicto entre el Congreso y el Go- bierno añadía una nueva carga de dificultades, debido a que la suer- te de una gran parte de los programas elaborados en el Palacio Na- cional dependía de las cámaras. Los acontecimientos más recientes indicaban, sin embargo, que las perspectivas de una reconciliación eran pocas y remotas. La clave del enfrentamiento residía en las diferencias internas en las filas del propio partido gubernamental, el Revolucionario Dominicano, y estas se habían profundizado al punto que hacían improbable un entendimiento inmediato.
Al aflorar un nuevo capítulo de este enfrentamiento, a propó- sito de una ley aprobada por el Congreso que daría a las cámaras facultades para rendir honores militares a los jefes de Estado extran- jeros que visiten dicho recinto, salieron a relucir cuestiones muy graves que justificaban la preocupación que ellas despertaron en amplios sectores de opinión. No se trataba, naturalmente, de las protestas del presidente de la Cámara de Diputados, licenciado Ha- tuey Decamps, por la negativa del mandatario Antonio Guzmán de autorizar que se le rindieran honores militares al presidente venezo- lano Herrera Campíns en ocasión de su visita al Congreso Nacional la semana anterior. Aparte de la descortesía que esta acción pudiera significar, no tendría una repercusión más allá de las naturales en una confrontación basada en interpretaciones diferentes de las fun- ciones y obligaciones de dos poderes del Estado, el Ejecutivo por un lado y el Legislativo por el otro.
Ocurría, empero, que había otras cosas involucradas en las de- nuncias formuladas por el licenciado Decamps a raíz de las objecio- nes hechas por el presidente Guzmán a la citada ley aprobada por las cámaras. Ya que las observaciones provenían de las propias filas congresuales del partido oficialista, merecían ser analizadas con detenimiento y ameritaban una explicación a tiempo de la Presidencia de la República, pues no podían considerárselas como simples actos de oposición.
Decamps había hecho denuncias graves que podrían tener, de ser ciertas, un efecto trastornador sobre el proceso todavía muy lento de institucionalización democrática que vivía el país desde hacía más de una década. Dijo, por ejemplo, que existía un plan, alentado por funcionarios del Gobierno para suprimir el Congreso Nacional. Esta acción según el presidente de la Cámara de Dipu- tados, estaría sustentada en la supuesta ilegalidad del famoso “fallo histórico” por virtud del cual la Junta Central Electoral (JCE) con- cedió la mayoría del Senado de la República al Partido Reformista, del expresidente Joaquín Balaguer.
Denuncias como esa no podían tomarse a la ligera. Al señalar- las como una amenaza muy grave para el país, Decamps formuló una advertencia a guisa de recordatorio a los elementos que pudie- ran estar alentando una aventura de esa naturaleza. Les refrescó la memoria diciéndoles que el “fallo” que determinó la composición del Senado, y con ello también la de la Cámara, fue el mismo que consagró la victoria electoral del presidente Guzmán y del Partido Revolucionario Dominicano en los comicios generales del 16 de mayo de 1978. Esto significaba que la supresión, dos años y va- rios meses después, de la parte de esa resolución que se refiere al Congreso Nacional, equivaldría de hecho a dictar la anulación de los resultados de esas elecciones en un sentido global, incluyendo la elección del presidente de la República. Otra denuncia que ame- ritaba una aclaración sin pérdida de tiempo, era la de que gente en el Gobierno se proponía auspiciar una ampliación del período constitucional a expirar el 16 de agosto de 1982, por otros dos años.
Por la fuente que la originó, la denuncia dio pábulo a versiones de que habría en marcha un supuesto plan para prolongar el man- dato del presidente como pago del envío al Congreso de un proyec- to prohibiendo la reelección presidencial, una de las promesas más antiguas, firmes y reiteradas de campaña proselitista de los hombres que ocupaban la casa de Gobierno.
No parecía ilógico que dado el descenso acelerado de la po- pularidad del presidente de la República, como secuela natural del deterioro de la situación económica y los altos niveles de inflación en marcha ascendente, algunos de sus partidarios reorientaran los planes de reelegirlo para un segundo mandato constitucional y que, en lugar de ello, pensaran en la posibilidad de mantenerlo en el Palacio Nacional hasta 1984.
Nunca hubo aclaración y los celos y las diferencias entre las facciones del PRD, continuaron erosionando las relaciones Gobier- no-Congreso durante el resto del mandato de Guzmán.
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El multitudinario acto de inauguración del local del comité del Distrito Nacional del Partido Revolucionario Dominicano, el 10 de octubre, confirmó algunas verdades del quehacer político del país. El análisis de los hechos que precedieron esa reunión y de los temas públicamente tratados en ella, permitían llegar a una con- clusión de muchos conocida. Esta podría resumirse en dos puntos fundamentales: primero que seguía siendo una norma del compor- tamiento oficial el uso de los recursos estatales con fines partidarios y, segundo, que el secretario general, José Francisco Peña Gómez, era la única figura capaz de armonizar los intereses en pugna en los predios del oficialismo.
Respecto a la primera de esas observaciones, no era preciso abundar. La transmisión en vivo de las incidencias de esa reunión política por parte de Radiotelevisión Dominicana, la planta estatal, por la simple y aparente circunstancia de que allí se encontrara el Presidente de la República, disipaba cualquier duda que pudiera existir al respecto. Había además vehículos de diferentes dependen- cias gubernamentales utilizados para transportar los entusiastas mi- litantes que animaron la cita en la que se encontraban la mayoría de los dirigentes del poder político dominicano. Ese tipo de trans- misión televisiva, tan criticada en el pasado, colocaba indiscutible- mente al partido oficial en ventaja decisiva sobre las demás organi- zaciones que terciaban en la vida política y constituía, además, un desperdicio de tiempo y recursos que pudieron ser mejor aprove- chados por una emisora llamada a desempeñar un rol educativo. El detalle que merecía mayor ponderación era, sin embargo, la forma en que el secretario general logró dominar la reunión, emerger so- bre la lucha de tendencias y, en cierto modo, salvar la frágil unidad y equilibrio del partido.
Sería un acto de miopía política menospreciar la importancia de esos acontecimientos. En efecto, los hechos que rodearon ese acto tenían una gran significación política. Sirvieron para delinear incluso las bases de lo que podría ser una nueva estrategia del parti- do con miras a los comicios de 1982.
A despecho del tono pesimista del discurso del secretario general, había razones para asegurar que conseguía una nueva victoria en su organización, consolidando su liderazgo, si bien este nunca estu- vo en juego. Lo primero es que como consecuencia de su discurso se evitó una confrontación entre el Poder Ejecutivo y una buena parte de los diputados y senadores del PRD. Y aunque no hubo señales de una reconciliación de estructura fuerte, no cabía duda de que Peña Gómez evitó que el enfrentamiento produjera una congela- ción de características y consecuencias negativas.
Peña Gómez advirtió que una confrontación entre el Congreso y el Poder Ejecutivo debilitaría mortalmente la democracia domi- nicana. Y no estaba equivocado. Y si en efecto su fórmula para con- seguir un acuerdo entre los precandidatos presidenciales, no tenía fuerza suficiente para eliminar las diferencias existentes, fue obvio que surtió un efecto inmediato, posponiendo por algún tiempo la crisis inevitable.
El distanciamiento observable entre el Congreso y el Palacio Nacional tenía raíces más profundas de lo que mostraban las apa- riencias. No se trataba simplemente de un exabrupto ocasionado por la negativa del presidente de darle ciertas prerrogativas al Con- greso. Las denuncias del presidente de la Cámara de Diputados, li- cenciado Hatuey Decamps, de que podría estar en marcha un plan para suprimir el Congreso o prolongar el mandato constitucional, eran muy graves y ameritaban un debate serio. Podía suponerse, por tanto, que si tan delicadas acusaciones no tenían un efecto inme- diato sobre las ya frías relaciones entre los dos poderes del Estado, se debían en parte a la mediación de Peña Gómez, en un esfuerzo dirigido evidentemente a salvar la frágil unidad en la cima del par- tido oficialista.
Hasta cuándo su influencia podía seguir posponiendo una con- frontación abierta, era una pregunta que únicamente se respondería el curso que tomaran los acontecimientos, pero pronto se vió que era imposible evitarla.
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Peña Gómez se encontraba en una encrucijada. Tenía que pre- servar la unidad del partido a toda costa porque de ello dependía su liderazgo. Desde el momento mismo en que se produjera una confrontación, tendría que definirse por una de las tendencias den- tro del partido y eso, naturalmente, mengüaría su poder y reduciría su influencia. De ahí su empeño en evitar que la disputa entre el presidente Antonio Guzmán y el presidente de la Cámara de Dipu- tados, Hatuey Decamps, degenerara en una crisis irreconciliables y aumentara los antagonismos que amenazaban la unidad del partido oficialista. Había elementos y factores suficientes para permitir al secretario general maniobrar por un tiempo, con alguna libertad, en el mantenimiento de ese frágil equilibrio. Pero las causas del distanciamiento en los estratos dirigenciales más altos del oficia- lismo eran demasiado arraigadas como para evitar por completo una confrontación. Esta tendrá que producirse tarde o temprano, por varias razones. La más razonable era que el liderazgo de Peña Gómez en cierta forma empañaba o reducía la influencia del primer mandatario en la cima y las bases del partido y esto, evidentemente, afectaba su gestión.
Pero el secretario general disponía de pocas opciones. La lucha de tendencias se afianzaba como para que él mismo pudiera enca- bezar una corriente partidaria. En el caso de que pudiera hacerlo, le restaría brillo y alcance a su liderazgo basado mayormente en la imagen creada con muchos esfuerzos de un hombre por encima de los cargos, las ambiciones personales y la riña entre los grupos. El predominio de una tendencia sobre otra, no sería tampoco una garantía para él, pues habría entonces una competencia abierta por una posición de preeminencia política que nunca había estado en juego en las filas del perredeísmo.
La acentuación de la lucha interna planteaba asimismo varias interrogantes. Una era de si convenía al futuro del partido que el liderazgo nacional cumpliera algunos objetivos materiales y demandara los sacrificios y obediencia que muchas veces requieren el ejer- cicio del poder. Esa era la situación del panorama a mediados de octubre, con Guzmán supeditado a la voluntad del secretario gene- ral del PRD para ganar el voto de su propia organización y encauzar ciertas directrices gubernamentales.
Mucha gente en el PRD con funciones en el Gobierno pensa- ba que la experiencia de estos dos primeros años de gestión hacía necesaria más liderazgo del presidente en las filas de su partido. El presidente parecía creerlo también. Y esto agregaba otro elemento de rivalidad en los predios de la socialdemocracia dominicana.
En torno a la grave denuncia formulada por el presidente de la Cámara de Diputados, en el sentido de que habría personeros del Gobierno alentando la supresión del Congreso o la prolongación del mandato constitucional cabía esperar todavía algunos fuegos ar- tificiales de las partes en pugna. Con todo el daño que esta acusación causara a la imagen pública del grupo palaciego, no bastaba para un rompimiento. Consideraciones superiores obligaron finalmente a ambas partes a ceder y a tolerar unas cuantas humillaciones. La presidencia necesitaba del respaldo del Congreso para encaminar planes y proyectos de desarrollo que dependían de financiamiento exterior, pendientes aún de la aprobación de las cámaras. Y estas eran conscientes de las ventajas extraordinarias en el plano político que implican unas armoniosas relaciones con el Poder Ejecutivo.
En medio de este juego político se hallaba inmerso Peña Gó- mez. Mientras ninguna de las tendencias predominara sobre otra, su inveterado e indiscutido liderazgo quedaba libre de cuestionamien- tos. En la situación de entonces, cada uno de los grupos necesitaba de su apoyo para evitar ser aplastado políticamente por el otro. En el momento en que uno de ellos poseyera fuerza por sí mismo, el secretario general podía convertirse en un escollo. Por tanto, nece- sitaba maniobrar con delicadeza e inteligencia para preservar este frágil equilibrio. En octubre de 1980 era extemporáneo predecir por cuánto tiempo su habilidad podría perpetuar esta situación.
En la convención en la que se escogieron los nombres de la boleta presidencial del PRD a las elecciones del 16 de mayo de 1982, se pudieron crear las condiciones para ese momento decisivo. Y era plausible interpretar que la fórmula electoral propuesta por Peña Gómez para concertar un acuerdo entre todas las tendencias para preservar la armonía partidaria, no fuera más que el fruto de su convencimiento de que su posición estaba también en peligro.
La posición del máximo dirigente del PRD era indudablemen- te delicada. Admitía que si los asuntos del partido continuaban po- drían volver a la oposición en 1982. Aunque en muchos sentidos, él nunca había dejado de actuar como si lo estuviera.
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A finales de octubre, la visita del presidente de Colombia, Julio César Turbay Ayala, fue ocasión propicia para promover la ima- gen del país en el exterior y mejorar los términos del intercambio comercial con una de las democracias más sólida y antigua del He- misferio. Pero los acontecimientos políticos de las últimas semanas, movían necesariamente a la siguiente reflexión: ¿Son nuestras au- toridades capaces de aprovechar las ventajas que esta oportunidad excepcional ofrecía? En vista de que gran parte de la estéril polémica que enfrentó al Poder Ejecutivo con la Cámara de Diputados brotó a raíz de la visita de otro estadista extranjero, el presidente de Vene- zuela, Luis Herrera Campins, al recinto del Congreso Nacional, era natural que mucha gente se preguntara con inquietud si ahora con la llegada de Turbay Ayala ocurriría lo mismo.
La cuestión era embarazosa en su inmensa sencillez. Supon- gamos que Turbay Ayala no acudiera al palacio legislativo. ¿Qué interpretación darían las cámaras a este hecho? En el caso de que vaya ¿Cuál sería la actitud del Gobierno, después de haberse negado a autorizar que se rindieran honores a Herrera Campins? Si tenía lugar lo primero, podrían ocurrir dos cosas. Que se le rindieran los honores que se negaron hace unas cuantas semanas al presidente de otra nación amiga o que pasara lo contrario. Si se da lo primero, es lógico esperar que haya problemas con Venezuela. Es muy difícil que la Cancillería de Caracas no lo tomara como un gesto inamisto- so. Si por el contrario, la presidencia mantuviera su actitud y negara los honores militares, era dable esperar un agravamiento de la dis- puta que ocupaba la atención nacional, con todas las consecuencias que de ella se derivaran.
Otra posibilidad era que Turbay Ayala no vaya a la sede del Congreso. Pero sin lugar a dudas ello encerraría otra fuente de con- flictos. De primera intención, los legisladores pudieran sentirse ignorados. Además, los colombianos pudieran verse inclinados a creer que el país dio una mayor significación a la visita de su colega venezolano que a la suya y esto, naturalmente, crearía una delicada situación. Las autoridades debían tomar en cuenta también el esta- do en que se encontraban las relaciones colombo-venezolanas como fruto de los resultados pocos halagadores de sus negociaciones para la firma de un tratado bilateral de delimitación de áreas marinas y submarinas, que incluía el Golfo de Venezuela.
Las conversaciones estaban suspendidas por varias semanas a fin de dar tiempo a los negociadores de ambos países a ponerse de acuerdo sobre una serie de puntos muy sensitivos que permitieran llegar a un consenso para la redacción de un primer borrador del tratado. Entre tanto, los planteamientos de cada parte despertaban sentimientos nacionales que amenazaban el futuro de las relaciones entre los dos países.
En Venezuela habían tenido lugar manifestaciones contra la posibilidad de que el Gobierno de Herrera Campins otorgara lo que se consideraba allí como demasiadas concesiones a Colombia. La prensa internacional sugería que otro tanto ocurría en ese otro país. Letreros como estos: “Digamos basta ya a Colombia”, “El golfo es de Venezuela”, “Fuera Londoño (el principal negociador venezolano)”, aparecieron de un confín a otro por toda Caracas. Los comentarios de la prensa y la radio de los dos países no eran menos calurosos.
Nos encontrábamos, pues, ante una situación delicada. Tanto el Gobierno como la Cámara de Diputados debían reflexionar res- pecto a la posibilidad de que un nuevo altercado, como el surgido a raíz de la visita del presidente venezolano, arrastrara a un problema de implicaciones internacionales.
Un alto dirigente del gobernante Partido Social Cristiano (COPEI) de Venezuela me confió en esos días en Caracas como lo publiqué en El Caribe, que estaba causando “consternación” en las esferas oficiales de ese país el que un incidente como el surgido entre el Palacio Nacional y la Cámara de Diputados fuera el resul- tado de mayor transcendencia pública de su visita a la República Dominicana.