El mercado no ha sido, no es y nunca será una institución generadora de igualdad. El mercado no ha tenido, no tiene y nunca tendrá ese objetivo. El mercado, a través de las informaciones que transmiten los precios, ha sido y sigue siendo el instrumento más eficiente para la asignación de recursos escasos. Según la célebre definición ofrecida en 1932 por el Profesor Lionel Robbins en su “Essay on the Nature and Significance of Economic Science”, la economía es “la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos”. Es en ese contexto que el mercado, a través de las señales que envían los precios, realiza la mejor asignación posible de los recursos.

Lo anterior reviste particular importancia en estos tiempos donde “panfleteros” anti-mercado, disfrazados de progresistas empobrecedores de idiotas, han logrado inculcar la idea de que el mercado es una institución ineficiente para garantizar la igualdad de ingresos. El mercado observa la productividad de cada recurso y remunera en función de esa productividad. Lo mismo ocurre en el aula; el maestro premia con una “A” a los estudiantes cuyos exámenes revelan un excelente conocimiento de la materia impartida. Si el maestro fuese “progresista”, sacaría el promedio de las calificaciones obtenidas por todos sus estudiantes y asignaría esa nota a todos, independiente del esfuerzo y aprendizaje de cada uno de los estudiantes. Todos terminarán recibiendo una F.

El planteamiento de algunos analistas “progresistas” cuando postulan que el problema de la desigualdad de ingresos prevaleciente en algunos países tiene su origen en el sistema de economía de mercado, es totalmente incorrecto. Cuando a estos analistas se les piden ejemplos de mercados más amistosos a la equidad distributiva, la mayoría apuntan al Occidente desarrollado y rápidamente alaban la equidad que emana de las economías de mercado de Francia, Italia, Alemania, España, Portugal, Finlandia, Inglaterra, Irlanda, Estados Unidos y Japón. Si a esos mismos analistas le preguntamos un ejemplo en nuestra región de una economía de mercado generadora de rampante desigualdad, la respuesta siempre apunta a Chile, sí, la que diseñaron los “malvados Chicago Boys” bajo la sombrilla del gobierno militar que presidió Pinochet.

¿Son correctos los señalamientos anteriores? Para poder responder con precisión la pregunta, debemos comparar los coeficientes de Gini (que miden el nivel de concentración del ingreso) que resultan de la operación pura y simple de la economía de mercado en cada uno de esos países. Es decir, el coeficiente de Gini antes de que el Estado intervenga cobrando sus impuestos y pagando subsidios a determinados segmentos de la población. Recordemos, mientras mayor sea el Gini, mayor es la desigualdad del ingreso.

El Gini antes de impuestos y transferencias alcanza los siguientes niveles en los países admirados por los “progresistas”: Irlanda, 0.520; Francia, 0.519; Italia, 0.511; Portugal, 0.511; Finlandia, 0.509; Inglaterra, 0.508; Estados Unidos, 0.505; Japón, 0.501; Alemania, 0.494; y España; 0.491. ¿Y Chile? 0.495, menor que todos los anteriores, excepto Alemania y España, que exhiben un Gini prácticamente similar. ¿Qué quiere decir lo anterior? Que el sistema de economía de mercado chileno, antes de que el Estado intervenga con impuestos y subsidios, genera mejores niveles de equidad distributiva que los generados por los países admirados por los “progresistas”.

Es el Estado, no el mercado, la institución encargada de garantizar que la desigualdad del ingreso no se traduzca en factor de desestabilización de la democracia. Para la realización de esta tarea, el Estado dispone fundamentalmente de dos instrumentos: los impuestos cobrados y los subsidios pagados a las personas. Cuando se mide el Gini después que el Estado ha cobrado impuestos y pagado subsidios a las personas, se observan cambios importantes con relación al Gini antes de impuestos y subsidios.

Tomemos el caso de Francia. Antes de impuestos y transferencias, el Gini francés es 0.519, mucho mayor que el chileno (0.495). Cuando el Estado francés interviene y cobra impuestos ascendentes a 52.6% del PIB y de ese monto transfiere una parte considerable en forma de subsidios a determinados segmentos poblacionales, el Gini francés, después de impuestos y subsidios, baja a 0.292, un nivel que apunta a una de las más justas distribuciones de ingreso en el mundo. Ese giro dramático es posible en países cuyos estados se apropian de una cuota considerable del ingreso nacional en forma de impuestos. ¿Qué pasa en Chile? Simplemente que, al igual que sucede en la mayoría de los países latinoamericanos, los ingresos del Gobierno no llegan ni a la mitad de los alcanzados por Francia. En 2020, los ingresos fiscales en Chile ascendieron a 22.1% del PIB, equivalente a poco más del 42% que percibió el Estado francés. Por eso, el Gini después de impuestos y subsidios en Chile apenas baja a 0.460. En otras palabras, los gobiernos con gran capacidad recaudatoria (> 40% del PIB) están mejor dotados para mejorar la equidad distributiva.

El joven presidente electo de Chile, Gabriel Boric, ha señalado que llegó el momento de repartir las mieles del gran crecimiento económico que Chile ha acumulado en los últimos 45 años. En 1970, Allende planteó que había llegado la hora de repartir las mieles del crecimiento logrado por los gobiernos de Jorge Alessandri y Eduardo Frei Montalva. Durante la campaña, Boric planteó que, para construir un Chile más justo, su gobierno aumentaría las recaudaciones tributarias en 8 puntos porcentuales del PIB, durante 2022-2026, una meta muy ambiciosa. Los únicos países de la OECD que han logrado aumentar sus ingresos tributarios en 8 o más puntos porcentuales (p.p.) del PIB en un período de 4 años, han sido Dinamarca (1967-1971), Luxemburgo (1973-1977) e Italia (1979-1983), cuando registraron aumentos en su presión tributaria de 9.6, 8.5 y 9.5 p.p. del PIB, respectivamente.

Chile la tiene difícil. En primer lugar, no es lo mismo gestionar aumentos importantes de recaudaciones tributarias en economías con bajos niveles de informalidad laboral que en aquellas con elevados índices de informalidad. El año pasado, por ejemplo, el 28% del empleo en Chile fue provisto por el sector informal, un nivel cuatro a cinco veces mayor que el que exhibieron Dinamarca, Luxemburgo e Italia cuando lograron sus proezas. En Dinamarca, el ciudadano que devenga el ingreso promedio, paga más de la mitad de sus ingresos en impuestos. En Chile, en cambio, quienes perciben ingresos laborales equivalentes al promedio percibido por la población, no pagan impuesto sobre la renta. En 2020, el ingreso laboral promedio anual en Chile fue de 7.6 millones de pesos chilenos; para ese año, el ingreso laboral mínimo exento, para fines de impuesto sobre la renta, fue de 8.3 millones de pesos chilenos. Convencer a los chilenos de que tendrán que pagar como los nórdicos, quienes muy temprano en la escala de ingresos pagan 50% o más de impuesto sobre la renta personal, va a resultar una tarea muy cuesta arriba. Si debido a lo anterior, el Gobierno de Boric opta subir las tasas del impuesto sobre las utilidades de las empresas (27%) y sobre los dividendos pagados (o devengados) por los accionistas (40%), mientras legislan que el 50% (o 30%) de los dividendos de las empresas deberán pagarlos a los trabajadores de las empresas, el retorno del capital colapsará y no pocos empresarios chilenos comenzarán a ponderar la necesidad de diversificar sus inversiones hacia destinos más sensatos y amigables a la inversión privada. “Welcome to the Dominican Republic!”. Alguien debería explicarle al presidente electo chileno que, a partir de los 90s, hemos sido testigos de la aceleración de la globalización, de mayor demanda por los flujos de inversión extranjera directa, y de mayor movilidad internacional de los capitales. En consecuencia, los gobiernos tienen menos grados de libertad en el diseño de sistemas impositivos cuasi-confiscatorios, especialmente, si el sujeto gravable es el capital.

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