[Siempre quise escribir “La Casa de la Troya”, la que escribió en 1915 Alejandro Pérez Lujín o Lugín.

Pérez Lujín (Madrid 1870 / La Coruña,1926), fue un notable periodista, y sobre todo humorista, escritor y cineasta ocasional.  Y con él tengo una deuda de gratitud enorme.

A mi casa, casa de familia de lectores, creo que en La Vega, trajo mi padre un ejemplar de su obra y se reía leyéndolo, citaba párrafos que a los hijos también hacían reír, pero lo leía una y otra vez, insaciablemente, y no soltaba prenda y nos tenía en ascuas, se lo llevaba al trabajo, se dormía leyéndolo y sólo cuando le sacó todo el jugo se lo pasó a mi hermana mayor, que tampoco quería soltarlo. Pasó luego al hermano mayor, al que le seguía  y al tercero de los varones, que se llama Narciso, Narciso Conde Sturla, que nunca le perdonó ese nombre a mi padre, nombre de flor, a pesar de que hay varios Narcisos en familia, entre ellos uno muy apreciado, Narciso Isa Conde, que se dedica penitentemente a conspirar contra el sagrado orden constituido.

En manos de mi hermano Narciso el libro adquirió otra dimensión. Se dice que el buen humor no hace reír sino sonreír, pero mi hermano tiene un humor especial a flor de piel y desde que comenzó a leer el libro empezó a carcajearse a mandíbula batiente, a destornillarse de la risa, casi hasta el desmayo, tanto así que mi buena madre llegó a preocuparse y a quitarle de vez  en cuando el libro de la mano hasta que recuperara el aliento.

El último lector fui yo, un niño, y quizás no lo disfruté tanto pero fue una lectura inolvidable.

El libro se perdió en uno de esos préstamos a personas que no devuelven y desapareció por igual de las librerías. Durante años lo perseguí, incluso recientemente por Internet en Amazon, donde daban o dan por agotadas todas las ediciones. En un viaje memorable a Madrid el año pasado lo encontré en Casa del Libro, en la flamante Gran Vía, quedaba un solo ejemplar y aquí lo tengo a mi lado, leído y releído, como especie de tesoro. Me costó 18 euros que no es paja de coco.

El libro en sí, con más de 150 ediciones y casi un siglo de existencia, es un gran retrato de época, retrato sociológico impecable de la sociedad de Santiago de Compostela desde el punto de vista de unos estudiantes que en la pensión de La Casa de Troya hacen todo tipo de calaveradas en la época más feliz de sus vidas. Los años largos de la vida estudiantil en la universidad. Los años verdes de sus vidas, los años largos, aquellos años en que sus vidas eran proyecto y entre proyecto y proyecto pasaba una eternidad. Como pasaba una vez para muchos de nosotros cuando fuimos estudiantes universitarios.

Para decirlo con palabras de Mercedes Pacheco Vázquez: “Pérez Lugín ofrece al lector la ácida o analítica visión de un periodista, que se mofa de la sociedad pequeño burguesa y clerical de Santiago de Compostela, envolviéndola en el dorado papel de una historia de amor romántica, donde todos los tópicos del género se dan cita sin rubor ni disimulo. Desde esta perspectiva ‘La Casa de la Troya’ es una novela de su tiempo pero también alcanza dimensión universal”.

Por eso siempre he querido escribir un libro como “La Casa de la Troya”. PCE]

Capítulo X. (Fragmento).
Pero, a la  hora de la tarde de este jueves en que los encontramos en la Universidad, estaban pasando un rato amarguísimo, cruel. Don Servando era un buenazo que nunca suspendía…pero cuando se le sublevaba la sangre proclamaba la ley marcial y hacía cada escabechina que dejaba sin folgos a sus infelices alumnos. En su larga vida universitaria había ocurrido tan sólo dos o tres veces, pero esto no era empeciente, que diría don Ventura, para que todos los años llegaran sus discípulos temblando al terrible trance.
En esta ocasión el cariz del tiempo era horroroso. El pintoresco profesor, que nunca prestaba mayor atención a lo que decían los examinados, complaciéndose en ponerlos en apuros con preguntas chuscas, que antes daban ánimo que lo quitaban, permanecía ahora mudo como una estatua. Y no era lo peor que callase, sino que le daba por atender y escribir, según iban hablando los estudiantes.

-¿Qué crees tú que escribirá?
– Nada bueno. ¡Figúrate!
E1 caso era que a cada rapaz que entraba en el aula, don Servando escribía algo en un papel que tenía delante.
-Hable usted -ordenaba al alumno, fijando en él sus ojillos burlones.
Comenzaba el otro a recitar sus bolas entre sudores y angustias bajo el peso de aquella mirada azorante. De repente, don Servando trazaba una raya en el papel. -¡Una falta, Dios mío!-. Y luego continuaba, impasible, haciendo marchar la pluma conforme el mísero alumno iba hablando.
-¡Otra falta y otra y otra! ¡Qué hombre! Es implacable.
Y la lengua se pegaba al paladar y las palabras salían confusas, desordenadas, incoherentes.
-¿No tiene usted más que decir? -preguntaba el catedrático después de dejar que el examinado estuviese callado un ratito. (¡Veinte años y un día!). Puede usted retirarse. Que entre otro. Y aumentaba el terror del infeliz viendo a la mano asesina de don Servando hacer de una vez otro trazo enérgico y muy largo.
-¡Muerto soy!
-¿Pero qué rayos escribirá?
-¡Mala centella me coma si no es nuestra sentencia de muerte!
Se examinó el último estudiante de aquella larga tanda. Se cerró la puerta del aula y quedaron solos los examinadores.
-¡Qué notas ponemos, don Servando? -interrogó el secretario del tribunal, disponiéndose a estampar, según costumbre, las calificaciones que el catedrático de la asignatura dictase.
-Las que ustedes quieran -respondió humorista.
-Hombre, no. Las que usted diga.
-Pues todos sobresaliente. ¡Je je!
-¡Caramba, don Servando!
-O todos suspenso. Es lo mismo, ¡Je je!
-¡Don Servando, por Dios!…
-Si todos son iguales!… No hay de uno a otro un pelo de diferencia. Miren ustedes -mostrándoles el endemoniado pliego lleno de cabezas de burro con colosales disformes orejas-. Las he ido trazando mientras se examinaban. A cada disparate de estos Covarrubias en agraz yo alargaba el correspondiente aparato externo de la audición… Véanlos: todos las tienen iguales, de manera que…
-Entonces pondremos a todos aprobado. ¿Le parece a usted?
-¡Bueno!
-¡Un momento! –interrumpió el otro juez, don Claudio Redoles-. Sin que esto sea meterme en jurisdicción ajena, me permito recordar a usted el examen brillantísimo que ha hecho el señor Cunca y Velarde, don Esteban.
-¡Ah! Sí. Cunca y Velarde, ese papagayo que se sabe al pie de la letra, sin faltar punto ni coma, el libro de texto. Tiene usted razón. Secretario, póngale usted un suspenso muy grande a ese majadero.
-¿Cómo suspenso? -rugió indignado don Claudio-. ¿Suspenso un muchacho que lleva toda la carrera con notas de sobresaliente y que ha dicho sin equivocarse en una palabra las tres lecciones que le han correspondido en suerte.
-¡Pues por eso! Y si se examina conmigo, de grado no pasa.
¡Sobresaliente a un papagayo! ¡Dame la patita, lorito!… ¿Pero  usted cree que se puede aprobar, en conciencia, a esos almacenes de palabras?…¡Suspenso, suspenso y suspenso!

Se enzarzaron. Era lo de siempre. En los veintitantos años que llevaban examinando juntos no había memoria de una sola vez que no se peleasen a la hora de las calificaciones. Existía entre ellos una de esas viejas rivalidades universitarias que encona el tiempo a medida que pasa. Don Servando despreciaba a don Claudio, al que solía  aludir en clase llamándole maleta jurídica llena de broza leguleyesca y otras lindezas por el estilo, y don Claudio pagaba con la misma moneda a don Servando, con apariencias del mayor respeto y una cortés indulgencia para “sus cosas”.

Por fortuna, el secretario, hombre flemático y acostumbrado de largo tiempo a estas discusiones, dejó que se peleasen, escribió las notas y, cuando hubo concluido, les presentó el expediente a la firma.

-¿Qué calificación ha puesto usted al señor Cunca y Velarde? -preguntaron ambos.
-Como vi que no se ponían ustedes de acuerdo, he fallado la discordia partiendo la diferencia. Ni sobresaliente, ni suspenso. Aprobado y está bien, y vámonos que ya es de noche. Y sin esperar respuesta tocó la campanilla y entregó las papeletas al bedel, que acudió en seguida.

(Alejandro Pérez Lujín).
Pedro Conde Sturla es escritor
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