El Alma de México (1 de 2)

Cuando Hernán Cortés atraviesa el paso entre los dos volcanes, para luego descender a la ciudad lacustre de Tenochtitlan en el otoño de 1519, en el año de Ce Acatl, el año de la caña, ya el emperador azteca Moctezuma está convencido: los dioses&#82

Cuando Hernán Cortés atraviesa el paso entre los dos volcanes, para luego descender a la ciudad lacustre de Tenochtitlan en el otoño de 1519, en el año de Ce Acatl, el año de la caña, ya el emperador azteca Moctezuma está convencido: los dioses han regresado. Se cumplió la profecía y está de vuelta la Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl, el dios barbado y claro, protector bondadoso de la agricultura; aquel que una vez partiera hacia el oriente con la promesa del retorno para ver si hombres y mujeres acataban sus enseñanzas morales.

Ahora son dos atisbos que se aproximan y se escrutan a la distancia, mientras caminan con lentitud sobre una calzada de piedra que divide en pedazos los límites posibles del agua y del horizonte. Sus pasos van cerrando el trayecto que separa los cuerpos y los vértigos y los asombros recíprocos, hasta que, frente a frente, están el Tlatoani azteca, Hijo del Sol, y un incierto capitán español natural de Medellín de Extremadura. Frente al relámpago pregnante de magia de las miradas que se atraviesan Moctezuma y Hernán Cortés, precisamente en ese instante y en ese lugar inexplicable, Europa acaba de descubrir el Nuevo Mundo. Allí, en aquel encuentro, en esa epifanía alucinada y desmedida, el Renacimiento ha cobrado también su primer indicio; quizás la primera huella en el inmenso proceso de la creación de un Mundo Nuevo.

Porque, mírese como se quiera, el descubrimiento de la nueva tierra —de esa tierra nuevamente hallada, como decían los viejos cronistas—significó el indetenible inicio de la modernidad. Sin América resultan indescifrables el Racionalismo y la revolución burguesa, tanto como la revolución tecnológica y el Romanticismo. Del mundo recién nacido brota la noción del “buen salvaje” y su “paraíso perdido” y, con ella, el soberbio cuestionamiento ético y las magnas utopías que enlazan a Tomás Moro con Juan Jacobo Rousseau y Carlos Marx.

En suma: lo que pensamos, lo que creemos, lo que ahora somos —no importa cuán luminoso o insultante nos parezca el momento que vivimos—; todo, enteramente todo nuestro bagaje de criaturas globalizadas y cibernéticas está ligado, de manera ineludible, a la circunstancia americana.

Y fue México el espacio primigenio donde hubo de gestarse, de nacer y de fructificar, con su máximo esplendor, el vasto y forzoso sincretismo de ese mundo nuevo.

Luego de los años de la conquista, México se constituye en el centro de la civilización novohispana. Mas, como ha señalado Carlos Fuentes: “A la conquista siguió la contraconquista, a la utopía siguió la contrautopía. Las zonas de esas transiciones mexicanas fueron dos: una, la iglesia; la otra, la tierra”.

Ante un pueblo desheredado por los dioses tutelares del panteón indígena y, a la vez, desamparado de toda justicia material, el padre nuevo, el padre necesario ha de ser Jesucristo: un Dios que no exige el sacrificio de los hombres y que se inmola él mismo por la humanidad. La madre de todos, entonces, será Santa María de Guadalupe, quien a través del más humilde indígena, Juan Diego, promete a todos su defensa y su abrigo.

En aquellos días desorientados, los piadosos sacerdotes erasmistas enseñarán a leer y escribir castellano a los indios, les impartirán lecciones de latín y de música, y los adiestrarán además en oficios productivos.  Así, el Obispo Zumárraga funda el Colegio de Tlatelolco, y millares de indios se hacen “músicos, cantores, pintores, calígrafos, gramáticos, filósofos y lingüistas” en los diez o quince años que vive la escuela. Los indios ilustrados colaboran en la creación del Herbario, “el primer libro compuesto en América sobre remedios médicos indígenas […] y también el primer libro que demuestra el arte pictórico y la ciencia botánica de los indios“, como relata Fernando Benítez. 

En el transcurso de los dos siglos posteriores a la conquista nace la más auténtica expresión del arte colonial americano: el Barroco de Indias. Iglesias, retablos, esculturas y pinturas crecen  bajo  la  mirada  del  indio y del mestizo en todos los centros urbanos de América  –Quito, Cuzco, Lima, Bogotá, México. Durante el siglo XVI cristaliza en México el estilo Tequitqui, palabra náhuatl que significa “subsidiario”. Técnicas precolombinas y mitologías antiguas se incorporan a las decoraciones, las esculturas y las pinturas. Pumas en lugar de leones, mazorcas de maíz que sustituyen los racimos de uvas de las columnas salomónicas, caballeros-águilas aztecas, ideologías antiguas entre los anagramas del Renacimiento. El barroco fructifica también en las letras de la Nueva España. El ejemplo señero es Sor Juana Inés de la Cruz, la más alta voz de los tiempos coloniales y quizás la más grande poeta de toda la literatura mexicana.

Cuando se apaga el siglo XVII, la ciudad de México y las principales ciudades del país son centros donde bulle la vida cultural, con universidades, imprentas y periódicos que auguran grandes sacudidas en el orden político del mundo  colonial.

La muerte en el 1700 del último de los Austrias, Carlos II, El Hechizado, desata una guerra de sucesión que durante doce años sacude a toda Europa y que lleva al trono español a Felipe de Anjou, de la Casa de Borbón. Pero las colonias americanas se resienten con el cambio. Frente al lejano y, en cierto modo, indulgente estilo de gobierno de los Austrias, resulta provocadora la inédita política de injerencia, modernización y severidad tributaria que implanta con rigor la nueva monarquía española. Las élites criollas se agrian al sentirse dominadas, desplazadas y empobrecidas por las disposiciones reales.

En el mismo período, Europa es estremecida por las ideas de la Ilustración, por la guerra de independencia de las colonias inglesas de Norteamérica y por la Revolución Francesa. El golpe de estado del 18 de Brumario convierte a Napoleón Bonaparte en Primer Cónsul de la República el 11 de noviembre de 1799. Nueve años más tarde, en el 1808, José Bonaparte, hermano mayor de Napoleón, desplaza a Fernando VII de Borbón y ocupa el trono español.

Disertación en el homenaje al maestro Carlos Fuentes y la presentación del documental El Alma de México.

Palacio de Bellas Artes, Santo Domingo; 5 de diciembre del 2012.
Centro León, Santiago de los Caballeros, 7 de febrero del 2013

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