Apología de la bicicleta

De algo estoy convencido: la utópica visión de un espacio urbano plenamente servido —calles bien pavimentadas y drenadas, energía eléctrica suficiente, agua potable sin restricciones, servicios sanitarios y educativos satisfactorios— se aleja&#823

De algo estoy convencido: la utópica visión de un espacio urbano plenamente servido —calles bien pavimentadas y drenadas, energía eléctrica suficiente, agua potable sin restricciones, servicios sanitarios y educativos satisfactorios— se aleja cada vez más del horizonte de nuestras posibilidades materiales.

Podremos adquirir generadores de electricidad para cubrir el déficit energético de hoy, pero lo cierto es que nuestros grupos más pobres no disponen de los recursos para costear una tarifa energética comercialmente realista. No importa que construyamos un metro o que privaticemos las rutas y compremos los autobuses necesarios para conjurar el déficit de la transportación pública: los sectores de menores ingresos y los desempleados serán incapaces de pagar el costo real del servicio.

Quedan opciones, sin embargo. Digamos, por ejemplo, que en la Europa del Norte durante casi dos siglos la bicicleta ha sido el modo más popular de desplazamiento para recorridos cortos. En la Cuba de Fidel Castro, aunque por otras razones, la bicicleta es un medio de transportación competente, ineludible y universal. Al otro extremo del planeta, asimismo, en el Japón y en la China continental, una gran parte de los movimientos urbanos se realizan aún con estos aparatos.

En el mundo existen actualmente unos mil millones de bicicletas (una cada 7.2 pobladores). Holanda, con 16.5 millones de unidades y 16.7 millones de habitantes, es el territorio con mayor concentración de ‘bicis’ en el mundo. Le siguen Dinamarca (4.5 mm unidades vs. 5.6 mm habitantes), Alemania (62.0 mm unidades vs. 81.8 mm habitantes), Suecia (6.0 mm unidades vs. 9.4 mm habitantes), Noruega (3.0 mm unidades vs. 4.9 mm habitantes), Finlandia (3.3 mm unidades vs. 5.4 mm habitantes), Japón (72.5 mm unidades vs. 127.4 mm habitantes), Suiza (3.8 mm unidades vs. 7.8 mm habitantes), Bélgica (5.2 mm unidades vs. 10.8 mm habitantes) y la ciudad de Shanghai (9.4 mm unidades vs. 19.2 mm habitantes).

Recuerdo, de los años 70 y 80, la imagen de millares de chinos que irrumpían pedaleando a lo ancho de las calles de Pekín o Shanghai o Tientsin, vestidos de mezclilla, todos azules, como una nube de moscardones que caminaba hacia las fábricas y las escuelas y los mercados, todos a bordo de esos biciclos que luego amontonaban en el patio de la fábrica o en el parque y que recuperarían a la hora del regreso, sin preocuparse por la marca o la condición física o el color del armatoste, porque allí todas las bicicletas eran de todos, abundantes y sin precio, gratuitas como la luz del sol o como el aire.

Por muchas razones —lejanas todas de la ironía— pienso que ahora nosotros deberíamos mirar la bicicleta como un complemento importante del futuro sistema de transportación de Santo Domingo. Montar bicicleta no contamina el aire, es saludable, su costo de operación es prácticamente nulo y las necesidades de estacionamiento son insignificantes en relación con las del tráfico motorizado. El radio de acción de las bicicletas alcanza unos ocho o diez kilómetros, distancia suficiente para la mayoría de los viajes hasta el lugar de trabajo.

En una ciudad sin grandes relieves topográficos, como es el caso de Santo Domingo, esta forma de transporte bien podría ofrecer una solución adecuada para los grupos económicamente menos favorecidos. El razonamiento es muy simple: al ahorrarse el pasaje en un carro de concho o en un autobús o en el metro, el trabajador de bajos ingresos que se traslade en una bicicleta a su lugar de faena obtendría un incremento de 10 a 15% en el salario real. Habría que organizar cuidadosamente la operación, eso sí. Entre otras cosas, sería preciso adecuar con especificaciones técnicas de ciclovías algunos carriles viales, y probablemente especializar determinadas calles a fin de conducir con cierto grado de protección este tráfico, por lo menos entre nosotros, poco tradicional.
En los inicios del siglo XXI, la ciudad de Santo Domingo supera los tres millones de habitantes. Y la distancia abierta entre nuestros reclamos citadinos y los recursos disponibles se hace cada vez más extensa. En el mediano plazo, por lo pronto, no habrá fondos públicos suficientes para subsidiar al mismo tiempo el transporte, la energía eléctrica, la educación pública, los servicios de salud y la seguridad social. Y he de repetirlo: con un servicio operado por la empresa privada, sin subvención gubernamental, será imposible que los sectores de más bajos ingresos y los desempleados puedan sufragar el costo comercial del transporte colectivo.

Quizá el dominicano promedio no se imagine a todo un atildado coronel del ejército holandés, con su portafolio en el canasto delantero, mientras aguarda, sobre el biciclo, frente al semáforo de una atestada esquina de Amsterdam. Es cierto que se trata de un paradigma exageradamente remoto. Tal vez, en nuestro caso, lo más convincente sea mostrar a la gente algunas estampas de La Habana. Una fotografía con multitud de cubanos a lomos de sus velocípedos, evidentemente, produciría entre nosotros el milagro de la seducción colectiva.
Conseguiríamos que la bicicleta se hiciera aquí tan popular como el baile del son o las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Sería, desde luego, una primorosa coartada antropológica: recordemos que un dominicano no es sino alguien propietario de una frenética tristeza: la imposibilidad metafísica de constituirse en cubano.

Dado que somos un pueblo cubanocéntrico, aprenderíamos a pedalear la bicicleta como quien taconea una cadenciosa guaracha o una guajira. Sería un magnífico calco post-revolucionario. En este caso, oportuno y justo. ¿Qué duda cabe?

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