El banquete de Trimalción (2 de 2)

[Trimalción daba lustre a su nombre haciéndose llamar Cayo Pompeyo Trimalción Maecenatianus, con obvias referencia a personas de alcurnia de la alta sociedad romana, y era tan rico, tan ostentosamente rico que no necesitaba “hacer compras, pues&#8230

[Trimalción daba lustre a su nombre haciéndose llamar Cayo Pompeyo Trimalción Maecenatianus, con obvias referencia a personas de alcurnia de la alta sociedad romana, y era tan rico, tan ostentosamente rico que no necesitaba “hacer compras, pues todo le crece en sus propiedades: lana, cedros, pimienta. Si buscas leche de gallina, aquí la puedes encontrar”.

En la medida de lo posible trataba de hacerse pasar por hombre refinado y culto que había leído a “Hornero” y se jacta de tener tres bibliotecas: “una griega y otra latina” y otra cuyo idioma se olvida de mencionar, posiblemente hebreo.
Lo que evidentemente no pudo mejorar fue su apariencia, a juzgar por la forma en que lo describe uno de sus invitados:

“Envolvióse luego con una gausapa escarlata y fue colocado en una litera. Esta iba precedida por cuatro corredores con faleras y por un coche de mano que transportaba al favorito de Trimalción: un avejentado y legañoso niño, más repelente que su propio amo”.

Repelente es la palabra que define al prepotente anfitrión que de muchas maneras recuerda al repelente Nerón que en esa época gobernaba el imperio y organizaba banquetes similares a los de Trimalción.

Petronio, el supuesto autor de “El satiricón”, conocía al dedillo el ambiente, el ambiente en el que había vivido y
parasitado:

“Él dedicaba el día para dormir, y la noche para los deberes de la sociedad y para los placeres de la vida. Si algunos alcanzaron fama por el trabajo, él lo hizo por la molicie. Tenía reputación, no de juerguista ni de derrochador como casi todos los que devoran su fortuna, sino de técnico en los placeres. Sus palabras y acciones agradaban y eran tomadas como modelo de sencillez en función de la espontaneidad y de cierto descuido propio con que eran ejecutadas. Sin embargo manifestó energía y estuvo a la altura de sus funciones como procónsul en Bitinia y después como cónsul. Luego, regresando a sus vicios o quizá sólo a su imitación, fue admitido entre los pocos familiares de Nerón como árbitro del buen gusto: para el príncipe no había nada agradable y delicado que no estuviese recomendado por Petronio”.

Cayo o Tito Petronio Árbitro “Lo que hizo fue delinear, bajo el nombre de jóvenes impúdicos y de mujerzuelas, la narración completa de las degeneraciones del príncipe con sus más monstruosos vicios”.

Por eso Trimalción es, sin duda, el personaje más representativo de la obra, un personaje que por cierto me trae a la memoria al célebre Morrobel, aquel politicastro al que dio vida el inolvidable Freddy Beras Goyco. Morrobel era desaliñado, ordinario, inculto, Morrobel no era hombre de aparentar refinamientos como Trimalción porque no había probado las mieles del poder, pero a diferencia de otros políticos tenía la virtud de decir lo que pensaba, parte de lo que pensaba, un poco al estilo de Donald Trump.

Los tres personajes se me parecen intelectualmente e incluso físicamente por la crudeza con que exponen sus ideas. Morrobel confesaba su intención de llegar al gobierno para enriquecerse, Donald Trump arremete contra los hispanos y las mujeres. Trimalción, en medio de una comilona, improvisa un discurso sobre los peligros de contener las flatulencias.

De hecho, según Suetonio “El emperador Claudio autorizó toda clase de ventosidades en sus banquetes”.
PCS]

Petronio Árbitro:
El banquete de Trimalción

CAPITULO 47

Tales conversaciones sacudían el aire cuando regresó Trimalción, quien, primero, se secó el sudor de la frente, se lavó las manos con perfume, hizo una breve pausa y, después, habló:

-Disculpadme, amigos. Ya hace varios días que no me responde la barriga. Los médicos todavía no se han puesto de acuerdo. Pero la corteza de granada y la resina de pino en vinagre me han hecho bien. Espero, pues, que pronto mi estómago se porte con su acostumbrada docilidad porque, lo que es ahora, se escuchan allí unos ruidos que parece que tuviera un toro adentro. Por consiguiente, si alguno de vosotros quisiera hacer sus necesidades, no tiene por qué sentir vergüenza de ello. Nadie aquí ha nacido sin huecos. No creo que exista mayor tormento que aguantarse las ganas. Esto es lo único que ni siquiera el mismo Júpiter puede impedir. ¿Te ríes, Fortunata? ¿Tú, que no me dejas dormir de noche? En el triclinio mismo, no prohíbo a nadie aliviar sus tripas si lo desea.

Los médicos prohíben aguantarse (1), y si a alguien le vienen ganas de algo más serio, afuera está preparado todo lo necesario: agua, excusados y otros detalles.

Creedme: el flato, al subirse al cerebro, produce desórdenes en todo el cuerpo. Sé que muchos han muerto así, por no decirse la verdad a sí mismos.
Agradecimos su liberalidad y comprensión mientras disimulábamos la risa beborroteando de las copas. Pero no nos imaginábamos estar, como se dice, sólo a la mitad de la cuesta de su refinamiento. En efecto, una vez que limpiaron las mesas al compás de la música, trajeron al triclinio tres cerdos blancos con bozales y campanillas. El nomenclador nos anunció que uno de ellos tenía dos años, el segundo tres y el tercero ya siete años. Creí que se trataba de algún malabarista, y que los puercos iban a ejecutar unos cuantos números, como se acostumbra hacer para el público de la calle.
Pero Trimalción disipó nuestras dudas:

-¿Cuál de ellos queréis que, de inmediato, se os sirva para la cena? -nos preguntó-. Los chacareros son los que preparan gallos fricasé a la Penteo y otras futilidades por el estilo. Mis cocineros, en cambio, están acostumbrados a preparar terneros enteros en sus cacerolas. Hizo llamar enseguida al cocinero y, sin esperar nuestra elección, le ordenó matar el más viejo. Luego, en voz alta, le preguntó:

-¿De qué decuria eres?
– De la cuadragésima -respondió aquél.
-¿Comprado o nacido en casa? -siguió.
-Ni lo uno ni lo otro -dijo el cocinero-; te fui legado en el testamento de Pansa.
-Trata, entonces, de servirnos con diligencia si no quieres que te mande echar a la decuria de los recaderos -le ordenó.

CAPITULO 49

Estaba vertiendo toda esta verborrea, cuando un repositorio, con un enorme puerco encima, vino a ocupar toda la mesa. Nos quedamos maravillados de la celeridad y empezamos a jurar que ni un pollo podía ser asado con tanta rapidez, tanto más que el cerdo parecía mayor que el jabalí de poco antes.
Trimalción, que lo examinaba cada vez con más atención, soltó:

-¡Cómo, cómo! ¿Este cerdo no está vaciado…? ¡Por Hércules! ¡No…! ¡Llama, llama aquí al cocinero!

El cocinero, cabizbajo, se aproximó a la mesa y confesó haberse olvidado de vaciarlo.

-¿Cómo? inolvidado! -exclamó Trimalción-. Cualquiera diría que simplemente ha olvidado la pimienta y el comino. ¡Desnúdate!

El cocinero se desvistió sin tardar y se colocó afligido entre dos verdugos. Todos empezaron a interceder por él.

Con implacable severidad, yo no pude refrenarme más y me incliné al oído de Agamenón para decirle:

– En verdad, este esclavo debe ser pésimo. ¿No es inadmisible que se haya olvidado de vaciar el puerco? Por Hércules, que yo no lo perdonaría aunque hubiese dejado así un pescado.

Trimalción, en cambio, fue de distinto parecer. Una sonrisa dilató su rostro para decir:

– Bueno, ya que tienes tan mala memoria, vacíalo aquí delante de nosotros.
El cocinero se puso otra vez la túnica, empuñó un cuchillo y empezó a cortar tímidamente aquí y allá el vientre del cerdo. Al punto, de las aberturas que se agrandaban de por sí solas con la presión del peso, se derramaron salchichas y morcillas.

CAPITULO 50

Toda la servidumbre aplaudió esta hazaña gritando al unísono:
– iViva Cayo!

También se festejó al cocinero con un trago de una copa servida en una bandeja corintia y, además, con una corona de plata.

Como Agamenón examinaba de cerca la bandeja, Trimalción le dijo:
-Yo soy el único en poseer auténticos objetos de Corinto.

Yo estaba esperando que, con su habitual insolencia, dijera que sus pocillos se los traían directamente de Corinto, mas él tuvo una mejor ocurrencia:
– Y si acaso quisieras saber por qué soy el único en tener corintios auténticos, he aquí la razón: el broncista a quien se los compro se llama Corinto. Ahora bien, ¿no se llama corintio lo que tiene Corinto? Pero no creas que soy un imbécil, pues conozco muy bien el origen de los bronces de Corinto.

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