Culpabilidad y pena (2)

Nadie discute que antes de examinar la culpabilidad de un imputado, el juzgador debe constatar la comisión del tipo penal por parte del acusado,…

Nadie discute que antes de examinar la culpabilidad de un imputado, el juzgador debe constatar la comisión del tipo penal por parte del acusado, verificar que no existan causas de justificación que destruyan la antijuridicidad de la conducta ilícita (legítima defensa, estado de necesidad, etc.), y que la persona encausada sea un imputable (o sea, que el imputado no sea un menor de edad o un afectado de trastornos mentales o volitivos).

El análisis de la culpabilidad implica, no la superada auscultación psicologista de la “intención” del imputado, sino establecer: a) si el imputado tenía conocimiento de la ilegalidad de su actuación o de su omisión, y b) si el imputado pudo haber actuado de un modo conforme al derecho, es decir, sin irrespetar la norma.

Por eso es que se entiende que es culpable aquel que, habiendo cometido un hecho típico y antijurídico, goza de capacidad de culpabilidad, conoce la antijuridicidad de su comportamiento y le es exigible un comportamiento distinto al que cometió (Muñoz Conde). El profesor Alberto M. Binder ha descartado la posibilidad de que la “prevención especial” -o sea, la pena orientada a evitar la reincidencia o resocialización del infractor- sea el fin único de la pena, “porque ello implicaría que el Estado está ejerciendo actitudes paternalistas y pretendiendo educar para el bien de un sujeto adulto, lo que es inadmisible como tarea estatal”.

Del mismo modo, Binder considera que el “principio de utilidad del castigo”  -vinculado a la prevención general- está limitado a que “la finalidad social a la que debe contribuir la pena debe ser al mismo tiempo la finalidad de otra política”.

Ejemplo de esto son las leyes que castigan los delitos económicos, que buscan preservar bienes jurídicos supraindividuales, como son la sana competencia de mercado, intereses de los consumidores o la lucha contra la corrupción.

Otros autores -entre ellos Ferrajoli- cuestionan que la función de la pena sea preventivo-general, argumentando que la sanción impuesta a un infractor no debe ser utilizada para intimidar o infundir miedo. Sin embargo, tal como reconoce Roxin, en las últimas décadas, cuando los Estados han comenzado a encarar la delincuencia económica y el crimen organizado, las legislaciones recientes trasuntan una finalidad preventivo-general.

No obstante, en contextos sociales como el nuestro, caracterizados por un deterioro progresivo de la función motivadora de la pena, resulta necesario incrementar los recursos destinados por el Estado en los planes de reeducación y reinserción, porque, como hemos afirmado en otras ocasiones, la pena -en especial la de prisión- parece que ha dejado de intimidar.

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