Mi bisabuela paterna, Isabel, gorjeaba las melodías del Tata Nacho y de Guty Cárdenas. “Adiós mi Chaparrita, no llores por tu Pancho, que si se va del rancho muy pronto volverá”, entonaba aquella anciana de ojos claros y voz trémula, con su pequeña guitarra entre los brazos. En el sosiego del caserón se alzaba un eco cristalino, de tan azul, que nacía en las cuerdas de tripa de gato del requinto y se alargaba hasta ese canto remoto que ahora escucho con los ojos abiertos: “Tienen tus ojos un raro encanto, tus ojos tristes como de niño, que no ha sentido ningún cariño; tus ojos dulces como de santo”. Las admirables melodías del Tata Nacho (Ignacio Fernández Esperón, 1894-1968) y de Guty Cárdenas (Augusto Alejandro Cárdenas Pinelo, 1905-1932) fueron, acaso, mis primeros estremecimientos musicales antes de la pubertad.
Guty Cárdenas murió a los 27 años. Su éxito, tan breve como intenso, lo llevó hasta Hollywood y las productoras de discos norteamericanas. Él grabó en New York, en 1931, ‘La República en España’, un corrido en el cual celebraba el fin de la monarquía española, y que la Columbia Records difundió con gran presteza en América Latina y España. Una de las versiones de su muerte apunta a una trifulca ideológica, luego de larga jarana en un bar de Ciudad México, donde se encontraban dos hermanos españoles partidarios de Alfonso XIII, el rey depuesto. Guty murió instantáneamente, al recibir cuatro disparos. El homicida, según se dice, tras cumplir una breve condena se trasladó a España y participó en la guerra civil del lado de las fuerzas monárquicas.
Antes de su viaje final a México en 1931, Guty Cárdenas se detuvo en La Habana. El poeta Nicolás Guillén reseñó el encuentro y lo llamó ‘La última noche de Guty en La Habana’ (abril de 1932). En este retrato de época, festivo y pintoresco mural habanero, el Guillén de ‘Motivos del son’ (1930) y ‘Sóngoro cosongo’ (1931) emerge en plétora bohemia, empinado a la vez en su noción de la negritud tal concepto cultural y con la pesantez de un valor ético.
La última noche de Guty en La Habana
Nicolás Guillén
A fines del año pasado, estuvo en La Habana Guty Cárdenas, venía de Hollywood e iba hacia la muerte. Hacia la muerte, porque hace muy pocos días fue abatido en un café de la ciudad de México, durante una riña de la cual no tenemos aun detalle en Cuba. No importan los detalles. Lo doloroso, lo hondo, lo punzador es que aquella vida en marcha hacia la gloria ya no es más que un montón de carne que se pudre bajo la tierra.
¿Quién era Guty Cárdenas? Era un intérprete del alma popular de México, que se le escapaba armoniosamente de su guitarra y de su voz. Muy joven aún –no llegaba a los treinta años- ya tenía un nombre hecho y le abría los brazos un porvenir ancho.
Justamente, regresaba a su país después de una temporada en la ciudad cinematográfica y en Nueva York, donde hizo no poco dinero con sus creaciones. Quizás ello explicara su posición de “marinero en tierra” en que lo vimos aquella tarde, aturdido y alegre, sin dar paz a los “tragos”. Lo conocimos entonces y fuimos compañeros de él durante unas horas. Unas horas de arte, de vértigo, que nacieron en un café, entre copas rápidas, y que terminaron –también entre copas- por la madrugada, en el muelle, al pie del barco en que él iba a dar su viaje último.
Pequeño, nervioso, sonriente, aquel muchacho tenía siempre la mano abierta para el recién llegado. Todavía con la sal del Atlántico amargándole la boca, nos abrazamos como antiguos compañeros, sin más trámite que el de la presentación. La de los artistas es un alma a flor de piel, desbordante, cálida, que acoge o rechaza sin trabas, en una ruda simplicidad. Y Guty era un artista.
Las horas que Guty estuvo en La Habana fueron realmente una anticipación cordial de su México próximo. Cuando llegamos hasta él –no hubo más aviso que un “telefonazo” de Fernández de Castro (José Antonio Fernández de Castro, crítico literario)- ya brillaba alrededor del cantante, distribuida entre las mesas de La Zaragozana, toda una “corte de honor”: un coronel mexicano, un comandante, un capitán… casi era para sentirse uno, un poco humillado de ser civil, o cuando más simple soldado raso entre aquel vigilante estado mayor. Pero no había que temer. Eran militares sin uniforme y sin belicosidad, lanzados del hermoso país hermano por el flujo y reflujo de las revoluciones.
A ver –gritó Guty enseguida- Una copa más para este compañero… ¿Bacardí? Nosotros aceptamos, entre la nube de una sonrisa: Si… Bacardí…
Por lo demás, aquellos magníficos compatriotas del compositor yucateco, admiradores de su guitarra y de su voz, no le dejaron verdaderamente un minuto libre. ¿Y para qué? ¿Qué libertad hubiera sido la de andar en esta luminosa ciudad del trópico, con las manos en los bolsillos y la garganta seca, como un turista sin espíritu? Todos le acolchaban el tiempo, para que no lo sintiera, disputándonos a los cubanos el derecho a la gentileza. Todos le abrazaban por turno implacablemente. Todos se llenaban la boca de orgullo para nombrar a su paisano.
De entre ellos destacábase particularmente un joven pequeño y fino, quién, mientras los demás hablábamos con esa locuacidad que dan los primeros tragos, se quedaba mirando al trovador como si éste fuera un ídolo. Era una borrachera de admiración ingenua y alcohol cubano, que se traducía en una adhesión total. Bastaba una frase, un chiste, una referencia artística, para que el idólatra moviera la cabeza, como una abuela ante las gracias de su nieto.
¡Ah, qué Guty… Qué Guty!
Y después agregaba poniéndose de pie, con la voz llena: -Señores: éste es Guty Cárdenas, que viene de Hollywood-.
Al cabo, alguien recordó que estábamos convidados a comer. ¿Dónde era la comida? También en casa de unos compatriotas o, mejor dicho, de una señora mexicana casada con un español que ama mucho a México y para quién la llegada de Guty constituía un acontecimiento nacional. Era en la calle Cárdenas, y hacia allá partimos todos, envueltos en esa nube rosa que es la primera etapa de la embriaguez.
Cuando llegamos, ya había visitas en la casa para conocer al extranjero. Para verle de cerca, para palparle. Porque todos le habían admirado ya en la pantalla, durante la proyección de un film en que Guty apareciera cantando aires de su tierra.
Bien pronto surgió una guitarra. Pobre guitarra de pueblo, de cuerdas menos obedientes que las de la “pancha” del trovador. Cuando éste la domó, castigándola a su gusto, cuando anunció con un gesto autoritario que iba a cantar.
Se hizo un silencio emocionado y sonriente. ¿Qué iba a cantar Guty?, cosas de México seguramente, Ojos lindos acaso, Rayito de Sol quizás, pero no: aquellas manos rasgaban la guitarra en una forma demasiado conocida para los cubanos, e iban moldeando una armonía nuestra. Al fin cantó:
“Anagueriero boncó subuso encanima illamba, Abacuá efó, encruco ubonecue, Abacuá efó…”
Fue una interpretación justa, viva, cálida, del ya olvidado motivo afro. Guty era, también, cubano.
Después, sueltos de nuevo en la calle, toda la noche fue de goce sin margen. Parecíamos unos pequeños demonios en libertad. ¿Cuándo iría a terminar aquello? Y, sobre todo, ¿Cómo iba a terminar? Hacia las dos de la madrugada, alguien creyó prudente recordar a Guty la necesidad de volver al barco:
-Que pierdes el barco y que te quedas, compañero-
-Que barcos ni que cosas, amigos, yo me quedo en la Habana y que se lleven mi “pancha”-
Costó trabajo convencerlo. Ya en el muelle, divisamos un bar. Bar de puerto, lleno de marineros y de gente alegre con la cara oscura de sal y sol. ¿No estaba ya listo todo? Pues no señor, había que tomar “la penúltima”, la que de verdad era para despedirnos…
Y al bar nos fuimos.
En realidad, fueron “las penúltimas”. Al amparo de ellas, brotaron enseguida nuevas amistades fugaces, esas amistades que nacen en las barras y que mueren con el alcohol que las engendra. Cariño expresado a gritos. Chocar de vasos. Amor a Cuba y a México… Allí por poco hay pleito. Solo que nos las hubimos con un policía filósofo como el de Crainquebille (Título de una novela de Anatole France) que tapió sus oídos para nuestras majaderías y para “La Internacional” cantada a voz en cuello.
Cuando regresábamos con Guty otra vez hacia el muelle, nadie pensaba: ¿Cómo iba a ser? Nadie pensaba en su muerte, en la extinción de aquel muchacho acogedor y franco, que llevaba el corazón en los labios. Le vimos saltar al vapor y perderse en él con la mano en alto, con la sonrisa como una flor, diciéndonos adiós y prometiéndonos regresar muy pronto. Pero aquel adiós y la sonrisa aquella no iban a volver jamás. Ya Guty es solo un recuerdo grato en la mente de sus amigos, y una guitarra muda, y un poco de polvo, y unos cuantos metros de película que nos devolverán fugazmente su imagen, y unos cuantos discos fonográficos en los que gira aprisionada su alma musical…