El TC y la despenalización parcial de la ley de prensa

La falta de publicación de la sentencia del Tribunal Constitucional que pronuncia la nulidad de varios artículos de la Ley 6132, de Expresión y Difusión del Pensamiento, ha provocado un mar de conjeturas y opiniones divergentes entre periodistas&#8230

La falta de publicación de la sentencia del Tribunal Constitucional que pronuncia la nulidad de varios artículos de la Ley 6132, de Expresión y Difusión del Pensamiento, ha provocado un mar de conjeturas y opiniones divergentes entre periodistas y ciudadanos.La decisión, dada en control concentrado de constitucionalidad, incluye tres artículos (30,31 y 34) de siete suprimidos de la Ley 6132 que contienen penas privativas de libertad cuando la difamación afecta a funcionarios públicos, legisladores, los tribunales de justicia y los órganos represivos del Estado.

Sin embargo, se mantienen las viejas disposiciones contentivas de penas de hasta un año de prisión para quienes ofendan el honor del Presidente de la República, de los jefes de Estado extranjeros y sus embajadores.

Asimismo, de acuerdo al dispositivo de la sentencia, se retiene la privación de libertad de hasta seis meses en los casos en que la difamación se materialice entre los particulares.

Esto quiere decir, que el fallo del Tribunal Constitucional ante la instancia de la Fundación Prensa y Derecho y de los directores de periódicos Rafael Molina Morillo, Osvaldo Santana y Miguel Franjul, es una victoria parcial en esta materia, pues no hay una despenalización completa del delito de prensa que configura la Ley de Expresión y Difusión del Pensamiento.

Sin duda, se trata de una sentencia importante y constitucionalmente trascedente, pero tiene que ser completada por la labor responsable del Congreso de producir una Ley de Prensa compatibilizada con los criterios del TC, de la Constitución y de la Convención Americana de Derechos Humanos.

La otra interrogante que queda sobre la mesa es por qué el TC no se pronunció en su dispositivo sobre la solicitud de los peticionarios de suprimir los artículos 368, 369, 370 y 371 del vetusto Código Penal vigente que consignan un enojoso sistema dual de penas de prisión en esta materia.

Se pudiera afirmar, entonces, que en el ámbito de la Ley 6132, lo que ha hecho del TC ha sido atenuar el peso de las gravosas penas de los delitos de desacato o delitos de “lesa majestad” que contiene la norma y que se definen como aquellos que se configuran cuando una ley otorga protección especial al honor de los funcionarios públicos.

Esto pudiera ser un paso de avance, pero no es suficiente. Quien ocupa una función pública, incluyendo el Presidente de la República, debe entender que él mismo es una propiedad pública y que está sujeto a la crítica y al escrutinio de los ciudadanos, sin solaparse en la coraza de su majestad.

Los delitos de “lesa majestad”

Los crímenes de lesa majestad se concebían en el pasado como delitos contra el Emperador, quien representaba el origen divino y encarnaba al Estado; de ahí que un ataque directo contra un magistrado era una agresión al mismo Emperador.

Desde este remoto pasado, esta funesta figura jurídica ha recorrido un largo camino, permaneciendo más o menos igual hasta la Revolución Francesa, donde se produce una transformación del concepto, puesto que ya no es una ofensa contra el soberano, que ha sido decapitado por la revolución, sino contra la ley, entendida como expresión del pueblo.

De ahí que a nosotros nos viene esta figura del Código Penal napoleónico de 1810, que fue adoptado literalmente en República Dominicana durante la dominación haitiana de 1822 a 1844. Este código amplió, incluso, el concepto, al considerar que la ofensa no sólo se concreta cuando el sujeto está en el ejercicio de sus funciones, sino que también se configura cuando esta se realice por razón de dicho ejercicio.

Más luego, la ley francesa de prensa del 29 de julio de 1881 no sólo recoge los delitos de difamación e injuria dirigidos contra los particulares, sino que, a partir de su artículo 30, dispone sanciones especiales por la difamación cometida en perjuicio de las Cortes, los Tribunales, las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional, las Cámaras Legislativas, los ayuntamientos y otras instituciones del Estado. Esta fórmula fue acogida en nuestra vigente ley de prensa, en 1962.

Empero, a la luz de nuestra realidad actual estos privilegios de las leyes de desacato, irritantes e inaceptables, contravienen el espíritu de la mayor parte de los tratados internacionales sobre derechos humanos y de la Constitución de la República, que consagran la igualdad de todos los individuos ante las leyes.

La Comisión Interamericana de los Derechos Humanos ha sido concluyente sobre el tema y en ese sentido ha dicho que “la aplicación de leyes de desacato para proteger el honor de los funcionarios públicos que actúan con carácter oficial les otorga injustamente un derecho a la protección del que no disponen los demás integrantes de la sociedad. Esta distinción invierte directamente el principio fundamental de un sistema democrático que hace el gobierno objeto de controles, entre ellos, el escrutinio de la ciudadanía, para prevenir o controlar el abuso de su poder coactivo”.

Y, más aún, ha expresado la Comisión que “la protección de los principios democráticos exige la eliminación de estas leyes en los países en que aún subsisten. Por su estructura y utilización, representan enclaves autoritarios heredados de épocas pasadas, de las que es necesario desprenderse”.

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