El diluvio en Grecia: Deucalión y Pirra (2 de 2)

El diluvio en Grecia fue una operación planificada al milímetro y no fue obra de un solo dios. Contó, por lo menos con la participación de Zeus y su hermano Poseidón, dios de las aguas, y hay un detalle que no deja de ser sorprendente.

El diluvio en Grecia fue una operación planificada al milímetro y no fue obra de un solo dios. Contó, por lo menos con la participación de Zeus y su hermano Poseidón, dios de las aguas, y hay un detalle que no deja de ser sorprendente. Zeus procede de un modo artesanal (“Asióse a los cielos y sujetando con la mano las nubes suspendidas en vastas extensiones, comenzó a exprimirlas”). En cambio Poseidón emplea sus poderes a fondo, sin ensuciarse o mojarse las manos, y simplemente ordena a ríos y aguas marinas arrasarlo todo. Todo freno, toda casa, todo dique.

En medio de la catástrofe, un angustioso lamento resulta particularmente conmovedor, ¡sobresalta de alguna manera las divinas conciencias!:
“…dobláronse los sembrados bajo la tempestad impetuosa. Desvanecióse la esperanza del campesino que veía perdida su penosa labor de todo el año”.

Otra cosa notable es que el diluvio griego que tiene como protagonistas a Filemón y Baucis es apenas comarcal, pero el de Deucalión y Pirra tiene proporciones mayúsculas, aunque no necesariamente universales (la palabra ‘universal’ en sí misma es desproporcionada, arbitraria, una de tantas). Los animales, por otra parte, no tienen cabida en las pequeñas embarcaciones de los diluvios griegos.

Además, como se explica en la versión de Ovidio, cuando las aguas vuelven o comienzan a volver a su nivel, Deucalión y Pirra manifiestan preocupaciones de orden ético, existencial. Los llamados seres humanos habían desaparecido y era necesario repoblar la tierra, pero ellos no sabían fabricar muchachos a la manera de Prometeo, amasando barro e infundiéndole un soplo de vida. Tampoco estaban en edad de procrear a la manera clásica. Al parecer, “la humanidad está irremisiblemente condenada a su desaparición”:

“Se miran aterrados, sus flácidos miembros poco valen ya para las tareas del amor y si aún fueran capaces de hacerlo toda su prole sería incestuosa (como la de Adán y Eva, pcs) a partir de sus nietos. Con altas oraciones claman al ahora apacible cielo, suplican para que continúe la humanidad”.

Los dioses, en su infinita sabiduría, todo lo tenían previsto y el problema se resuelve a pedradas, como hacían los azuanos en una época, a pedradas limpias, como se verá a continuación en la última parte de esta fascinante leyenda.

Deucalión y pirra

Una elevada montaña proyectaba aún dos peladas cumbres por encima de las aguas en la tierra de Fócida: era el Parnaso. En ella refugióse Deucalión, hijo de Prometeo, a quien éste advirtiera a tiempo y que se había construido una balsa; iba con él su esposa Pirra. No se había hallado ningún hombre ni mujer que superasen a esta pareja en probidad y temor de los dioses. Y he aquí que cuando Zeus, contemplando desde el cielo el mundo sumergido en las aguas quietas, vio que de tantos millares y millares no quedaba sino una única pareja humana, ambos puros, ambos piadosos adoradores de la divinidad, envió a Bóreas, dispersó las negras nubes y le mandó que disipara la niebla; volvió a mostrar al cielo la tierra, y la tierra al cielo. También Poseidón, príncipe de los mares, deponiendo el tridente aquietó las olas. El océano volvió a tener orillas, los ríos tornaron a sus cauces; los bosques sacaron de las honduras las copas de sus árboles cubiertos de limo, siguieron las colinas; ensanchóse de nuevo la llanura y otra vez, por fin, apareció la tierra. Deucalión miró a su alrededor. El país se hallaba devastado y sumido en sepulcral silencio. Ante aquel espectáculo, las lágrimas rodaron por sus mejillas, y dirigiéndose a su esposa Pirra, le dijo: “Amada, compañera única de mi vida, por muy lejos que mire, en cualquier dirección que vuelva los ojos, no descubro una sola alma viviente.
Nosotros dos, unidos, constituimos la población de la Tierra , todos los demás moradores han sucumbido bajo el diluvio. Pero tampoco nuestras vidas están del todo seguras. Cada nube que diviso me llena aún de pavor. Y aun suponiendo que todo peligro haya pasado, ¿qué vamos a hacer, solos, en la Tierra abandonada? ¡Ah, si mi padre Prometeo me hubiese enseñado el arte de formar criaturas humanas e infundir un espíritu a la moldeada arcilla!”. Así dijo, y la desamparada pareja prorrumpió en llanto; después hincaron las rodillas ante un altar medio derruido de la diosa Temis y comenzaron a suplicar a los dioses celestiales: “Dinos, ¡oh Diosa!, por qué medio regeneraremos a nuestra raza exterminada. ¡Ayuda a volver a la vida al mundo fenecido!”.

“Dejad mi altar —resonó la voz de la diosa—, cubrid con un velo vuestras cabezas, desceñíos los cinturones y arrojad detrás de vosotros los huesos de vuestra madre”.

Durante un buen espacio permanecieron ambos atónitos ante la enigmática sentencia divina. Pirra fue la primera en romper el silencio: “¡Perdóname, diosa excelsa —dijo—, si, aun temblando, no te obedezco y no quiero agraviar la sombra de mi madre dispersando sus huesos!”. Pero por el alma de Deucalión pasó como un rayo de luz y así tranquilizó a su esposa con afables palabras: “Si mi sagacidad no me engaña, el mandato de los dioses no entraña impiedad ninguna. Nuestra gran madre es la Tierra , sus huesos son las piedras, y éstas son, Pirra, las que debemos arrojar tras de nosotros”.

Con todo siguieron ambos durante mucho tiempo desconfiando de aquella interpretación; pero, ¿qué perderemos en probarlo?, pensaron al fin. Alejáronse, pues, veláronse las cabezas, desciñéronse los vestidos y arrojaron, como se les ordenara, las piedras tras de sí. Entonces se produjo un gran milagro: la piedra comenzó a perder su dureza y fragilidad, volvióse flexible, creció, tomó cuerpo; aparecieron en ella formas humanas, aunque imprecisas todavía, pues más bien parecían figuras toscas o el primer esbozo tallado por el artista en el bloque de mármol. Todo lo que había de húmedo y térreo en el mineral trocóse en la carne del cuerpo; lo rígido y firme se convirtió en huesos; las vetas de la piedra quedaron siendo arterias y venas. De este modo, las piedras arrojadas por el hombre adquirieron en breve, con la ayuda de los dioses, la forma humana masculina, mientras las que arrojara la mujer adoptaban la forma femenina.
(El resto de los animales, con sus diversas especies, los produjo la tierra por sí misma, cuando la humedad que conservaba se calentó con el fuego del sol y el cieno y las húmedas charcas se hincharon por el calor).

La raza humana no contradice este su origen, pues es una raza dura y apta para el trabajo. Cada instante de su existencia le recuerda el tronco de donde procede.

Nota: En otra versión menos poética el final no es tan feliz:

Más, como es obvio, el mal no se extinguió por completo del mundo, como de buena ley hubiese debido acaecer, sino que sobrevivió a lomos de aquellos que habíamos dejado escalando las más escarpadas cimas. Algunos de ellos, al igual que Deucalión y Pirra, se habían salvado del diluvio. Y es que así eran los dioses griegos, que, a diferencia de otras religiones, tenían debilidades y fallos humanos. Y así sobrevivió en la humanidad la raíz del mal.

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