Dos leyendas chinas

Siempre he sufrido una gran fascinación por la antigua literatura china, por la delicadeza de sus trazos, por la poesía que brota como un manantial en un ambiente muchas veces opresivo. Opresivo y asfixiante como en las dos leyendas que hoy propongo&#82

Siempre he sufrido una gran fascinación por la antigua literatura china, por la delicadeza de sus trazos, por la poesía que brota como un manantial en un ambiente muchas veces opresivo. Opresivo y asfixiante como en las dos leyendas que hoy propongo a los lectores. Una es la historia de un sacrificio y otra la de un escape a la libertad.

Era el tipo de literatura que también fascinaba a Borges porque los chinos inventaron el realismo mágico y a Borges le gustaba inventar lo que ya estaba inventado. Por algo escribió aquello de que “Toda novedad no es sino olvido”.
De hecho los chinos inventaron en parte la literatura, la más intensa y espeluznante narrativa breve. Así lo demuestran estos relatos tomados del libro “Pueblos y leyendas”, que recomiendo a  todos los que quieran sumergirse en el proceloso mundo de la más fértil imaginación creativa. PCS].

El alma de la gran campana

Hace ya mucho tiempo, en el inmenso y misterioso territorio chino, gobernaba el emperador Yong-Lo, soberbio y bárbaro. Un día ordenó al mandarín Kuen-Yu que hiciera fundir una gran campana.

Todo se hizo sin descanso, afanosamente, para obedecer a Yong-Lo, para contentar al Hijo del Cielo. Pero todo el trabajo resultó perdido. El trabajo tuvo que ser recomenzado y proseguido con gran empeño. Nuevamente se intentó la fundición, pero también entonces se resistieron los metales a confundirse.
Cuando el Emperador supo esto, mandó un escrito que decía así: “Del emperador a Kuen-yu: Has defraudado dos veces la confianza que nos habíamos dignado poner en, ti. Si una tercera vez no consigues llevar a término nuestra orden, pagarás con tu vida. ¡tiembla v obedece!” Kuen-Yu, el mandarín, tenía una hija muy bella. La hija de Kuen-Yu se llamaba Adorable. Los poetas cantaban su bondad y su hermosura.

Adorable amaba a su padre sobre todas las cosas. Cuando leyó el terrible escrito marcado con el sello del dragón, se llenó de pena y de terror. Un día ofreció todas sus joyas a un astrólogo para que le descubriera el medio de salvar a su padre. El astrólogo observó las estrellas del cielo y la larga gasa de la Vía Láctea. Consultó los misteriosos libros de magia y, después de un largo silencio, habló así:

— El oro y el cobre, la plata y el hierro, no se unirán mientras no se fundan en el mismo crisol la carne y la sangre de una joven hermosa.

Adorable volvió a su casa con el secreto en su corazón lleno de tristeza. Llegó al fin el día en que había de intentarse el último esfuerzo para fundir la gran campana.

Adorable, acompañada de su aya, fue a presenciar la prueba final.

Los obreros trabajaban en silencio. Sólo se oía el ruido sordo del fuego avivado. Los trabajadores volvieron los ojos hacia Kuen-Yu que se preparaba a dar la señal, de verter el brillante caldo. Pero en aquel momento se oyó un grito, y Adorable se lanzó de un salto en el blanco pozo de metal fundido.

El líquido saltó en un surtidor de fuego y se desbordó del crisol. Luego quedó liso y tranquilo. Ni un rastro del maravilloso cuerpo que allí había desaparecido.
El padre de Adorable, enloquecido de dolor, quiso precipitarse detrás de su hija, pero los robustos obreros lo detuvieron y lo alejaron del taller.

El aya de Adorable, como una estatua, como privada de razón, miraba un zapatito bordado con perlas y oro que, al intentar retener a su ama, había quedado entre sus manos.

Había que cumplir, a pesar de todo, el mandato del Emperador. El metal fue vertido en el molde. Todos los obreros aguardaban ansiosos.  Se enfrió el metal. Se separó la gran cubierta refractaria y apareció una obra perfecta, brillante. La campana había quedado fundida maravillosamente. Su sonido era más potente que el de las demás campanas. Y al sonar lanzaba a cien leguas su canción en la que gemía dulcemente una voz misteriosa. Todavía ahora, cuando da al viento la campana su clara voz de plata, se oye al final un eco suave como un lamento. Y entonces, todas las madres chinas, en las pintorescas calles de Pekín, cuentan a sus hijos que aun Adorable llora desde la campana porque perdió su lindo zapatito bordado de perlas.

La huida del pintor Notcha

He aquí la curiosa historia de Notcha, el pintor chino que, en tiempos ya lejanos, huyó del palacio imperial sin que nunca más se haya vuelto a saber de él. Notcha nació en un lugar de una región húmeda y verde. Su vida de niño había sido alegre entre prados y blancos árboles floridos. La aldea, su dulce aldea, sus viejos padres campesinos, el río transparente entre, cañaverales de bambú… Aquello era todo su gozo y toda su vida. Hasta cuando dormía sonreía soñando la luz de cristal del campo. Desde muy pequeño dibujaba los peces y los pájaros en las piedras lavadas del río, y los rebaños y pastores en las maderas de los establos. El yeso y el carbón eran lápices mágicos en sus manitas de niño.
Notcha creció. En las alquerías y en los pueblos próximos todos hablaban de Notcha. Mucha gente venía por los caminos para ver las obras preciosas del joven artista. La fama de su mérito fue creciendo, creciendo hasta llegar al palacio del Emperador.

El Emperador llamó a Notcha. Notcha se arrodilló tres veces ante el Hijo del Cielo, y tocó tres veces el suelo con su frente. El Emperador le dijo: — Te quedarás aquí y trabajarás para adornar los corredores y salones del palacio. Ya he mandado a prepararte en una de las salas tu taller, bien provisto de colores y lacas y ricas maderas. Tu vida cambiará desde hoy. Ya no volverás allá donde naciste.

Notcha estaba triste. Ya no podría ver su casa en la dulce aldea blanca de árboles floridos a la orilla del río tembloroso de brisas. Tendría que contentarse con soñar la alegría del campo en las cerradas salas del palacio guarnecido de barbados dragones de piedra.

Trabajaba sin descanso para agradar al Emperador. Sus pinturas llenaban los biombos lacados, las puertas de madera y de hierro y los muros de los templos y salones imperiales. Pero su pensamiento volaba a las bellas tierras húmedas donde había vivido fe1iz.

Un día Notcha pintó un gran cuadro maravilloso: el transparente cielo de su infancia, el campo de prados, el puentecillo de estacas en el río bordeado de bambúes y enebros, la blanca aldea a lo lejos entre vuelos de patos salvajes, un rojo sol de aurora y un verde limpio de hierba húmeda.

Un gran cuadro maravilloso. Acudían a verlo príncipes y mandarines. Colgado en un lujoso salón del palacio, parecía una ventana abierta en el recio muro frente al más delicioso y sereno paisaje campesino. Notcha había hecho su mejor obra; la que llevaba siempre en su pensamiento y en sus sueños. A él no le parecía una pintura de su país, sino su país mismo recogido en el cuadro como un milagro. Por eso se habría pasado horas largas frente a él aspirando su aire limpio y fragante, pero el pintor esclavo no podía entrar en las grandes salas destinadas a estas y recepciones de príncipes y nobles. Él había de vivir trabajando en su taller, olvidado de todos.

Notcha aspiraba siempre para poder ver su cuadro a través de las puertas entreabiertas. Y un día, un momento en que estaban ausentes guardianes y criados, entró muy despacio, descolgó el campo verde y se lo llevó por corredores oscuros para esconderlo en su taller donde podría contemplarlo ilusionado.

La voz de alarma resonó imponente en el palacio y se extendió por toda la ciudad. La pintura maravillosa había desaparecido. El Emperador estaba furioso y amenazador.

Mil soldados buscaron al ladrón. Llegaron a todas las casas y a todos los rincones. Por fin, hallaron el cuadro en el taller de Notcha, escondido detrás de un gran tibor entre tablas y lienzos.

El Emperador mandó encarcelar a Notcha y le ordenó que siguiera pintando cuadros en la prisión para adornar su palacio. Notcha no podía pintar. Le faltaba luz a los ojos y alegría a su alma. Entonces lo llamó el Emperador y le dijo: — Vendrás otra vez a vivir y a trabajar en palacio. Para que te contentes te dejaré a solas con tu cuadro unos momentos cada día, pero si intentas algo que pueda enojarme serás castigado sin compasión.

Notcha continuó su trabajo. Cada día se le ensanchaba el alma de esperanza frente al campo libre de su verde país. Después, seguía sufriendo la pesada tristeza del palacio imperial.

Un día ya no pudo resistir más. Se encontraba solo en la amplia sala, ante el paisaje suyo, mirándolo con grandes ojos muy abiertos. Su aldea, su aldea verde y luminosa; ancho el campo para correr sin llegar al fin, para tragar el aire filtrado por los sauces, para abrazarse a los árboles, para cantar con el viento y oír su murmullo en los cañaverales de bambú…, para huir de este otro mundo negro y pesado como una cárcel. Sí, ancho el campo, allí cerca, blando de prados, para pisarlos, para correr allá con los brazos abiertos como alas… Y Notcha se acercó, se acercó, dio un salto, se metió en el cuadro, en el campo, en los prados, sin buscar los caminos, corriendo, corriendo, sin descanso, alejándose, haciéndose poco a poco pequeño, pequeñito, hasta perderse en el horizonte azul.

Cuando los guardianes entraron para retirar a Notcha no lo encontraron. El Emperador se enfureció. Era imposible que hubiera salido de allí sin ser visto. Un sabio mandarín encontró la explicación del misterio. Notcha había huido por el cuadro, metiéndose y corriendo por el paisaje que había pintado. Aun se veían las huellas de sus pisadas en la hierba húmeda de los prados.

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